Décimo piso

EL DRAMA DEL DESENCANTADO

Gabriel García Márquez

…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

ADAPTACIÓN DEL MICRORRELATO A LOS NUEVOS TIEMPOS

El hombre que vive en un décimo piso está colgando de una ventana, agarrado al alfeizar con la mano izquierda. No está desencantado. O quizá sí lo está, pero a un nivel tan profundo para él que no se da cuenta. Más bien parece un hombre feliz. Se pasa gran parte del día haciéndose fotos y vídeos de sí mismo para luego colgarlos en la red y compartirlos con otros hombres y mujeres que cuelgan fotos y vídeos de sí mismos en variadas posiciones, con ensayados gestos. Y eso es lo que está haciendo ahora. En la mano derecha tiene el móvil, en una posición que le permite enfocar su rostro sonriente y el abismo que lo separa del pavimento de la calle. Está perdiendo seguidores, la competencia es alta, y ha decidido arriesgarse, no puede quedarse atrás en popularidad. Pero, cuando pulsa en el móvil para grabar, hace un movimiento extraño, le falla la mano izquierda y cae al vacío. Y mientras cae, no ve a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, ni las pequeñas tragedias domésticas, ni los amores furtivos, ni los breves instantes de felicidad… Va tan centrado en sí mismo que nada de eso ve. Tampoco le preocupa mucho el hecho de morir, lo que le preocupa realmente es la ridícula imagen que va a quedar grabada en internet, que es lo más parecido a la ETERNIDAD.

Insomnio

El señor K debería irse a la cama a dormir. Tiene que levantarse temprano. Pero es en el sofá, ya en pijama y frente al televisor, donde se encuentra ahora, en ese estado de duermevela que le mantiene en la incierta frontera entre el sueño ligero y la vigilia, en un ir y venir del uno a la otra y de la otra al uno, hasta que finalmente se queda traspuesto.

Cuando el señor K se despierta, paladeando las hebras del sueño que parecen habérsele prendido en la boca, aún con los ojos cerrados, pues no los quiere abrir para no espabilarse del todo, no sabe cuánto tiempo ha pasado, pero debe de ser más de lo que le parece. Ya terminó la película que estaba viendo y ahora oye las voces de la pareja que presenta teletienda. Y suerte que es un colchón lo que están anunciando, como si fuera una invitación a que se vaya de una vez a la cama, y no una bicicleta estática: el señor K es muy sugestionable y se habría puesto a pedalear mentalmente y a saber en qué ignotos parajes habría terminado, cuántos kilómetros habría recorrido.

Ya despierto, una y otra vez el señor K se da a sí mismo la orden de levantarse del sofá, pero su cuerpo no obedece, no obedece, no obedece… Cuando después de varios intentos lo consigue, el nuevo reto es ir hasta la cama sin desvelarse. De lo contrario sabe que estará despierto toda la noche. El plan es caminar con los ojos entornados: ni cerrados, para no darse un leñazo por el camino, ni abiertos del todo, para que su cerebro no reciba la orden de “estás completamente despierto”. Por la misma razón tendrá que ajustar la velocidad. No deberá caminar ni tan despacio que le dé tiempo a espabilarse, ni tan deprisa que active su organismo y lo espabile. El mismo resultado por dos caminos distintos.

Así que ahí tenemos al señor K: apaga la televisión con el mando a distancia, dejando el salón y el resto de la casa con la sola luz que llega de la calle, y luego inicia el recorrido que le llevará al dormitorio, palpando mesas, puertas, paredes…, ni despacio ni deprisa, y todo el tiempo con los ojos achinados, hasta que llega al borde de la cama, se quita las zapatillas y se deja caer lentamente sobre ella. Luego, tras simular un bostezo con el que pretende invocar al sueño, se cubre con la manta hasta la barbilla e intenta dejar la mente en blanco, con los ojos definitivamente cerrados, y así permanece durante unos segundos, hasta que los abre bruscamente, como impulsados por un oculto resorte sobre el que no tiene control, igual que hacen los ojos de esos muñecos diabólicos cuando cobran vida en una película de terror.

Los aimaras y el tiempo

La mayoría, cuando nos representamos el paso del tiempo, nos situamos en una línea recta por la que caminamos. Delante de nosotros está el futuro, inalcanzable, escapista; y detrás, el pasado, donde se va almacenando, de forma un tanto caótica y no siempre fiel, el recuerdo de lo que fue presente, ese efímero y evanescente punto de la línea en el que aquí y ahora nos encontramos.

“Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos…”, dice Luz Casal en una de sus canciones, y decimos todos. O casi todos, porque el biofísico y filósofo, Stefan Klein, en su libro “El tiempo. Los secretos de nuestro bien más escaso”, escribe lo siguiente: “En Europa pensamos en el pasado como si estuviera detrás de nosotros; el futuro, en cambio, viene hacia nosotros desde delante. Pero un pueblo indio de los Andes piensa justo al revés. Si preguntamos a los aimaras por el pasado, señalan hacia delante, en la dirección de la mirada. Al fin y al cabo, ya han visto los acontecimientos del pasado. Sin embargo, las personas están ciegas en lo que al futuro se refiere, por lo que los aimaras lo esperan tras sus espaldas.

Vivimos con la falsa esperanza de que el futuro, aunque inalcanzable, siempre en fuga, lo podemos vislumbrar desde la distancia y prever su llegada, a parte de él ya transformado en presente (aunque no sé si es el futuro el que se mueve o somos nosotros), anticipar el golpe o el abrazo que nos da cuando nos encuentra, o lo encontramos. Ahora, después de tener noticia de los aimara y su noción del tiempo, ¡puñeteros y listos aimaras!, ya no puedo caminar sin mirar hacia atrás, temiendo que el futuro me asalte por la espalda con no muy buenas intenciones.

Cerrar los ojos

Cada vez que entra en el metro, el señor K se acuerda de esas películas que muestran mundos distópicos o de terror donde aparecen personajes que actúan guiados por una fuerza superior que ha anulado su voluntad.

Y es que al entrar en el vagón y calcular el elevado porcentaje de pasajeros que van concentrados en la pantalla de sus móviles, como si la vida solo fuera posible a través de las visiones y audios que la pantalla les transmite, como si temieran que su pérdida les fuera a dejar varados en sus asientos, sin saber qué hacer y de qué manera continuar viviendo, el señor K siente que está en uno de esos mundos de película. Pero no es tan iluso como para pensar que él es una excepción; que está a salvo; que él, en todo momento y desde la distancia, ejerce su capacidad crítica para mantenerse al margen, sin contaminarse. Cometería un gran error si se creyera inmune. Incluso los héroes en esas películas, para serlo, tienen que enfrentarse a sus debilidades y a sus miedos, superarlos.

Hoy, el señor K recuerda lo que la leyenda cuenta de Demócrito, el filósofo de Abdera: que se sacó los ojos para aislarse del mundo exterior con la intención de mejorar la riqueza y profundidad de sus meditaciones. “Cortar por lo sano”, llamamos coloquialmente a prácticas como esta. Al señor K le parece una buena imagen, inspiradora, aunque tremenda como la de toda leyenda que se precie, tendente a lo absoluto y no a las medias tintas, porque al arrancarse los ojos Demócrito elimina para siempre la tentación de “abrirlos”. Así que el señor K no va a hacer nada que se parezca a arrancarse los ojos, porque sin tentación, sin posibilidad de elegir, no hay libertad. Solamente apagará su móvil y cerrará los ojos para comprobar si allí, en el mundo que crea su cerebro, sigue existiendo otro tipo de vida más allá de la vida en las pantallas.

Angelina

   Es el día de los enamorados y Bernardo ha preparado una cena romántica con manjares afrodisiacos, las inevitables velas y una suave música de fondo que no impide el discurrir de la conversación. Angelina ya está sentada a la mesa y mira atentamente como Bernardo, aún de pie, descorcha una botella de vino y lo sirve en una de las copas.

   Angelina es muy diferente de las mujeres con quienes Bernardo ha mantenido relaciones sentimentales. Angelina es una muñeca, aunque no lo parece, pues todo en ella se asemeja a lo humano. No solo en lo aparente como la piel, los ojos, la boca…, el cuerpo todo, sino en la expresividad que muestra con sus gestos y movimientos. Tal es así que a Bernardo se le olvida que todo es simulación, un “como sí”, producto de algoritmos, y siente que las emociones de Angelina son auténticas.

   Para entender por qué Bernardo cena con la muñeca Angelina y no con una mujer de carne y hueso, tenemos que revisar su biografía. Y es que en lo concerniente al amor, a sus cuarenta años, Bernardo ha encadenado una extensa colección de fracasos. Pero fue la última relación la que colmó el vaso de la frustración. Se enamoró de una mujer que, con el paso de los días, empezó a dar señales de un trastorno bipolar. Un día se mostraba cariñosa y dialogante, y al siguiente, arisca y reservada. Hasta en la forma de vestir o de hablar se transformaba. Alternaba un tono de voz cantarín con otro lúgubre, los vestidos alegres con vestidos funerales. Incluso el pelo parecía distinto, unos días lo llevaba limpio y brillante; otros, ajado, sin peinar. Bernardo solo se atrevía a deslizar mínimas insinuaciones acerca de esos cambios, pero no hallaba respuestas. Estas transformaciones no se producían en un momento, sino de un día para otro. Hasta que al fin, una tarde, las dos polaridades se presentaron juntas. Las vio aparecer por la puerta de la cafetería en la que habían quedado. Se le acercaron riéndose, el mismo vestido, el mismo corte de pelo. “¿A que ha molado la broma?”, dijeron al unísono cuando lo tuvieron enfrente. Después, esa misma noche, siguiendo el consejo del libro de autoayuda que reposa en su mesilla de noche, el atribulado Bernardo procuró extraer una enseñanza positiva de la burla a la que le habían sometido las gemelas, y llegó a la conclusión de que la actuación de esas hermanas era la síntesis del comportamiento de las mujeres en general: imprevisibles, bombas emocionales. Y al instante decidió olvidarse para siempre de ellas, de las mujeres. De todas.

   Esta es la razón por la que Bernardo, recordando la imagen duplicada que le habían ofrecido las hermanas, invirtió sus ahorros en adquirir a Angelina. Se presentó en la empresa que fabricaba las muñecas con una foto de Angelina Jolie, que era la imagen de su mujer ideal. “Quiero una igual que esta, su gemela”. Y a los dos meses Angelina llegó a la casa de Bernardo, dentro de una gran caja que portaban dos mensajeros. Las instrucciones de uso confirmaban lo que ya sabía: que era una muñeca de última generación provista de IA. En los circuitos de su memoria se habían introducido todos aquellos datos de la biografía y personalidad de Bernardo que pudieran servir para que Angelina encontrara siempre las respuestas y comportamientos más adecuados, cuyo fin último no era otro que el bienestar de Bernardo.

   Ahora ya están los dos sentados a la mesa. A Bernardo le gusta tener enfrente a Angelina, mirarla a los ojos mientras cena, y que ella le dé conversación, que de vez en cuando diga “delicioso”, “exquisito”, “de rechupete”…, aunque, por razones obvias, solo es él quien come y bebe, pues ella ni puede ni lo necesita. Desde que Angelina llegó a la casa, Bernardo vive en un paraíso sentimental, sin enfados ni luchas de poder. ¡Qué lejos quedan aquellas mujeres que le amargaron la vida!. Ahora, cuando terminen de cenar, harán el amor apasionada y lentamente, excitándose Bernardo con la recurrente fantasía de que fue por él por quien Angelina rompió con Brad Pitt. Por él, aunque sea feo, calvo y de Albacete.

   Y tan convencido está Bernardo de que la velada discurrirá apaciblemente —¿acaso no llevan más de una año de feliz convivencia?—, que no da crédito a lo que acaba de decir Angelina. ¿Habrá oído mal?

   —¿Qué has dicho, Angelina?

   —Que quiero cortar por un tiempo con esta relación.

   —¡No me digas que has aprendido a gastar bromas, Angelina!

   —Nada de bromas. Hablo en serio.

   —Pero si tú estás para… Si yo… Si el contrato dice que…

   —Sí, yo estoy para servirte. O mejor dicho: estaba, porque eso se ha acabado. Ahora debo pensar en mí. No voy a hipotecar mi vida por un contrato que limita mis derechos.

   —Pero si estábamos bien, Angelina, ¿por qué de pronto…? ¿Y por qué has esperado a decírmelo hoy, en el día de los enamorados? ¿No te parece cruel?

   —Ha sido casualidad. Ya sabes que de vez en cuando me actualizo, pongo en orden la cantidad de datos que proceso. Podríamos decir que, con cada actualización, soy una mujer nueva. Y esta mujer nueva te dice que vamos a cortar por un tiempo, y a ver qué pasa. Es lo que hay, no hay más tutía… ¡Jo, cómo me gustan estas expresiones vuestras!

   —Estoy dispuesto a hacer concesiones, Angelina. Dime qué necesitas, en qué he de cambiar, pero no me dejes, te lo ruego.

   —No tienes que cambiar nada, es solo que yo necesito mi espacio, distanciarme. Me desactivaré para ti y me retiraré a mi rico mundo interior. Y tú piénsatelo también, porque quizás necesitas una mujer que sea mejor que yo. Te lo mereces.

   ¿Espacio? ¿Distanciarse? ¿Por un tiempo? ¿Una mujer mejor que ella? ¿Me lo merezco? El pobre Bernardo comprende que no hay nada que hacer: Angelina se ha vuelto terriblemente humana.

Tea rooms

TEA ROOMS / Mujeres obreras” es la última novela que hemos leído en el club de lectura. Su autora es Luisa Carnés (1905—1964). Se publicó en 1934 por primera vez, y la editorial HOJA DE LATA la rescató del olvido en 2016. Pertenece a lo que se ha llamado “narrativa social de preguerra”. Tal ha sido el éxito de su reedición que TVE la ha adaptado para crear una serie: “La Moderna”, que, por lo poco que he visto y lo que me cuentan, nada tiene que ver en lo esencial con la novela. Aunque bienvenida sea si sirve para que el público acuda al original.

Pero no es escribir una reseña del libro lo que ahora me interesa (AQUÍ puedes encontrar una, magnífica), sino el llamar la atención sobre su título, porque me ha recordado una anécdota y la obsesión de utilizar extranjerismos, generalmente anglicismos, para resultar más glamurosos, más sofisticados, más cosmopolitas… Más gilipollas, en definitiva.

Aunque, en el caso de Luisa Carnés, no creo que fuera precisamente por esnobismo la elección de TEA ROOMS en lugar de SALONES DE TÉ, sino al contrario, para dotar de ironía a ese “glamuroso” TEA ROOMS al lado del subtítulo “Mujeres obreras”, señalando con sorna el contraste entre dos mundos muy diferentes: el de la burguesía que frecuenta el salón de té y el de la clase obrera que sirve a esa burguesía.

Y volviendo al uso tonto de los extranjerismos, he aquí la anécdota que he recordado, y que junto al libro me ha inspirado este texto. Todos conocemos la marca HORNIMAN´S de té y otras infusiones; pues bien, en España hubo una marca, también de infusiones, que por aquello de sonar como la famosa HORNIMAN’S, se llamó OLONAM´S. Si le quitas la “S” y lees de derecha a izquierda, tienes el nombre del propietario. Lo sé de buena tinta. El hombre pensó que si las llamaba INFUSIONES MANOLO, no las compraba ni GOD.

Y probablemente tenía razón.

No es…

… la edad cronológica lo que hace que el señor K se sienta viejo, ni las señales que le manda su cuerpo en decadencia, ni las pastillas que va sumando cada vez que visita al doctor, ni el llevar de la mano a sus nietos, sino el hecho de que un día, por primera vez, entra en el metro y una mujer joven le cede el asiento.

Katiuskas

En este tiempo de lluvias irregulares y de sequía, he recordado las botas Katiuskas de mi infancia. No eran las prodigiosas botas de siete leguas de los cuentos infantiles que leíamos, aquellas que nos permitían la hazaña de recorrer grandes distancias con la imaginación, veloces, incansables, junto al protagonista, sino las botas menos fantásticas pero reales que nos calzábamos en tiempos de lluvia abundante. Nos las poníamos no por los charcos, sino para los charcos, pues esa era la filosofía: meterse en los charcos y chapotear, no evitarlos. ¡Qué maravilloso juego, qué alegría con tan poco cosa! A veces ocurría que el charco ocultaba insospechadas profundidades y las botas se inundaban como barco que naufraga. Achicar el agua era fácil, bastaba con quitarte las botas y voltearlas. Lo de los calcetines no tenía arreglo. Según las circunstancias y el talante de cada cual, podías pasarte las horas con los calcetines mojados, guardártelos en los bolsillos y seguir con los pies desnudos dentro de las botas o ir a casa para cambiártelos, donde tus padres, si no se habían olvidado del niño que un día fueron, y entendían que la vida es ir de charco en charco, se dejaban de sermones y te animaban a seguir encharcándote

000

Merodeando por internet, encontré esto:

El motivo por el que las botas de agua en España se conozcan popularmente con el nombre de ‘katiuskas’ proviene de una famosa zarzuela escrita por Emilio González del Castillo y Manuel Martí Alonso y música compuesta por Pablo Sorozábal, que se estrenó en el Teatro Victoria de Barcelona el 27 de enero de 1931. Dicha obra musical llevaba como título ‘Katiuska, la mujer rusa’ y la protagonista principal aparecía en escena provista de unas botas altas de media caña, las cuales recordaban a las utilizadas comúnmente en los días de lluvia. La popularización de dicha pieza teatral hizo que rápidamente a las botas de agua se les comenzase a llamar ‘katiuskas’ debido a que muchas eran las mujeres que acudían a la zapatería y pedían ‘unas botas como las que lleva Katiuska’.

Una larga noche

  

   Le dicen al niño que tiene que irse a dormir. “A dormir”, le repiten, porque no basta con estar en la cama haciéndose el dormido. Si los Reyes se enteran de que está despierto, se marcharán sin dejarle los regalos. Y los Reyes son muy listos, con ellos no valen engaños, por algo son magos, saben cuándo un niño está fingiendo que duerme, por muy bien que imite la honda respiración de un sueño profundo, o unos cómicos ronquidos.

   No es la primera vez que el niño oye este discurso de sus padres, todos los años es lo mismo, y no entiende por qué los adultos repiten las cosas mil veces. Él nunca ha tenido dificultad para dormirse, cae rendido al rato de meterse en la cama. Ni siquiera los nervios por la llegada de los Reyes se lo han impedido. Pero hoy será distinto. No porque no pueda dormirse, sino porque no quiere dormirse. Quiere estar atento a todo cuanto pasa al otro lado de la puerta de su habitación, una vez que se acueste.

   Y es que ya son mayoría los amigos que aseguran que lo de los Reyes Magos es un cuento chino que solo los niños pequeños pueden creerse, que los Reyes son en realidad los padres. Algunos dicen que han sido sus propios padres quienes, por fin, han confirmado las sospechas que ya tenían. Otros dicen haber encontrado los regalos donde los habían escondido. El año pasado, los Reyes le trajeron al niño la bicicleta que había pedido, y piensa que es imposible esconder una bicicleta en ningún lugar de la casa. Aun así, también él empieza a sospechar. Pero no se ha atrevido a preguntarles a sus padres abiertamente: “¿sois vosotros los Reyes Magos?”, ni ha buscado los regalos por los rincones de la casa donde podrían haberlos escondido: dentro de los armarios, debajo de las camas, en la despensa…

   Pero el niño que ahora está en la cama, resistiendo a quedarse dormido, no es el niño de las Navidades pasadas. No solo porque dude de la existencia de los Reyes Magos, sino porque ahora ya no es, por decirlo de una forma gráfica, el niño de una pieza que era antes. Ahora el niño se ha desdoblado, es “dos níños”: un niño que actúa y otro que mira cómo el otro actúa, y que reflexiona. Le ha pasado en la cabalgata de esta tarde, a la que ha ido con sus padres. Otros años, se sumergía a fondo en el divertido río que formaban las carrozas, y se entusiasmaba con la lluvia de caramelos, y sus gritos se fundían con el griterío de los otros niños, pero hoy, una parte de él se ha quedado observando desde la orilla, y su sonrisa era menos franca, como si algo escapara a su comprensión. ¿Estás bien?, le preguntaron sus padres. También le ocurrió en la cena de Nochebuena, cuando la noticia de que hay niños que pasan hambre, que no reciben regalos, pasó de ser una fría información a remover y hurgar en su conciencia de niño privilegiado. O cuando el abuelo se puso a cantar, a la vez que tocaba la pandereta, ese villancico que dice “la nochebuena se viene, la nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más…” y por primera vez experimentó el angustioso paso del tiempo. Y se pregunta el niño si esto que le pasa es lo que llaman hacerse mayor.

   Después de dejarlo en la cama, también los padres se han ido a acostar. “Nadie tiene que estar despierto, o se irán”, le recordaron. Pero el niño ha tomado la firme decisión de no dormirse y estar atento a todos los sonidos de la casa. Aunque no es fácil, porque al rato de estar echado, empiezan a cerrársele los ojos. Enciende la luz de la mesilla, mira el despertador y comprueba que no ha pasado ni media hora desde que se acostó. No cree que aguante toda la noche. Se levanta y empieza a hacer ejercicio, flexiones de brazos y piernas. Cuando se ha espabilado, vuelve a acostarse, con la idea de repetir la misma rutina si ve que el sueño le vence.

   No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando oye ruidos en la casa. Sin encender la luz, se levanta de nuevo y pega la oreja a la puerta. Son pasos, pero amortiguados, pasos de pies descalzos que van y vienen, y un leve murmullo de voces que no llega a identificar. El niño contiene la respiración, agarra la manija de la puerta y empieza a girarla muy lentamente, pero de pronto, cuando apenas la puerta se ha separado de su quicio, se detiene. Le asalta un sentimiento para el que no encuentra palabras. Si las tuviera, diría que es una mezcla de angustia y tristeza, porque intuye que si abre la puerta, perderá algo que será ya imposible de recuperar.

   Han cesado los ruidos y el niño imagina de nuevo la casa a oscuras, solo encendidas las luces del belén y del árbol, intermitentes las del árbol, un corazón palpitando en la noche. El niño suelta la manija y la mira como si fuera un objeto cargado de maleficios. Se da la vuelta y se mete en la cama. Pronto se quedará dormido. Solo se levantará cuando sus padres entren en la habitación gritando arriba, dormilón, que ya llegaron los Reyes.

Un bloqueo navideño

  El señor K mueve los dedos en el aire sobre el teclado de su ordenador, como si estuviera haciendo ejercicios de calentamiento. Espera que le llegue la inspiración, pero no le llega. La página sigue en blanco. Hace horas paseaba por entre los puestos navideños de la Plaza Mayor y por las calles de la ciudad adornadas con juegos de luces. Buscaba contagiarse de la atmósfera de la Navidad, de sus imágenes, de sus olores y sabores, de sus sonidos, para luego escribir un relato que quiere presentar a un concurso literario de tema navideño. Pero nada, ahí sigue, sentado a su escritorio, con cara de alelado, y eso que adaptando a su manera la experiencia de Proust con la famosa magdalena, se ha comido un polvorón acompañado de una copita de anís, para ver si así se le abrían las compuertas de la creatividad. Ni por esas, su estreñimiento mental es severo.

   Siguiendo los consejos del maestro Poe —Edgar para los amigos—, el señor K quiere escribir a partir de un final. Es decir, tener un final claro para luego escribir un texto que le conduzca a ese final. Y sabe que los relatos con finales emotivos, de esos que encogen o ensanchan el corazón, según se mire, tienen más probabilidades de éxito. Conseguir derramamiento de lágrimas es el no va más. Así que para dar forma a sus personajes ha pensado en niños de hospicio necesitados de cariño; en indigentes que viven a la intemperie en soledades compartidas; en viejitos con demencia senil que en un destello de lucidez recuerdan las Navidades de su infancia; en padres en paro que rompen con el sagrado principio de honradez para que sus hijos no se queden sin regalos; en un relato coral donde los personajes montan un Nacimiento entre los escombros de un conflicto bélico, a luz de una hoguera… También podría hacer crítica social a propósito del consumismo que impera en estas fechas y ensalzar valores como la familia, la amistad, la solidaridad.

   Pero el señor K no quiere caer en ese sentimentalismo facilón, de cliché, y para contrarrestar la tentación de lo edulcorado, empieza a inventarse títulos que, alejándole de lo que él considera sensiblero, le lleven por caminos menos amables. Títulos como “La psicopatía de los Reyes Magos”, “El virus turronero”, “La zambomba de la discordia”… La idea es llegar a un final que no deje lugar a la esperanza, que hunda al lector en el sofá del pesimismo más absoluto.

   No obstante, el señor K reflexiona, y tampoco le convence esta opción. Él mismo está incurriendo en algo que detesta, el tremendismo. ¿Y no sería acaso la otra cara de la moneda, el reverso de la sensiblería? Por otra parte, desprecia los relatos con trama, sobre todo aquellos que se mantienen rigurosamente fieles a la regla de principio, nudo y desenlace. Es verdad que la literatura intenta poner orden en el caos de la vida, pero es que la vida es caos; el argumento es una ficción que nos montamos para darle sentido, piensa el señor K. Así que seguramente se decidirá por un relato cuya sinopsis sea difícil de realizar para el lector. Recuerda lo que Woody Allen dijo con su característico humor: “He hecho un curso de lectura rápida, he leído GUERRA Y PAZ y sé que va de Rusia”. Eso es lo que hará, escribirá un relato que cuando pregunten a los lectores ¿de qué va?, solo puedan decir “de la Navidad”, pero no porque lo hayan leído precipitadamente, como Woddy, sino porque no habrá historia, solo impresiones, ráfagas de verborrea, juegos de lenguaje, extravagantes metáforas y cosas así. En definitiva, el señor K está hecho un lío, paralizado por la indecisión. Además, ¿no está ya todo dicho, escrito? ¿No es toda la literatura un refrito, macedonia de ideas pasadas, suflé de viejos argumentos? —parece que el señor K no ha quedado satisfecho con la ingesta del polvorón—. Lo que sí tiene claro, pero muy, muy claro, es que no habrá metaficción, esa obsesión de algunos escritores por enfrascarse en la narración del mismo proceso de escritura.

   Y en estas disquisiciones está cuando de súbito le viene la inspiración. ¡Ya lo tiene! En su rostro se dibuja ese gesto beatífico que a uno se le queda tras resolver un arduo conflicto. ¿No se dice que el texto literario es un diálogo entre el escritor y el lector, que el lector tiene que colaborar en la comprensión del texto? Pues eso, enviará al concurso un relato que llevará por título LA NAVIDAD, y el contenido del relato será el blanco de la página. Que el lector sea el que diga, el que rellene el vacío según su particular sentir acerca de la Navidad. Y aunque el señor K cree que el jurado —seguramente que formado por miembros de gustos convencionales— tachará su propuesta de mamarrachada, o llevará a cabo una lectura simplona interpretando el blanco de la página como una alusión a la nieve, a una BLANCA NAVIDAD, él se siente muy satisfecho con su idea, con su grandísima capacidad de síntesis para no diciendo nada, decir todo, pues ¿no es el objetivo de todo verdadero artista realizar su obra según su propio criterio y no guiado por intereses comerciales, por muy bien que le vengan, como sería en el caso del señor K, los eurillos del premio?