Cuatro quinqués alumbran la habitación donde desnuda, sobre la cama, yace Elizabeth. Tiene las piernas dobladas, abiertas para ofrecer su sexo a la comadrona. Gime de dolor, la cara congestionada, amoratados los labios, las manos lívidas de estrujar la sábana mientras empuja y empuja. Nada que no sea de esperar en un parto. Pero de pronto, como si fuera obra de uno de esos tramoyistas de los teatros donde actúa Elizabeth, ahora un tramoyista demente y taumaturgo, empieza a ulular con fuerza el viento, golpea en puertas y ventanas, se cuela por las rendijas de la casa, y un sonido extraño y cercano sobresalta a la comadrona, que acerca su oído al terso vientre de la madre. Y allí está. Es como el graznido de un cuervo dentro de una cripta, y su eco va creciendo, aproximándose, aproximándose… Al niño lo llamarán Edgar, el apellido del padre es Poe.