El punto de vista

En unas líneas de su libro “Fiesta”, Ana Iris Simón cuenta que cree que aprendió a escribir de su padre, que aprendió a escribir por él. O si no a escribir, sí a mirar. Y a continuación describe el momento en que un ratón se coló en su clase de segundo de primaria y del alboroto que causó. Estaban dando Inglés y de pronto el ratón cruzó el aula. Todos empezaron a gritar y a saltar de la silla, incluida la profesora, que se subió a un pupitre.

Cuando llegué a casa y le conté a mi padre muy excitada y moviendo mucho las manos que se nos había colado un ratón en clase y que tenía que escribir una redacción sobre ello, él me dijo que si nosotros nos habíamos llevado un susto me imaginara el pánico que habría sentido él al ver a una veintena de humanos, incluida una profesora de Inglés, saltando de sus sillas. Entonces me subí a mi cuarto y (…) empecé a escribir la historia desde el punto de vista del roedor.

Es tarea esencial de todo aprendiz de escritor el aprender a mirar, el adoptar otros puntos de vista. Solo así podrá multiplicarse en diferentes narradores, construir personajes diversos. Y luego el lector, a través de esas creaciones, podrá vivir otras vidas, confrontar su mirada con las de los personajes que pueblan los libros, comprender motivaciones, entender otras culturas… Es la maravilla que la literatura nos proporciona, y ojalá que esta facultad de ponerse en lugar de los otros en la ficción la ejercitáramos con más frecuencia en la realidad del día a día.

Pensando en este asunto del punto de vista, he recordado un magnífico microrrelato de Miguel Saiz Álvarez:

EL GLOBO

Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño.

La sorpresa del cambio en el punto de vista transforma un hecho intrascendente, por cotidiano, en un microrrelato emotivo, pues aunque el protagonista es un objeto inanimado, al dotarlo de sentimientos, el distanciamiento y la pérdida nos producen una mayor emoción: lloramos con el globo. ¿Y no es esa distancia que se abre entre el globo y el niño una metáfora de la infancia perdida?

Pedaleando

Desde el banco donde estoy sentado veo la zona de juegos donde padres e hijos pasan parte de la mañana del sábado. Me fijo en el tobogán. La mayoría de los niños que se sube a él ha superado la primera fase, aquella en que subían ordenadamente por las escaleras y se deslizaban con precaución apoyándose en los pasamanos. Aburridos del trato convencional que le daban al tobogán, ahora experimentan nuevos usos, más creativos. Es decir, hacen el bestia de todas las formas posibles: se pelean por alcanzar las escaleras, suben de pie por la rampa, se tiran de cabeza, utilizan a otro niño de alfombra deslizante… “Os vais a hacer daño”, les advierten algunos padres mientras miran en el móvil.

Me llama la atención un niño de unos tres años. A diferencia de los otros de su edad que esperan a que la manada se desfogue o se mate para subirse ellos al tobogán, este niño se empecina en imitar a sus compañeros grandullones. Es admirable la voluntad que le pone, el esfuerzo que hace por estar a la altura de quienes sin duda son sus ídolos. Y a ellos parece gustarles la actitud del niño, pues no solo no le apartan sino que le animan en su aventura. Entonces, una de las veces en que el niño intenta bajar de rodillas por la rampa, agitando las manos como si festejara su hazaña, está a punto de darse de bruces con el suelo.

Es uno de los chavales mayores quien informa al padre del niño, también absorto en la pantalla de su móvil, de que su hijo se ha caído. El padre mira hacia el punto que el chico está señalando, picotea aún unas cuantas veces con el dedo en el móvil, se lo guarda en el bolsillo y corre en ayuda de su hijo. Lo levanta del suelo y empieza a limpiarle el polvo con más ímpetu del que es necesario. El niño no llora, parece feliz. Hasta que su padre dice: “Se acabó, ya no hay más tobogán”. Entonces el niño se pone a berrear. Quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán… El padre tira del niño para alejarlo de allí, pero el niño tiene uno de esos llantos irritantes, que taladra los oídos y que cual sirena de ambulancia nos advierte de que para él es una cuestión de supervivencia volver al tobogán. Al final, para satisfacción de todos los habitantes del parque, el padre cede: “Vale, pero tírate con cuidado”. Y el niño, que ya ha experimentado la atracción del riesgo, de la aventura, protesta con un llanto ahora entrecortado: “Con cuidado no, con cuidado no…”.

Al presenciar esta escena, he recordado el tiempo en que yo era un padre joven y tenía que lidiar con la tarea de imponer límites, de trazar líneas fronterizas entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, entre lo permitido y lo prohibido; y sobre todo, la ardua de tarea de reconocer aquellos riesgos que mis hijos deberían asumir a su edad para no ser unos niños apocados, medrosos —“con cuidado no; con cuidado no”— porque, como escribió no recuerdo quién, cuando tienes un hijo tu corazón caminará ya siempre fuera de tu cuerpo. Caminará por el estrecho filo que separa el miedo de la ilusión, y querrás que todo sea seguridad, certeza, pero sabes que es imposible, que eso no es la vida, que la gráfica que dibuja el corazón vivo en la pantalla es la del pálpito, la de la emoción, y no la línea recta de la muerte.

Y así, pensando en la difícil tarea de educar, me ha venido a la memoria el día en que mi padre me enseñó a montar en bicicleta. Aunque ese recuerdo viene coloreado por las palabras de mi madre, pues era ella quien siempre, en las reuniones familiares, nos contaba la anécdota para burlarse de mi padre, quien como todos los hombres, según mi madre, carecía de intuición y sentido común y sometía, don Perfecto, la realidad al cansino escrutinio de la lógica, de su lógica, claro. Porque ese día mi padre iba detrás de mí, soltando y agarrando mi sillín mientras yo me esforzaba en mantener el equilibrio a la vez que pedaleaba, sin mucho éxito, cuando de pronto él —siempre según mi madre— empezó a resoplar y a dar saltitos como un histérico gorrión, gritándome: “Si es que no tienes en cuenta el centro de gravedad, el centro de gravedad…, y así es imposible”.

¿Centro de gravedad? ¿A un niño de seis años? ¿Eres Newton? Mi madre se partía de la risa cada vez que lo contaba. E imagino a mi padre detrás de mí, su cara congestionada por efecto de la carrera, y su corazón fuera de su cuerpo, junto al mío, con miedo de que me estrellara, y aunque mi madre tenía buenos motivos para reírse de mi padre, de su cómica instrucción para que no me estampara con la bici, yo me pregunto qué padre no se ha sentido ridículo alguna vez instruyendo o educando a sus hijos, reconociendo al instante la estupidez de la respuesta o de la explicación que acaba de ofrecer; y qué padre no desearía saber a ciencia cierta dónde está ese centro de gravedad que ayude a los hijos mantenerse en equilibrio y pedaleando por la vida, subiendo y bajando toboganes, atravesando fronteras.

Interferencias

La cinta VHS contiene el reportaje de nuestra boda. Nos gusta ponerla y echarnos unas risas. Pero hoy, de golpe, hemos dejado de reír: en la grabación aparece la abuela Jacinta, que no asistió a la boda porque murió un año antes. Y nos preguntamos cómo es posible que la veamos ahora comiéndose unos langostinos, sentada a una mesa, entre el tío Paco y la prima Merceditas. Cómo es posible que se ponga a gritar “¡Vivan los novios! ¡Que se besen!” y que nosotros, obedientes, nos besemos. Cómo es posible que un tipo la saque a bailar, se marquen un vals trotón y descubramos, al enfocarles la cámara de cerca, que el sujeto es el mismísimo Iker Jiménez que, dirigiéndose a la cámara, dice con la voz de Félix Rodríguez de la Fuente: “Amigos, entre el más allá y el más acá, donde anida el estornino, no hay fronteras”

El roscón

Era Navidad y yo debía de tener unos doce años. No recuerdo qué estaba haciendo en ese momento, seguramente que zascandileando por la casa, en vacaciones, junto a mi madre y con la música de fondo de los villancicos que tanto le gustaban, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y allí estaba Mariluz, mi vecina de al lado, más o menos de mi edad pero mucho más desarrollada—mi madre no dejaba de repetírmelo, como si me estuviera advirtiendo de algo—, pelo negro muy brillante, ojos verdes, piel blanquísima. Muy tiesa y muy seria sujetaba una gran caja sobre sus manos extendidas. A través de la ventana abierta en la tapa pude ver que dentro había un roscón. “Me lo ha dado mi madre para vosotros”, dijo Mariluz, con una mueca que más bien parecía el resultado de ofrecernos una mierda en lugar de un roscón. Se dio media vuelta y se fue. Era evidente que Mariluz había venido a casa obligada por su madre, que la tarea que le había encomendado le desagradaba hasta tal punto que era incapaz de fingir.

A Mariluz yo la amaba y la odiaba a partes iguales. Quizá la odiaba porque la amaba, porque me quedaba sin palabras cada vez que ocasionalmente se dirigía a mí, porque me cosquilleaba el estómago con solo verla, y la sensación de sacarme de mis casillas me ponía muy nervioso, y eso estaba bien y estaba mal, un lío para mi cabeza de doce años.

A mi madre le extrañó tanto como a mí que la vecina nos regalara un roscón, pues la relación entre ellas dos no era nada buena, sobre todo después del incidente con la pelota. La madre de Mariluz se pasaba el día discutiendo con su hija, insultándola “inútil, egoísta, desobediente…”, los gritos nos llegaban a través de las paredes, era muy molesto, y para una vez que a mí, en un descuido de mi madre, se me ocurre jugar en casa con una pelota que me habían regalado, chutando contra una portería imaginaria en la pared que separaba nuestro salón del de Mariluz, solo unos minutos chutando, la madre de Mariluz se presentó en nuestra casa —“como una energúmena”, diría mi madre— para quejarse y gritarnos que no teníamos educación, que a ver si pensábamos en los demás vecinos, que al fútbol se jugaba en la calle, no en las casas. Desde aquel día, mi madre y la de Mariluz apenas se hablaban: hola y adiós, sin mirarse, altivas las barbillas de las dos cuando se encontraban en la calle o en las escaleras.

“Es Navidad, será que quiere hacer las paces”, dijo mi madre, y quiso la casualidad que en ese momento sonara  “Noche de paz, noche de amor, ha nacido el niño Dios” para refrendar sus palabras. Aun así, se quedó contemplando el roscón con un gesto que se parecía mucho al de Mariluz al ofrecérmelo. Supongo que no le apetecía firmar la paz con la vecina, que prefería seguir con esos saludos de rutina que no la comprometían, sin llegar a ninguna clase de intimidad con aquella mujer tan gritona y desesperante, si bien dijo que se pasaría a darle las gracias y que la invitaría a tomar café con roscón en nuestra casa, porque teníamos que saber perdonar. Pero, cuando terminó de hablar, yo ya había cortado un trozo del roscón, me lo había llevado a la boca y mis dientes se topaban con algo duro, que resultó ser un haba, ¡EL HABA!, envuelta en celofán. “¡Qué prisas! ¿No te podías esperar? Ahora te tocará pagar el roscón”, me informó mi madre, dándome una cariñosa colleja. “¿Sabes que de ahí viene lo de “tontolaba”? Al que le toca el haba es el tontolaba. Hoy eres tú el tontolaba. Tendrás que abrir tu queridísima hucha”. Y justo en ese momento, volvieron a llamar a la puerta. “Anda, ve a abrir, que será Mariluz otra vez; se ha enterado de que te ha tocado el haba y viene a que pagues”, a mi madre le divertía mucho reírse de mí, yo creía que era lo que más le divertía del mundo.

Y mientras ahora sonaba “Hacia Belén va una burra, rin, rin…”, yo iba a abrir la puerta diciéndome que ojalá fuera Mariluz quien llamaba, aunque esta vez no me quedaría callado, ya se me ocurriría algo que decirle, algo que la dejara impresionada; porque a menudo yo soñaba despierto, y en ese sueño entraba en la casa de Mariluz y me enfrentaba a su madre para rescatarla de sus garras, disfrazado de héroe con cualquiera de los múltiples trajes que mi imaginación coleccionaba. Y la broma de mi madre se hizo realidad y era otra vez Mariluz, pero una Mariluz muy distinta de la otra, de la Mariluz hierática que había venido a regalarnos el roscón. Esta Mariluz se movía inquieta, como si tuviera picores por todo el cuerpo, la mano derecha estrujando la izquierda, el rubor coloreando la blanca piel de sus mejillas. Y digo yo que serían esas señales de debilidad en Mariluz las que me envalentonaron, y ya estaba dispuesto a hablar, a decirle que ella no era ninguna inútil, ni desobediente, ni egoísta, cuando Mariluz, dejando mi discurso atascado al borde de los labios, me devolvió a una realidad para la que no estaba preparado: “Que dice mi madre que el roscón no era para vosotros, que es para los vecinos del B; me he equivocado”. Y entonces, aún con un trozo de fruta escarchada entre los dientes, imaginé que al haba, aprisionada en mi mano, le crecían dos ojitos y unos enormes labios y me decía, allí mismo, delante de la frágil y tierna Mariluz, “tontolaba, tontolaba, que eres un tontolaba…”, ahora Mariluz y yo, rojos los dos, unidos por la vergüenza.

Cena de Reyes

Es Navidad y un artístico techo de luces se extiende a lo largo de la calle Mayor, por donde ahora camina Aurora, que para sus ochenta años se mueve con paso ágil entre el gentío, con la ayuda de su bastón. Las tiendas están a rebosar y por sus puertas entra y sale gente en un continuo fluir. Pero Aurora pasa de largo. Esta noche será la noche de Reyes, y siempre que se aproxima esta fecha siente una profunda congoja que le anuda el pecho, una nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue, porque a ella los Reyes nunca le trajeron lo que pedía en las cartas. Siempre era material escolar y ropa lo que encontraba junto a los zapatos, y alguna escuálida muñeca de trapo que distaba mucho de la maravillosa muñeca que cada Navidad describía en la carta con su letra menuda. Y este año, desde hace meses, aquella niña que Aurora fue en otro tiempo viene a visitarla con frecuencia, y la envenena con el recuerdo.

Aurora deja la calle Mayor y entra en una callejuela que parece pertenecer a un mundo muy distinto, alejado de las luces navideñas, sombrío, habitado por mendigos que, desperdigados por las aceras, parecen los desechos que el río de la calle Mayor ha ido arrumbando. Aurora los observa con atención. Finalmente se detiene delante de uno. Puede valer, se dice. El hombre está tendido a la puerta de un local abandonado, su cabeza asoma por el borde del cartón que lo cubre. Tiene la mirada perdida, absorto en vete a saber qué. Aurora da dos golpes en el cartón con su bastón, TOC TOC, y el hombre sale de su ensimismamiento, asustado, aunque se relaja cuando comprueba que es una anciana quien está delante de él y no uno de esos tipos que se divierten agrediéndolo. Aurora le dice que no debería pasar solo el día de Reyes, a la intemperie, y lo invita a cenar a su casa. Al mendigo no le sorprende el ofrecimiento, y menos en estas fechas. No es la primera vez que le pasa. Suelen ser mujeres ya mayores que ofrecen afecto y compasión cuando en realidad son ellas las que los necesitan. La soledad las vuelve temerarias y superan el miedo de acoger a un extraño.

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La casa de Aurora también luce con adornos navideños, y hay un pequeño belén en el salón, encima de una cómoda. En el centro ya está la mesa puesta, rectangular, con mantel y servilletas de hilo, y una vajilla que al mendigo le parece de las reservadas para ocasiones especiales.

—Vaya al cuarto de baño, al final de ese pasillo —le indica Aurora—. Podrá ducharse. Deje su ropa en la cesta de la ropa sucia, la meteré en la lavadora después de cenar. Verá que le he dejado una muda, era de mi difunto marido. Luego vístase con el traje de Rey Mago que cuelga de una percha.

El mendigo parece dudar. ¿Ha perdido el juicio la mujer? ¿Y ese tono imperativo? Por otra parte, le apetece tanto darse una ducha y ponerse ropa limpia. Y aunque es una petición extraña, ¿qué hay de malo en vestirse de Rey Mago? ¿No se vistió de ridícula hamburguesa para un Burger? Y si consigue contentar a la vieja, seguro que puede sacarle unos buenos euros.

—Se lo ruego, póngase el traje, me haría muy feliz —las palabras de Aurora terminan por convencerlo.

Cuando pasados veinte minutos reaparece el mendigo, vestido de Rey Mago, con la barba blanca y la melena limpias, y sin la capa de mugre que cubría su cara, ya no parece un mendigo. Aunque tampoco parece un rey. Por el corte del traje y las burdas imitaciones del terciopelo rojo y del armiño, es evidente que Aurora lo compró en uno de los bazares chinos que abundan en la ciudad.

—Está usted perfecto, Gaspar —dice Aurora, dando palmas—. Ahora siéntese a cenar. Voy a por la sopa. Pero antes…

Aurora se acerca a la cómoda, abre un cajón y saca una corona dorada de cartulina y un sobre.

—Póngase la corona y guárdese la carta.

El mendigo obedece sin rechistar, y hasta le parece bonito el nombre que le ha adjudicado la vieja: Gaspar. Suena bien. Hace tiempo que el suyo ya no le dice nada, pertenece a otra vida. La corona le queda un poco grande, pero no llega a taparle los ojos.

—Mucho mejor —dice Aurora, y se marcha a la cocina.

Alrededor de la mesa hay cuatro sillas, una en cada lado, con apoyabrazos y alto respaldo. Sentado en una de ellas, el mendigo parece uno de esos Reyes Magos de los centros comerciales, a la espera de que acudan los niños. Pero es Aurora quien vuelve, con la sopera. Cuando le quita la tapa, el vapor forma volutas en el aire y el mendigo cierra los ojos mientras aspira por la nariz.

—Ummm, ¡qué bien huele!

—Mejor sabe —dice Aurora, cogiendo el cucharón para llenar el plato del hombre.

—¿Usted no se sirve?

—No, Gaspar, ya tomé esta mañana. Pasaré directamente al segundo plato: cordero.

El mendigo empieza a comer, y mientras come no deja de hacer gestos de aprobación. Realmente le está gustando. Aurora, que se ha sentado al otro lado de la mesa, lo observa complacida. Sus ojos son ahora los de una niña entusiasmada, y su boca, por mimetismo, se va abriendo al ritmo de la del Rey Mago, como si estuviera dando de comer a un bebé. Y parece que el Rey va a alcanzar el éxtasis con cada cucharada, cuando una mueca de dolor se dibuja en su cara, que empieza a enrojecer, las manos aferrándose al cuello como si pretendiera ahogarse a sí mismo, los ojos desorbitados y suplicantes. El final llega pronto: la cabeza vencida sobre el pecho, el cuerpo derrengado en la silla, la corona torcida a punto de caérsele. Y Aurora que sigue mirándolo, sin dejar de sonreír.

La pequeña viajera

La pequeña viajera viene en camino.

Allá en la distancia, en el inicio, fue algo minúsculo pero ya con el mensaje de la vida.

Entre la neblina de las ecografías, la vemos avanzar lentamente, agrandarse en el espacio milagroso que la cobija y la alimenta.

Es un fruto madurando, y sus padres nos envían dibujos que ilustran su tamaño en progresión, semana a semana: como una fresa, como un melocotón, como un aguacate… Hasta que dejemos atrás la frutería y sea solo, ¡¿solo?!, una niña con el tamaño de una niña. Eso sí, para comérsela.

Pero antes fue solo el SER, la indefinición, el no saber aún qué nombre ponerle, hasta que un día se liberó del pudor y nos mostró su cuerpo entero y fue definitivamente Leyre.

Tan pequeña, tan escondida ¡y lo que ya ocupa!, en los pensamientos, en las conversaciones, en los rincones de las casas por donde la imaginamos gatear, caminar, crecer…, en los escaparates (mira ese vestidito y esos patucos y esa cuna y…), en los sueños.

Ya la acariciamos y le damos besos a través de la frontera que es la piel tersa de su madre, anticipo de los que vendrán cuando abandone el cálido recinto que la ampara y salga/entre al barullo de la familia, del mundo, respirando sola, su primera independencia.

Montando el belén

Lo que pasó es que ayer estuvimos toda la tarde montando el belén, papá, mamá y yo, porque les había dicho que este año además del árbol quería un belén y los muy listos pensaron enviarme a casa de los abuelos para montarlo a escondidas y darme una sorpresa, pero oí cómo lo planeaban y les dije que yo quería estar con ellos porque no hacen más que discutir y discutir y a lo mejor estando yo pues no discutían tanto y se dedicaban solo al belén, y yo tenía razón porque se portaron bien y se rieron y se gastaron bromas como hacían antes cuando no discutían, y cuando terminamos el belén me dejaron solo y estuve mirándolo un buen rato, las luces, el río con el agua que corría porque le habían puesto un motorcito, el Portal con el Niño y sus padres, el castillo de Herodes, las montañas de corcho…, y moví un poco los Reyes porque es lo que hay que hacer cada día hasta que el día de Reyes lleguen al Portal, y al principio no estuvo mal pero mirar el belén sin hacer nada es muy aburrido y fui a por mis muñecos y juguetes y los metí dentro para que interactuaran con las figuritas del belén, que eso de interactuar lo he aprendido de mi seño de Sociales que se pasa el día diciéndonos tenéis que interactuar entre vosotros tenéis que interactuar y menos pantallita, y es lo que hice porque es más divertido interactuar que solo mirar las figuritas del belén porque Spiderman y el ángel de la Anunciación se hicieron colegas uno con sus súperhilos y el otro con sus alas y qué pasada Buzz Lightyear encima de un camello gritando eso de hasta el infinito y más allá, y también metí policías y bomberos con sus coches porque fuegos y delincuentes los hay en todos lados y también molaban el tiranosaurio y al triceratops con esas caras que dan miedo asustando a los pastores, y metí muchos más todos mezclados con las figuritas del belén y me lo estaba pasando genial cuando papá que seguro que estaba espiándome me grita vaya cachondeo de belén, es una falta de respeto a la tradición, ya estás sacando de ahí a todos eso muñecajos, y mamá que estaba detrás de él le dijo deja al chico que es muy creativo lo que está haciendo, viva la diversidad, viva la solidaridad, viva el compromiso y la fidelidad, y es que cuando mamá se lanza no hay quien la pare y habla así de raro aunque yo me sé esas palabras de tanto como las repite, y papá dijo qué leches de solidaridad si los pokemon se pegan con los romanos y el gato Doraemon acosa a las ovejas, y mamá con esa risita que parece de mentira respondió ay no te preocupes que san José hará de mediador y pondrá la paz, y yo sé lo que es un mediador porque en el cole hay un equipo de alumnos mediadores pero no sé a qué venía esa tontería de mamá, y luego por la noche no me podía dormir porque no quería que mis padres discutieran por mi culpa pero entonces se me ocurrió un plan y ya sí me dormí, y a la mañana siguiente nada más levantarme fui al belén, y es que como el río estaba justo en medio igualito que la línea que divide en dos un campo de fútbol puse a todos mis muñecos en el lado izquierdo donde estaba el castillo de Herodes, y el lado derecho donde estaba el Portal lo dejé con las figuritas del belén, y el lado izquierdo quedó como el metro a primera hora de la mañana cuando mamá me lleva al cole y es lo que se llama densidad de población, que también me lo ha enseñado mi seño de Sociales, y papá y mamá se pusieron contentos cuando vieron mi invento y mucho más contentos cuando les dije que los habitantes de la izquierda solo podrían entrar al territorio de la derecha si iban en fila india y después de jurar que solo pasaban para adorar al Niño, y entonces pensé que ya iban a dejar de discutir pero mamá dijo qué listo es este chico que está aprendiendo a resolver conflictos, no como otro que yo me sé, y papá respondió qué conflictos ni qué conflictos este niño va a terminar con la cabeza dividida hecha un lío porque le estás maleducando, y mamá dijo que mucho mejor tener la cabeza dividida que como una piedra y eres tú quien le está maleducando que menudo ejemplo que eres, y así siguieron y a mí me da mucha rabia que discutan como si yo no estuviera delante o fuera sordo porque es como si no existiera, y entonces tuve un ataque de nervios o algo así y empecé a darle manotazos al belén, venga manotazos y manotazos como un gato enfadado, y cuando paré me di cuenta de que la había liado parda como dice el abuelo Matías pero papá y mamá no me dijeron nada y se quedaron un buen rato mirando el belén con los ojos muy abiertos y papa dijo joder parece un campo después de la batalla y se rieron los dos como si también a ellos les hubiera dado un ataque y papá cogió luego la mano de mamá y dijo ¿crees que merece la pena intentarlo de nuevo? y mamá dijo sí lo creo, y eso es lo que pasó y digo yo que a mis padres no hay quien los entienda pero lo bueno es que vamos a montar el belén otra vez y mis muñecos podrán hacer lo que les dé la gana.

Agnus Dei qui tollis peccata mundi

En la Catedral de Burgos

Al beato le dolían los riñones. Eran la otra parte más sufrida de su anatomía, por el trajín nocturno que se traía su cuerpo en lujuriosa sintonía con el de sor Pasión, monja del convento aledaño, y por las vehementes genuflexiones que provocaban sus remordimientos matutinos. Y llegó a ser tal el agotamiento físico y mental, que decidió confesarse con su abad. Le habló de la turbadora fisonomía de sor Pasión, que el holgado y austero hábito no solo no conseguía ocultar, sino que la realzaba por el contraste entre la fealdad de la vestimenta y lo que él primero intuyó y luego conoció debajo de ella. “Ego te absolvo”, dijo el abad tras escucharlo con lasciva atención. “¿Y la penitencia?”, preguntó el beato. Y el abad, con la boca hecha agua, dictó penitencia: “Esta noche, la sor y tú vendréis a mi celda e invocaremos a la Santísima Trinidad”.

Cataratas

Tuve un sueño. Un ciego caminaba sin bastón y sin perro lazarillo, con tanta decisión que no parecía un ciego. Se contaba que unos monjes tibetanos le habían enseñado a descifrar el mundo con los otros sentidos, y que por eso, aunque su ceguera era absoluta, no necesitaba de ninguna ayuda, que ya solo con el olfato y el oído era capaz de dibujar en su mente los contornos de lo que encontraba a su paso, la geometría y el movimiento de la ciudad. Era un prodigio este ciego que por el olor adivinaba el color de las flores: huele a amarillo, huele a azul, huele a rojo de rosa recién cortada… Pero todos le teníamos miedo y evitábamos encontrarnos con él, porque si tus ojos se enfrentaban a los suyos, dos esferas blancas y gelatinosas, como dos planetas inhóspitos, podía penetrar hasta los lugares más oscuros de tu alma.

Recordé este sueño cuando fui a la consulta del oftalmólogo que me iba a operar de cataratas. Me informó de que ya con una lente monofocal podría recuperar los colores perdidos, porque con las cataratas, aunque yo no sea consciente, todos los colores amarillean como las fotos con el paso del tiempo. Que el mundo se me iba a volver más luminoso después de la operación. Y que si la lente era multifocal podría prescindir de las gafas.

—Y luego están… —aquí el oftalmólogo hizo una pausa efectista— las lentes Vision Plus New Generation (VPNG). Eso sí, permítame la broma, valen un ojo de la cara. Y, previamente, tendrá usted que pasar un exhaustivo examen psicológico para comprobar si es digno de llevarlas, pues, como ocurre con todo poder, conlleva una gran responsabilidad el uso que usted vaya a darles.

—¿Y qué prestaciones tienen esas lentes para que yo tenga que asumir tamaña responsabilidad? —¡prestaciones!; cuando estoy nervioso me salen palabras de comercial de electrodomésticos.

—Con ellas… —de nuevo pausa dramática—, usted podrá ver (es un decir) los más íntimos pensamientos de las personas a las que mire: sus deseos ocultos, sus traumas… Hasta lo que piensan de usted podrá ver.

—¡Que bromista! —le digo.

El oftalmólogo no responde. Pasan los segundos. El silencio es opresivo, y me mira como si él mismo llevara unas de esas lentes e intentara llegar al fondo de mi mente. Entonces es cuando recuerdo el sueño del ciego vidente, y sin despedirme, salgo corriendo de la consulta, pues no quiero que por equivocación me instalen—sigo en modo comercial— unas de esas terroríficas lentes VPNG.

La cueva y su punto de vista

La cueva habla y se queja. No de la oscuridad en la que vive, ni de que los modernos cromañones la penetren para pintar sus paredes con dibujos obscenos y mensajes de autoafirmación del tipo “aquí cagué yo”, o para follar a resguardo de la intemperie y practicar la brujería en aquelarres de risa, o para colocarse en esas entrañas suyas que, junto al fuego, predisponen a la alucinación. No se queja de las botellas, latas, preservativos y demás desperdicios que van dejando. Todo eso forma parte de lo que su naturaleza de acogedor seno materno inspira. De lo que se queja es del proyecto del ayuntamiento para transformarla en moderna vivienda. Ya se ve enladrillada, alicatada, recorrida por tuberías y cables, habitada por inodoros de Porcelanosa y muebles de Ikea, aniquilado su verdadero espíritu salvaje, y ahora su boca se retuerce en un estremecedor lamento de animal herido.