Nadie creía que fuera una lagartija la que se colara en el sueño del famoso escritor. Pero es lo que él mismo me contó. Una lagartija que atravesando los paisajes de su memoria llegaba hasta el niño que fue, y recorría sus piernas percudidas y llenas de cicatrices, y se demoraba en la palma de la mano, ya domesticada por la comprensión del niño, sin palabras, solo las miradas que se cruzan inocentes, aún sin los resabios del mundo. Y luego el escritor despierta y la lagartija de la nostalgia sigue allí, sobre la almohada, dictándole al oído un relato infantil, pero el escritor, adulto y grandilocuente, con ese afán de trascender lo cotidiano, somete a la lagartija a una metamorfosis insólita y escribe en la máquina que aguarda sobre el escritorio el microrrelato que le dará mayor fama: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
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La otra vida
Fue en uno de sus paseos matutinos en busca de inspiración cuando Baldinni, el famoso escultor, tuvo su idea más peregrina. Ocurrió cuando desde una de las casas que flanqueaban el camino le llegó la frase de una melodía que entró en su cerebro dejando un eco difícil de apagar. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, decía la canción.
Baldinni siguió andando pero ya no pudo quitarse de la cabeza ese soniquete. “Añorar lo que nunca jamás sucedió”, se iba repitiendo hasta que de pronto supo cuál sería su siguiente obra: el vacío, que no había que confundir con la nada, porque sería un vacío cargado de energía y, por tanto, de posibilidades. Un cuadrado de dos metros de lado dibujado en el suelo, con el perímetro pintado de blanco, señalaría el lugar donde se hallaría el estimulante espacio. Y un rótulo: LA OTRA VIDA.
En opinión de Baldinni, aquella escultura inmaterial —una no escultura— sería la más democrática jamás creada, pues el artista no ofrecía una determinada visión del mundo, la suya, sino que cada espectador proyectaría en aquel concentrado vacío todos sus sueños y anhelos, sus deseos más ocultos. Esa era la arriesgada consigna que Baldinni iba a proponer. Arriesgada porque sabía del sufrimiento que podría generar enfrentarse a los sueños incumplidos. Pero confiaba en el poder regenerador de la experiencia, sanador. Además, ¿no era misión del arte despertar emociones, agitar las almas, remover las conciencias, y no el simple goce estético?
Semanas antes de la inauguración, todo el mundillo artístico ya conocía los planes de Baldinni. Y se alzaron voces muy críticas que calificaban de patochada la iniciativa, de tomadura de pelo, realmente un timo para llenar ese otro vacío que era la cuenta bancaria del escultor en sus años de declive. Y se escribieron sesudos artículos que hablaban de la decadencia del arte y de los valores de la civilización. Aunque la mayoría confiaba en que las mentes no contaminadas por la basura conceptual vieran la verdad: “la desnudez del emperador”.
Se equivocaron. Lo racional sucumbió ante lo emocional y la inauguración fue un éxito. Y en los días siguientes se formaron colas interminables para entrar en el recinto donde se “exhibía” la obra de Baldinni. Yo estuve en una de esas colas, esperando más de tres horas para asomarme al vacío y llenarlo de lo que nunca jamás me sucedió, de mi vida imaginada, aquella que no pudo ser o no tuve el valor de vivir: la biografía de lo no vivido.
Cuentecito del niñito y la hormiguita
La hormiga se ve perdida, lejos de la fila que forman sus compañeras en su viaje al hormiguero. De rodillas en el suelo, un niño la observa. Entre las hormigas, el niño es famoso por su crueldad: las pisotea, destroza los hormigueros con un palito, orina sobre ellos… Es lo que cuentan las que logran sobrevivir. La hormiga junta sus patitas delanteras e implora al dios de las hormigas. Es una oración que solo ella conoce. Entonces el niño, milagrosamente, desciende con su dedo-nave y emitiendo un ruido que recuerda al de los helicópteros, tuc tuc tuc, la rescata y, antes de marcharse, la devuelve al camino que la llevará a casa, con los suyos.
Cuando la hormiga despierta, el niño está allí.
Días de confinamiento I: animalario
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Dormido, me distrae un sueño cualquiera y de pronto sé que es un sueño. Suelo pensar entonces: Éste es un sueño, una pura invención de mi voluntad, y ya que tengo un ilimitado poder, voy a causar un tigre. ¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera.
Jorge Luis Borges
A las pocas semanas de iniciarse el confinamiento decretado por las autoridades para frenar el avance del virus, los animales empezaron a invadir las calles libres de personas para reclamar los espacios que en otro tiempo fueron suyos. Los imaginaba sobreexcitados, riéndose a carcajadas a su manera animal. Y fue desde ese momento en que vi por la televisión correr a jabalíes, pavos, ciervos…, cuando mis sueños empezaron a poblarse de animales.
Al principio solo fue eso, animales soñados que desaparecían al despertar. Pero un día en que soñaba con el tigre, un arañazo de intuición me obligó a despertarme, y allí a mí lado, al borde de la cama, había un tigre. No la imagen de un tigre, sino un tigre, rotundo en su rayada felinidad. Parecía desorientado, y me pedía afecto golpeando mi brazo con el hocico zalamero.
Desde entonces, cada noche, un nuevo animal se incorpora al viejo caserón donde vivo. Hay algo en sus ojos, un brillo húmedo que me conmueve. No todos tienen la majestuosidad del tigre, ni mucho menos. Ahí está el cerdo, por ejemplo. Pero me agrada que mis sueños no sean elitistas y produzcan toda clase de anímales. Una mañana, al despertar, me encontré con un extravagante animal, desconocido incluso en las más sofisticadas mitologías. Una jirafa con cabeza de león. De lo cual deduzco que esa noche mis sueños horadaron las capas más profundas de mi subconsciente.
Cada día, a las ocho en punto de la tarde, cuando los ciudadanos salimos a aplaudir a los sanitarios por cuidar abnegadamente de nuestra salud, me llevo a uno de los animales conmigo hasta la verja que da a la calle. Los vecinos de los bloques de enfrente, desde que cuentan con ese zoo inesperado frente a sus casas, prolongan los minutos de aplauso, y como la distancia que nos separa no es mucha, disparan sus cámaras y sus móviles. Todos quieren tener un recuerdo. Especial fue el día en que llevé al koala. No sé qué es lo que tendrá este animalito, si es su tierna mirada, o su piel como de peluche, o su nariz de payaso, pero el caso es que ese día los adultos saltaban y reían como si de pronto hubieran recuperado la infancia perdida.
Una de las peculiaridades de los animales que vienen de los sueños es que no necesitan alimentarse. Así que en la casa no hay ni depredadores ni víctimas, vivimos en paz y armonía. Se respetan unos a otros y celebran las diferencias, nadie se siente superior a nadie. Aunque no todos los días ha sido así. Una mañana, después de una noche de horribles pesadillas, desperté rodeada de cuatro especímenes humanos, dos hombres y dos mujeres. Muy ufanos se presentaron como líderes de opinión y tertulianos. Acostumbrada a la naturalidad de los animales, reconocí inmediatamente en ellos la falsedad de sus sonrisas, el espeso maquillaje que cubría sus rostros, la estudiada teatralidad de los gestos, la voz impostada y la retórica vana de quien solo se escucha a sí mismo. Con la agresiva e injuriosa verborrea de sabelotodo ofrecían su versión de los hechos, señalando culpables, a diestro y siniestro, de la catastrófica situación que estábamos viviendo. Los animales, incapaces de descifrar sus palabras, pero dotados de ese sexto sentido que les permite desenmascarar a los embaucadores, empezaron a soliviantarse y a gritar su descontento, cada uno a su manera. Y muy pronto la casa fue —permítanme tan reductora expresión para el pandemonio general de tamaña fauna— un gallinero.
A las tres horas de soportar sus peroratas, no pude más. Vi que si no le ponía remedio, mi particular arca de Noé se iba a pique. Así que les expulsé de la casa. “Si hemos de morir, moriremos, pero será en silencio», les dije, dotándoles de guantes y mascarillas, antes de la partida. Los cuatro, con ese tono arrogante que exhiben en los platós de televisión, quisieron hacerme frente, pero finalmente cedieron al escuchar el lacónico pero firme mensaje de mi aliado, el tigre
Las cosas del azar
Quería ser juez, tener potestad para juzgar los actos libres de los hombres. Pero una noche soñé con un boleto de lotería: el 5423. Supe que era el boleto ganador porque un potente haz de luz lo rescataba de una envolvente oscuridad. Nada más despertar, me fui a la administración de lotería más próxima, y mientras esperaba mi turno, me imaginé con el dinero en mi poder, sin voluntad para preparar las duras oposiciones, rodeado de falsos amigos que me proponían “rápidos y rentables” negocios, casado con una mujer que en el lujo se volvía caprichosa y ridículamente sofisticada, y con unos hijos que, sin oficio, esperaban como buitres el bocado de mi herencia. Cuando volví a la realidad, el empleado de la administración tamborileaba con impaciencia sobre el mostrador. Me sequé el sudor frío que empapaba mi frente y, arrepentido, balbuceé un nuevo número: el 15917, número con el que, semanas más tarde, gané el primer premio de la lotería nacional.
Rascacielos
Desde que empecé a trabajar de ascensorista tengo la capacidad de leer los pensamientos. Solo en el ascensor, fuera de él soy un tipo corriente. No me pregunten por qué, simplemente sucedió. Puedo ver todo lo que ronda por las cabezas de sus ocupantes. Algunos pensamientos dan pena; otros, miedo. Entonces se me ocurrió lo del rótulo: “ELEVAMOS SUEÑOS”, que fijé a la inevitable altura de los botones. Desde aquel día, no voy a decir que la gente sea más feliz, pero, en esa suerte de burbuja que veo formarse en torno a sus cabezas, hay una luz nueva, un temblor: ahora se esfuerzan, no se rinden.
El otro Robinson
Robinson tenía la facultad de elegir a voluntad el contenido de sus sueños. Antes de dormir programaba exóticos viajes rodeado de bellas mujeres. Se resarcía así de su aburrido trabajo en la oficina, sobre todo de la imperiosa y estridente voz de su jefe. Por las mañanas, su viejo gato Morfeo le despertaba con lametones de cachorro en su cara iluminada de felicidad.
Pero una noche algo se trastocó y Robinson se soñó agarrado a un flotador a la deriva por un furioso mar mientras la proa del barco en que viajara apuntaba agónicamente al cielo. Estuvo braceando durante horas y horas, al menos eso le pareció en el sueño, hasta que unos lengüetazos enérgicos le liberaron de la pesadilla.
Es lo que pensaba, pero al abrir los ojos se encontró tumbado sobre la arena de una playa donde un tigre le miraba amenazador. A su lado, sujetando la correa que gobernaba al animal, pudo reconocer, famélico y con barba de años, a su jefe susurrándole con demente sonrisa: “Bienvenido a mi isla, queridísimo Robinson”
Contando delfines
Todo hombre lleva un animal dentro. También algunos animales llevan un hombre malogrado en su interior. Esto es especialmente notorio en dos animales: la oveja y el delfín. La oveja oculta un hombre triste con jersey gris de lana, pasivo e indolente. Lo descubrí de niño cuando oía balar a las ovejas, con ese lamento casi humano que reniega de su cárcel. El delfín, al contrario, esconde un cachondo mental, risueño y saltimbanqui. No parece muy descontento a juzgar por los brincos que pega en el agua, como poniéndole acentos al océano.
Antes, para dormir, contaba ovejas y mis sueños eran planos, sin fisuras ni imágenes. Mi despertar era lento y pegajoso. Ahora cuento delfines. Los hago salir del agua y entrar en ella, y ese aparecer y desaparecer provoca una gran agitación en mis sueños, que se pueblan de historias. Cuando despierto tengo que escribirlas, para que no me persigan todo el día.