El sueño del escritor

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Relato que obtuvo el segundo puesto en el «II PREMIO DE PLAGIO CREATIVO» de la Escuela de Escritores

 

Por los campos de La Mancha cabalgan don Quijote y Sancho, enhiesto y solemne cual ciprés el caballero sobre el escuálido Rocinante, y a su lado el escudero, al trote de un burro sin nombre, mirando de soslayo a su señor, no muy convencido de las promesas de ínsulas y reinos que éste le hiciera.

―Dígame, vuestra merced, ¿qué es ese ruido que se oye, como de gorrino? –pregunta Sancho.

―Cuida tus palabras, majadero. Es don Miguel, que duerme como un bendito ― responde don Quijote ―Y déjalo estar, que cuanto más profundo duerme, mejor ha de soñarnos.

―Perdonadme, mi señor, pero fue esta mañana cuando me nombrasteis escudero y todavía no entiendo yo el lenguaje de los caballeros andantes. ¿Qué queréis decir?―pregunta Sancho.

Y don Quijote, después de dar un largo suspiro, responde:

―De los infinitos libros que sobre caballería he leído, jamás escudero alguno habló tanto con su señor, porque es virtud de escuderos la de obedecer y no preguntar. Pero es bien cierto que no me desagrada tu curiosidad, así te diré que don Miguel escribe por el día lo que por las noches sueña. Nosotros somos creaturas suyas, y ya son tres las jornadas que lleva soñándome a mí, y si hoy te ha soñado a ti es porque yo se lo he pedido, pues en poco aprecio habrían de tenerme los libros de historia si cabalgara yo sin escudero.

Sancho cierra los ojos, como si intentara dar forma en su magín a las palabras de su amo. Luego los abre y pregunta:

―Entonces, ¿desapareceremos para siempre si deja de soñarnos?

―Algún día habrá de ocurrir ―responde don Quijote―, porque nada es eterno, pero es don Miguel un enfermo de poesía, enfermedad incurable y pegadiza, bien lo sé yo, y eso que dices no sucederá antes de que haya escrito los pormenores de nuestras aventuras. Y cuando ponga el punto final a su obra, el mundo entero hablará de don Quijote y su fiel escudero Sancho, y seremos leyenda para las sucesivas generaciones.

―¿Cómo estáis tan seguro de esto que decís? ¿Es acaso don Miguel un escritor de fama al que todos leen?

―Seguro no estoy, pero no he de pensar de otra manera dado el talante idealista y fantasioso con que don Miguel me sueña, que es así como habré de pasar a la posteridad, al igual que tú, Sancho, serás paradigma de hombre práctico y realista. Aunque no sería extraño que de esta convivencia nuestra salga yo algo Sancho y tú algo Quijote,  inseparables los dos ya para siempre.

Sancho hace que su rucio se pare.

―En mi corta existencia vivía yo tranquilo con mujer e hijos, ¿no sería mejor que desanduviera el camino para volver a mi humilde pero seguro hogar?

También don Quijote hace parar a Rocinante tirando de las bridas.

 ―Ay, Sancho, sólo los débiles buscan la seguridad de lo conocido. Los caballeros andantes y sus escuderos marchan a la aventura, allá adonde les lleven los sueños.

         Y en diciendo esto, don Quijote espolea a su flaco rocín mientras Sancho, rumiando las palabras de su señor, se rasca el cogote y azota a su jamelgo, que trota de nuevo al lado de Rocinante. Y así cabalgan en el silencio de la tarde, mientras las sombras de sus extravagantes figuras se alargan en el suelo,  hasta que oyen el rugido del viento, como si de pronto se hubiera levantado un vendaval, y tiembla Sancho sobre su jumento. Quizá piensa que detrás de la loma a la que se acercan aparecerán otros molinos, y su señor habrá de tomarlos de nuevo por gigantes y arremeterá contra ellos y acabara molido y quebrantado. Pero no son molinos lo que encuentran sino una costa de imposibles acantilados frente a un mar embravecido.

Sancho se lleva las manos a la cabeza y abre mucho los ojos, como si hubiera visto un fantasma.

―Oh, mi señor, será otra vez el sabio Frestón, el que robó a vuestra merced aposento y libros, el que convirtió a los gigantes en molinos, que ahora y en venganza ha traído el mar a los campos de la Mancha.

―Esto que ves, Sancho, no es magia del sabio Frestón. Don Miguel luchó contra los turcos en la batalla de Lepanto, quedando lisiado para siempre de su brazo izquierdo,  y luego, la galera en que viajaba fue apresada y él conducido a Argel donde estuvo durante cinco años cautivo. No te extrañe, pues, que de trecho en trecho nos encontremos, entreveradas con nuestras aventuras,  imágenes de su desdichada vida: barcos varados en mitad de los campos con las velas desplegadas e infladas por el viento, o el sonido de un lamento que no sabremos de dónde viene o el paisaje que de pronto se cubre de una tenue neblina que nos calará hasta los huesos. Es don Miguel, que llora entre sueños la falta de libertad de aquellos tiempos.

Al oír las palabras de su amo, comienza Sancho a llorar con la mayor ternura.

― Y es de esos años de esclavitud ―continúa don Quijote― de donde le viene ese ansia de libertad que a mí me infunde, como el don más preciado que el hombre ha de tener junto con la honra. Y así me veo yo conminado por mi conciencia a desfacer entuertos, liberar a los cautivos y socorrer a los menesterosos.

         Sancho se acomoda sobre su jumento y, para mitigar la congoja que le acomete sin tregua, saca de las alforjas una hogaza de pan y un pedazo de tocino y empieza a comer, y así cabalga detrás de su amo, muy despacio, menudeando tragos de la bota de vino que también saca de las alforjas.

―Come cuanto quieras, Sancho, que a mí todavía no se me hace menester―le dice don Quijote.

         Y entre sollozos, Sancho sigue comiendo y bebiendo, y de vez en vez mira el severo y desquiciado perfil de su amo, que se recorta sobre el cielo de la tarde que va entrando, y se dice entre sí:

―Sin duda mi amo tiene la peor figura que jamás haya yo visto, tan mala que habría de llamarse el Caballero de la Triste Figura.

         Y no bien ha dicho esto Sancho, cuando don Quijote, como si quisiera contrariar los pensamientos de su escudero, se afianza en los estribos y se yergue sobre su rocín, y tiembla la hojalata de su armadura, y hasta Rocinante parece notar su excitación, pues lanza un relincho débil pero prolongado que más parece una asnal declaración de amor.

―¡Oh Sancho amigo! Quiere el destino que pronto vaya a encontrarme con mi amada, la sin par Dulcinea del Toboso, la más bella entre la bellas, la emperatriz de La Mancha, pues aquello que ves en el horizonte es el castillo donde ella habita.

―Mire, mi señor, que no es castillo sino posada, y de mala muerte.

―Ah, Sancho, no seas como la fementida canalla y disponte a alabar su gentileza y donaire, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de su hermosura.

Sancho empieza a restregarse los ojos con ambas manos

―No sé, mi señor, si es ese sol del que me habláis o el efecto del vino, pero lo cierto es que os veo borroso y todo parece darme vueltas.

―Maldición, Sancho, no es el vino. Yo no he bebido y también te veo como entre brumas. Sucede que ya estará cantando el gallo, y Don Miguel habrá empezado a despertarse, y con su despertar se desvanecerá el sueño y nosotros con él, justo ahora que iba a encontrarme con Dulcinea.

―Pero ¿cómo va a cantar el gallo, cómo va a despertarse don Miguel, si está anocheciendo?―abre los brazos Sancho, como si clamara al cielo.

―Ay, Sancho, ¡qué corto de entendederas eres para lo sublime! – dice don Quijote llevándose un dedo a la cabeza―. En el sueño que vivimos es de noche, pero en el lugar donde se nos sueña ha empezado a amanecer. Muy pronto desapareceremos y…

―¿Dónde estáis, mi señor, que ya no os veo? ―le interrumpe Sancho―. Sólo oigo vuestra voz, que se apaga

―Y al punto ni eso oirás, Sancho ―dice don Quijote con un hilo de voz―, pero ten fe, que seguro que a la noche, cuando Don Miguel vuelva a dormir, volveremos tú y yo a encontrarnos.

         Y todo se cubre de oscuridad y silencio,  al tiempo que Don Miguel abre los ojos, se despereza sobre el lecho y mira el amanecer a través de la ventana. Mas luego se levanta, y antes de que su sueño se pierda en el olvido, coge pluma y papel y comienza a escribir: “La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, armado ya caballero, y determinó volver a su casa y acomodarse de todo, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería, hombre de bien pero de muy poca sal en la mollera”.

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