La nueva vida de Javier Marías

Foto de EUROPA PRESS

Estimado Javier:

Quiero imaginar e imagino que aún no ha llegado el triste final y te despiertas en la mañana, si es que se puede llamar despertar a ese vagar por la casa como prendido aún por los hilos del sueño, pero no por ese sueño fisiológico que se puede medir con aparatos, sino con el sueño que está hecho con los retales de lo imaginario, y aun así, medio en penumbra, vas directo, con el paso elegante de un lord inglés, pese al apremio que te acomete, a encenderte un cigarrillo que te da la vida y que, prolongado en el tiempo, terminará complicándotela, aunque tú no lo sabes, o no quieres saberlo, o te da lo mismo y no le pones remedio; sí, un cigarrillo aún sin ducharte, sin desayunar, imagino, y entre cuyas volutas de humo aparecen los rostros de los que aún son futuros personajes (siempre has dicho que eres escritor de brújula, no de mapa), que tú no convocas, sino que vienen ellos a ti a decirte dame una vida, indaga en ella, hurga con el bisturí que son tus frases largas, merodeadoras, obsesivas, disyuntivas, para hipnotizar al lector o hundirlo en un naufragio de palabras y elevarlo luego a la superficie, donde con bocanadas de aire sale iluminado, o confundido, que a veces viene a ser lo mismo, porque las certezas son cárceles que nos aquietan, nos inmovilizan, y tú quieres cogernos por las solapas y zarandearnos para someternos al vaivén de tus pensamientos, parsimoniosos y ágiles a la vez, obligándonos a la máxima concentración, porque no debes querer lectores cómodos, sino a aquellos que se atreven a transitar por los castillos mentales que construyes, llenos de laberintos y vericuetos, de múltiples habitaciones por abrir, con espejos que duplican esa imagen nuestra que no siempre queremos ver.

Leí a un crítico que, después de elogiar tu trilogía “Tu rostro mañana” como una de las mejores novelas de los siglos XX y XXI, decía que enfrentarse a ella era como subir al Everest. Sí Javier, puñetero, subir al Everest, porque en ocasiones, en tus novelas, me encuentro con frases de esta índole: “Caminaban con el respeto y el saludo amable de los transeúntes con que se cruzaban en el tiempo que se perdía nada más sucederse, o perdido ya cuando aún era presente, y se sucedía”, que son como pedruscos en el camino, y es entonces cuando me dan ganas de saltar al vacío y no seguir escalando por tu prosa digresiva, desesperante a veces (para mí, claro, porque seguramente me falta músculo), donde no hay atajos, sino senderos que se bifurcan, pero aun así sigo escalando, maldiciendo a ratos, dejándome deslumbrar, admirándote. En resumen: amor y “odio” a la vez. Parecido a lo que te pasa a ti con España, que te desespera y reniegas de ella, pero aquí sigues, escribiendo tus novelas en tu casa de Madrid, y tus artículos, que son como moscas cojoneras tomándose la molestia de enmendarnos la plana a los españoles, zumbando sobre las conciencias, a veces con vuelos hiperbólicos pero tan necesarios, pues aunque dudas de la utilidad de este trabajo tuyo de articulista —lo sé de buena tinta, de tu tinta— y tienes siempre la tentación de abandonar, finalmente no lo haces porque te preguntas qué pasaría si “uno abriera los periódicos y no se encontrara en ellos más que asentimiento e indiferencia y silencio”.

Ahora, Javier, no puedo demorarme más en esta ficción, en el simulacro de tu presencia en el mundo, porque tú ya no estás, no en esta vida, sino en otra muy distinta. Decías que todo escritor se asemeja a la figura del fantasma (una de tus figuras literarias predilectas), porque el fantasma “habla e influye, pero no siempre se deja ver”, porque “no está del todo presente, pero asiste a los acontecimientos, y sobre todo ronda”. Ahora, en esta vida que ahora vives, eres ya un fantasma a tiempo completo, sin pausas, un fantasma con contrato indefinido. Y no te voy a pedir disculpas por esta frivolidad que me he permitido, un tanto impropia en estos momentos, ni por el tuteo con el que me dirijo a ti desde el principio, porque sé que tras esa imagen de cascarrabias y gruñón que en ocasiones mostrabas, siempre te has reído de los solemnes, al igual que hacía tu admirado Laurence Sterne —nos lo contaste en un artículo—, igual que él, también tú divertido y festivo, capaz de hacer bromas sobre cualquier asunto, de espíritu cordial y amable. Es lo que dicen tus amigos de ti, que te reconocían como un hombre honesto, leal y generoso.

Y no vayas a afligirte ahora porque hayas pasado de ser el rey de Redonda a ser el rey de uno de los reinos Fantasmas, pues aunque ya no nos queda la esperanza de verte recoger el Nobel, y no te veamos más en la Feria del Libro, ni en tu sillón de la Real Academia, ni paseando medio inglés medio chulapo por la Plaza Mayor, con el cigarro en la mano (porque tendría guasa que justo ahora, ya fantasma del todo, inmune a la nicotina, dejaras de fumar), aunque no te veamos, digo, seguirás rondando por nuestros recuerdos y a través de tus libros, sin tener que atravesar paredes ni llevar cadenas para encontrarnos y llamar nuestra atención, porque, no lo dudes, mañana en la batalla —y la vida lo es, una batalla—, seguiremos pensando en ti, leyéndote.

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Nasciturus

Cuatro quinqués alumbran la habitación donde desnuda, sobre la cama, yace Elizabeth. Tiene las piernas dobladas, abiertas para ofrecer su sexo a la comadrona. Gime de dolor, la cara congestionada, amoratados los labios, las manos lívidas de estrujar la sábana mientras empuja y empuja. Nada que no sea de esperar en un parto. Pero de pronto, como si fuera obra de uno de esos tramoyistas de los teatros donde actúa Elizabeth, ahora un tramoyista demente y taumaturgo, empieza a ulular con fuerza el viento, golpea en puertas y ventanas, se cuela por las rendijas de la casa, y un sonido extraño y cercano sobresalta a la comadrona, que acerca su oído al terso vientre de la madre. Y allí está. Es como el graznido de un cuervo dentro de una cripta, y su eco va creciendo, aproximándose, aproximándose… Al niño lo llamarán Edgar, el apellido del padre es Poe.

El sueño de Augusto

Nadie creía que fuera una lagartija la que se colara en el sueño del famoso escritor. Pero es lo que él mismo me contó. Una lagartija que atravesando los paisajes de su memoria llegaba hasta el niño que fue, y recorría sus piernas percudidas y llenas de cicatrices, y se demoraba en la palma de la mano, ya domesticada por la comprensión del niño, sin palabras, solo las miradas que se cruzan inocentes, aún sin los resabios del mundo. Y luego el escritor despierta y la lagartija de la nostalgia sigue allí, sobre la almohada, dictándole al oído un relato infantil, pero el escritor, adulto y grandilocuente, con ese afán de trascender lo cotidiano, somete a la lagartija a una metamorfosis insólita y escribe en la máquina que aguarda sobre el escritorio el microrrelato que le dará mayor fama: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

En la sombra

Ya en el estrado, el famoso escritor ha estado esperando a que cesaran los aplausos para comenzar la lectura de su discurso. Ahora, concentrado en la tarea, va modulando su voz grave, cuidadoso con el ritmo, sus ojos yendo desde el público a las hojas y de las hojas al público, que escucha embelesado las palabras inteligentes y emotivas del nuevo Nobel de Literatura. Hasta que de pronto el escritor se queda mirando hacia un punto del auditorio al final del patio de butacas. “Se ha emocionado”, susurran algunos de los presentes al ver la turbación en su mirada. Pero se equivocan: allí, entre el público, el escritor vio levantarse a la mujer que ahora camina hacia el estrado con la determinación de quien por fin ha decidido salir del anonimato, la mujer que le ha escrito todos y cada uno de sus libros, incluso el discurso que en este momento le tiembla entre las manos.

El niño patata

Patata niñoTuve una infancia difícil. Mientras los otros niños jugaban al corro de la patata en el patio de recreo, yo era la patata. Me pelaban y me hacían rodar dando puntapiés. Yo me mondaba, pero no de la risa, naturalmente. Se burlaban de mí y me dejaban maltrecho en un rincón del patio, en ese rincón donde se acumulan los desechos infantiles: cromos repetidos, balones rajados, peonzas sin punta, suelas de zapatos, y también el preservativo que algún desaprensivo lanzaba desde el otro lado de la tapia (eran otros tiempos; hoy los preservativos los llevan los propios niños).

Los niños del corro eran afortunados y soñaban futuros de fábula: astronautas, bomberos, futbolistas… Yo, en cambio, identificándome siempre con los desposeídos, me imaginaba ministro sin cartera, que es algo que había oído en la tele y que suponía el colmo de la desposesión, pues no era raro el día en que mi cartera volara por los aires o despareciera para regresar luego, también ella desposeída de libros, cuadernos y lápices.

Yo, simple niño patata, me aislaba en mi mundo de tubérculo (o pubérculo) y me resignaba a mi condición patatil. Y envidiaba especialmente a aquellos niños que se soñaban escritores. Allí estaba Sánchez Dragó mirando ensimismado el canalón por donde caía el agua de la lluvia, y, como tenía un cerebro florido y ya medio oriental, empezó a escribir un libro que, con el tiempo, acabaría llamándose “Las fuentes del Nilo”. “Joder, lo que da de sí un canalón”, me decía yo. Y es que eso es lo que tienen los genios. Yo miro una piedra y veo una piedra. Un genio mira una piedra y ve un iglú, o una geisha, o un elefante. Para los genios no existen los límites geográficos; o mejor, para los genios no existen los límites. Los niños patata, en cambio, nos vemos abocados a un destino de felices patatas al montón.

El sueño del escritor

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Relato que obtuvo el segundo puesto en el «II PREMIO DE PLAGIO CREATIVO» de la Escuela de Escritores

 

Por los campos de La Mancha cabalgan don Quijote y Sancho, enhiesto y solemne cual ciprés el caballero sobre el escuálido Rocinante, y a su lado el escudero, al trote de un burro sin nombre, mirando de soslayo a su señor, no muy convencido de las promesas de ínsulas y reinos que éste le hiciera.

―Dígame, vuestra merced, ¿qué es ese ruido que se oye, como de gorrino? –pregunta Sancho.

―Cuida tus palabras, majadero. Es don Miguel, que duerme como un bendito ― responde don Quijote ―Y déjalo estar, que cuanto más profundo duerme, mejor ha de soñarnos.

―Perdonadme, mi señor, pero fue esta mañana cuando me nombrasteis escudero y todavía no entiendo yo el lenguaje de los caballeros andantes. ¿Qué queréis decir?―pregunta Sancho.

Y don Quijote, después de dar un largo suspiro, responde: Sigue leyendo

Un poema de Sam Shepard

Sam Shepard

El pasado 30 de julio Sam Shepard, actor, director y uno de los más importantes dramaturgos estadounidenses, murió a los 73 años como consecuencia de la ELA que padecía.

Hoy, en su homenaje y para que te desprendas de los efectos sedantes que quizá provocara el aleteo de la mariposita sobre tu piel tras leer la anterior entrada del blog, ESA TIERNA RIVALIDAD, te traigo un poema suyo, este de brutal ternura. Y, por favor, no le acuses, no nos acuses de violentos, deja a un lado la corrección política y ábrete a la literatura.

La traducción es de Juan Carlos Villavicencio

 

«Si todavía anduvieras por aquí», de Sam Shepard

Si todavía anduvieras por aquí

Te agarraría

Te sacudiría las rodillas

Te soplaría en ambas orejas aire caliente

Tú, que podrías escribir como una Pantera

Todo lo que se te metiera en las venas

Qué tipo de sangre verde

Hizo que te deslizaras a tu destino aciago

Si todavía anduvieras por aquí

Te destrozaría el miedo

Lo dejaría colgando fuera de ti

Como largas serpentinas

Como jirones de temor

Te daría vuelta

Para encarar al viento

Curvaría tu espalda sobre mi rodilla

Mordería tu cuello por atrás

Hasta que abrieras tu boca a esta vida