Nasciturus

Cuatro quinqués alumbran la habitación donde desnuda, sobre la cama, yace Elizabeth. Tiene las piernas dobladas, abiertas para ofrecer su sexo a la comadrona. Gime de dolor, la cara congestionada, amoratados los labios, las manos lívidas de estrujar la sábana mientras empuja y empuja. Nada que no sea de esperar en un parto. Pero de pronto, como si fuera obra de uno de esos tramoyistas de los teatros donde actúa Elizabeth, ahora un tramoyista demente y taumaturgo, empieza a ulular con fuerza el viento, golpea en puertas y ventanas, se cuela por las rendijas de la casa, y un sonido extraño y cercano sobresalta a la comadrona, que acerca su oído al terso vientre de la madre. Y allí está. Es como el graznido de un cuervo dentro de una cripta, y su eco va creciendo, aproximándose, aproximándose… Al niño lo llamarán Edgar, el apellido del padre es Poe.

Días de nieve

Nieva sobre Madrid como hacía tiempo que no nevaba. Hipnotizándonos con sus copos, sin ruido, como si anduviera de puntillas, la nieve lo va cubriendo todo y cuando nos damos cuenta, la ciudad, borradas las carreteras, parece un cuadro de Brueghel, un paisaje de otro tiempo. Y no importa que la ciudad se colapse, que los árboles se tronchen, que se hundan los tejados, que luego venga el hielo y con él las caídas y los accidentes de tráfico. No, nada de eso importa ahora, en este momento en que recuperamos al niño que fuimos y bajamos a la calle para zambullirnos en la nieve, cuanto más hondo mejor, y lanzarnos bolas y deslizarnos en improvisados esquís y trineos, deslumbrados por el espejismo de que bajo ese lienzo blanco la suciedad del mundo ha desaparecido y todo está por estrenar.

Y cómo apetece luego, cuando va cayendo la tarde con la luminosidad espectral que produce el reflejo de la nieve, ponerte a leer un libro, al calor del hogar, mientras fuera los copos siguen punteando la noche, y que en ese libro quiera la casualidad que también esté nevando, para que desde la ventana que se abre en tu cerebro veas la nieve de la realidad y la nieve de la ficción fundirse en un único paisaje.

“Morvan sentía la nieve depositarse en su sombrero, penetrar el paño de su sobretodo a la altura de los hombros. Si alzaba la cabeza, unas puntas afiladas y frías le acribillaban la piel de la cara. Avanzaba encogido entre los remolinos blancos de copos que el viento desgarraba, dándoles muchas formas, tamaños y consistencias diferentes, que iban desde el puñadito blando y clásico semejante a un pedazo de algodón, pasando por las gotas e incluso las astillas de nieve tan dura y brillante que ya era hielo, hasta el polvillo blanco que flotaba entre los copos y que espolvoreaba la respiración penetrando hasta los pulmones como una nubecita en suspensión de cocaína helada (…). A medida que entraba en la noche, el silencio crecía, las luces de los negocios e incluso las de los departamentos se iban apagando, y el espesor de la nieve aumentaba, acolchando hasta el ruido de sus pasos en las calles irreales y oscuras de la ciudad fantasmática. Las bolsas de basura, de plástico azul o negro, amontonadas en los cordones de las veredas, se endurecían como cadáveres y la nieve que caía se acumulaba en sus pliegues y en sus anfractuosidades. A pesar de las solapas del sobretodo levantadas, Morvan sentía la nieve en polvo penetrar en sus fosas nasales y el aire helado enfriarle las orejas, la frente y la punta de la nariz. El frío lo adormecía, o, mejor, parecía poner una distancia cada vez más grande entre él y las cosas. De un modo gradual, la ciudad desierta, empezó a parecerse a la de un sueño”.

Del libro “La pesquisa”, de Juan José Saer

Melchor, «el profeta»

 

Reyes Magos

Aquí estoy, junto a Gaspar y Baltasar. Somos reyes y como reyes vestimos. Durante el viaje, las figuras de los tres montados en sendos camellos, recortadas sobre el fondo del cielo en el horizonte, debían de ofrecer una magnífica composición para los ojos con sensibilidad artística. Y no es falta de modestia, pero nadie que nos haya visto podrá deducir que personajes tan imponentes fuéramos camino de un humilde establo para adorar a un recién nacido.

La ocurrencia fue de Gaspar y Baltasar. Al principio pensé que se habían pasado con la bebida, pero estaba equivocado, solo son dos locos que creen en las profecías. Yo no creo en nada, y no debería haber emprendido este absurdo viaje, pero hay algo en mí que tiende a lo extravagante, por eso he venido con ellos, siguiendo el rumbo de una estrella que nos ha guiado para llegar a Belén, donde ahora nos hallamos, frente a este pesebre en el que, según esas profecías, el Mesías, el hijo de Dios, ha nacido.

Los tres ponemos los pies en tierra y nos acercamos al improvisado lecho de paja donde el niño reposa. Felicitamos a los padres por el nacimiento de su hijo y depositamos tres cofres como ofrenda. En uno hay oro; en otro, incienso; y mirra en el tercero. Yo no le veo el sentido a estos regalos. Si acaso al oro, porque se puede vender a los mercaderes, pero ¿incienso y mirra? ¿Qué clase de regalos son? Fue idea de Gaspar, experto en rituales y simbolismos. Dice que el oro se lo ofrecemos por ser el rey de los judíos; el incienso, por su naturaleza divina; y la mirra, que es el cofre que me ha tocado en suerte, por su condición de mortal, pues esta resina se usa en el embalsamamiento de los cadáveres. Tonterías, un niño no se alimenta de símbolos. Mucho mejor hubiera sido surtirles a él y a sus padres de ropa y alimentos. Pero no digo nada, no quiero estropear este instante de arrobamiento en que Gaspar y Baltasar se encuentran, con la estrella presidiendo la escena desde el cielo.

He observado al niño con mucha atención y no percibo en él nada fuera de lo común. No hay un aura alrededor de su cabeza, sí en cambio tiene el colgajo del ombligo y el rostro enrojecido por el esfuerzo del parto, y una mula y un buey que le dan calor con sus alientos. Todo demasiado terrenal. Me cuesta creer que en este cuerpecito esté contenida la Divinidad, que este niño sea la encarnación de Aquel que creó el Mundo en seis días, de Aquel que envió al ángel exterminador para matar a los primogénitos de los egipcios (por cierto, ¡¿qué clase de dios haría eso?!). ¡Tanto poder ahora reducido a la indefensión de un niño!

Todas estas historias me parecen un gran disparate, pero reconozco su poder de sugestión, porque son el reflejo de nuestros miedos y deseos, y pueden llegar a ser tan consoladoras como un oasis en el bello pero inhóspito desierto. Incluso a mí, el incrédulo, me conmueve esa vida que las profecías ya han escrito para el niño: le perseguirán por sus ideas, será traicionado y vendido por treinta monedas de plata, y condenado a muerte en la cruz, resucitará y subirá al cielo. Aun así, y aunque no soy profeta, puedo predecir sin temor a equivocarme que en el futuro nadie celebrará este nacimiento: en un par de meses, el recuerdo del Mesías habrá caído en el olvido.

Los tres cerditos

los-tres-cerditos

Son tres hermanos cerditos que están muy hartos del lobo cuya única misión es zampárselos. Y no menos harto está el lobo de perseguir sin éxito a los tres cerdos. Pero no hay odio ni reproches mutuos, pues saben que son los protagonistas de un cuento que los humanos utilizan para educar a sus niños. Es cierto que los padres podrían decirles a sus hijos: “Niño, hijo mío, el esfuerzo en la vida es lo más importante, no seas chapuza, persevera en la obra bien hecha, busca la excelencia, sólo así hallarás la recompensa al final y la tranquilidad de conciencia”, pero tanto los tres cerditos como el lobo saben, pues es mucho tiempo el que llevan conviviendo con los hombres, que si los padres hablaran así a sus hijos, al rato los niños comenzarían a tirarse del pelo y a bostezar. Por eso necesitan de ellos, de tres cerditos y un lobo que vivan una historia que mantenga a los niños con los ojos muy abiertos y la respiración contenida por el miedo.

De los cuatro personajes, es el lobo quien se siente peor tratado, porque su nombre casi nunca aparece en el título. Le parece injusto. Su actuación es tan importante y necesaria como la de los tres hermanos cerdos. “Los tres cerditos y el lobo”, este debería ser el título. O mejor aún: “El lobo y los tres cerditos” ¿Acaso su papel no requiere un mayor trabajo y el sacrificio de un final humillante? ¿No se pasa el cuento soplando casitas: de paja, de madera y de ladrillo para acabar achicharrado en una olla con agua hirviendo que el psicópata cerdo mayor ha colocado debajo de la chimenea de su casa de ladrillo?

Hasta hoy, los cerditos y el lobo han soportado con resignación estos papeles idiotas de construir casas y soplar. Pero todo tiene un límite y ya están muy hartos —lo hemos dicho al principio—.Y es el cerdito mediano, quizá porque ha desarrollado una mayor capacidad de raciocinio al no gozar de los privilegios con que los cuentos suelen premiar al benjamín y al primogénito, quien empieza a agitar las mentes conformistas de sus hermanos y el lobo.

Les recuerda que hay otros cerditos y otros lobos en esa dimensión que los hombres llaman “la realidad”, y que esos cerditos y esos lobos, al contrario que ellos, personajes de ficción, no pueden vivir simultáneamente más de una versión. Y que su única versión posible en “la realidad” es la de ser los cerditos cebados, asesinados y masticados por los humanos, en este orden; y los lobos perseguidos y masacrados. Y no es consuelo que tampoco ellos, los humanos, puedan vivir más de una versión, que termina sin remedio con la muerte, y que por esta razón se pasen todo el tiempo inventándose historias del “más allá”, ficciones de inmortalidad. “Así que es el colmo de la hipocresía”, dice indignado el cerdito mediano, “que además de comérsenos quieran utilizarnos en cuentecitos para enseñarles moralidad a sus hijos. ¡Precisamente ellos, los grandes inmorales!”. Y al ver el cerdito la mezcla de admiración y espanto con que lo miran sus hermanos y el lobo, se anima a seguir: “Tú, lobo, al querer comernos, sigues tu instinto y no haces nada distinto de lo que hacen ellos. Te castigan a ti para no tener que castigarse a sí mismos. Conducta muy típica de los humanos”.

Al llegar a este punto el cerdito mediano, enardecido por sus propias palabras y liberado al fin del exclusivo papel de constructor de casitas de madera, se lanza a explicar una teoría que oyó una vez a un padre psicoanalista en “la realidad”. En dicha teoría —les cuenta a los otros—, tú, lobo, representas los bajos instintos de los humanos, las oscuras inclinaciones que habitan en su inconsciente y pugnan por salir. Nosotros, los cerditos y nuestras casas, representamos la parte consciente que intenta vivir civilizadamente. Sólo con esfuerzo, simbolizado en la casa de ladrillo, podemos, es decir, pueden someterte a ti, lobo, es decir, a sus instintos primarios. Así que reprimimos, proyectamos, sublimamos, es decir, reprimen, proyectan, subliman. ¿Qué os parece? Hay que joderse con los humanos, lo retorcidos que son y lo perversamente que nos usan.

Los hermanos del cerdito mediano y el lobo se miran entre sí. La perplejidad se refleja en cada uno de sus gestos. No saben qué decir ni qué hacer. Piensan que el cerdito mediano se ha vuelto loco. No obstante, cuando este les pide que se acerquen porque tiene un plan que proponerles, no dudan en obedecer.

Así, desde ese día, consensuada por los cerditos y el lobo, hay una versión más del cuento. La secuencia de la historia es la misma hasta que el lobo se cuela por la chimenea de la casa del cerdito mayor. Pero en esta nueva versión el lobo no cae en ninguna olla de agua hirviendo, sino que desciende lentamente como un bondadoso Papá Noel, y luego se va comiendo uno a uno a los tres cerditos, que sonríen sin oponer resistencia. Después, con visible sobrepeso, el lobo se marcha al bosque para hacer la digestión tumbado debajo de un árbol.

Punto final. Así termina ahora la historia. Que nadie espere la repentina aparición de un guardabosques o de un cazador que pasa por allí y le abre la tripa al lobo y los cerditos salen cantando y bailando. No les importa morir a los cerditos; al fin y al cabo, piensan, la muerte en la ficción es otra forma de vida. Será además su venganza: los niños aprenderán que da lo mismo cuánto se esfuercen, y que no importa el trabajo bien hecho, pues al final irán a parar a la tripa del lobo.

Puentes

ROBO TSUNAMI

Siempre que nos vamos de vacaciones pienso que nuestra casa desaparece en cuanto salimos y cerramos la puerta, y que no vuelve a aparecer hasta que regresamos, en el justo momento en que abrimos la puerta. Ya en la calle miro hacia el bloque y veo la fachada intacta, el balcón y las ventanas en su sitio, pero no puedo dejar de imaginar el enorme vacío interior que se produce entre los pisos que están por encima y por debajo del mío.

Es lo que tenemos los neuróticos: pensamientos absurdos que no podemos evitar, que giran como una peonza en nuestra cabeza hasta aturdirnos. Para tranquilizarme me pregunto qué importancia puede tener que la casa emigre si cuando volvemos está allí, en su sitio, para acogernos. Pero poco puede el lenguaje de la razón contra la imaginería irracional, y pasado un breve tiempo vuelvo a sentir la desazón que me provoca la ausencia de la casa. Incluso ya en la playa, sentado frente al mar, dejándome hipnotizar por el vaivén de las olas, se me cuela la no-casa por los intersticios de la modorra, y recurro al esfuerzo de la imaginación para rescatar las habitaciones de mi casa, el pasillo, la cocina…, pero es inútil, el hueco del vacío, como un agujero negro, todo lo succiona y se lo lleva a saber dónde.

— ¿En qué piensas con esa cara de estreñido? —me pregunta Lola, a mi lado, sentada sobre una toalla.
— En la contaminación de los fondos marinos —le digo.
— ¿Y tienes que poner esa cara, hijo mío? Ni que hubieras visto al Leviatán envuelto en plásticos —Lola es muy leída, y siempre que puede me suelta perlitas de esa índole entre las baratijas de mis conocimientos. Se levanta y se va a dar un chapuzón.

Al día siguiente, de nuevo en la playa, recibo la llamada de Jorge, el portero de la comunidad de vecinos. Me dice que han entrado a robar en mi casa y la han dejado como si hubiera pasado un tsunami. Jorge no es tan leído como Lola, pero está muy al día y prefiere la metáfora del tsunami a la del terremoto, que es menos moderna; al igual que prefiere “interactuar” a la simpleza del “conversar” Sea como sea, su noticia me llena de alegría, que trato de ocultar a los ojos de Lola, que espera, ahogando a la toalla, el resultado la interacción entre Jorge y yo.

— Nos han robado. Han dejado la casa como si hubiera entrado el Leviatán —digo sin poder reprimir una larga y apacible sonrisa cuya razón de ser me sería muy difícil explicarle a Lola.

— Tienes que ir al psiquiatra. Sin falta. Mejor me voy a dar un chapuzón.»

000

Este relato lo escribí durante las vacaciones. Al regresar a Madrid nos encontramos la casa desvalijada, y en realidad parecía que hubiera pasado un tsunami. El portero no nos había informado porque en sus recorridos por las plantas siempre vio la puerta cerrada y sin señales de que la hubieran forzado. No fue necesario, según nos explicaría la policía: nuestra cerradura era del tipo “entra y llévate lo que te salga de los cojones, la casa es tuya”. Los ladrones, siempre según la policía, meten una llave por la cerradura y golpeando con un martillo alinean los puntos de anclaje, o algo así. Vamos, que los puntos de anclaje son como los planetas, que también se pueden alinear. El día del robo, los planetas de mi particular carta astral debían de estar alineados con la chunga cerradura de mi casa.

En lo que a mí respecta, una vez controlados los sentimientos de impotencia, desvalimiento y humillación, y cumplido con los trámites preceptivos de visita de la policía científica, denuncia en comisaría e informe a la empresa aseguradora, me empezó a embargar —enfermo de ficción— un regusto de felicidad, primero porque para satisfacción del personaje de mi relato, la casa seguía existiendo aun cuando él estuviera de vacaciones, y segundo por ese puente que se había tendido entre mi relato y la realidad. Entusiasmado, les contaba a familiares y amigos esta coincidencia entre los dos mundos, y ellos, sin dar importancia a los maravillosos mecanismos con que la ficción se entrevera con la vida, simplificaban mi entusiasmo echándole un jarro de agua fría: “El próximo relato que escribas que sea de un personaje al que le toca la lotería”.

El alguacil del agua

Museo Thyssen- Bornemisza

Texto inspirado en el relato «La popa de una gallina anglicana», de Juan Gómez-Jurado, del libro «Bajo dos banderas»

 

Cádiz, 20 de noviembre de 1806

Se llamaba Gabriel, y si recuerdo su nombre es por los acontecimientos que siguieron a nuestro encuentro. Era uno de tantos marineros que entraban en la taberna para adornarse de un prestigio del que normalmente carecían, dispuestos a competir en hazañas, en el número de ingleses que habían abatido. Yo les esperaba en un rincón, sentado a una mesa, que era el último recurso, el lugar al que acudir cuando no había otro disponible, porque ¿quién desea hablar con un viejo?, que es lo que soy, una vieja araña esperando a su presa, la forma que he elegido para beber y comer gratis. Sigue leyendo

Viajero en el tiempo

viaje-tiempo-889

Todo está preparado para que Faustus entre en el túnel del tiempo. Si el experimento sale bien, su cuerpo se desintegrará en millones de partículas para después recomponerse en una nueva dimensión temporal. Si sale mal, se disolverá en la Nada. Es el primer hombre en intentarlo, se ofreció voluntario, prefiere correr el riesgo de desaparecer en el vacío antes que seguir en prisión. Además, no quiere formar parte, aunque sea como recluso, de esa sociedad donde los derechos se aplican por igual, sin distinciones de género, raza o condición social. Una sociedad decadente, se dice mientras se mira la mano derecha como si fuera el emblema de lo que él es; la mano que hace dos años, en un descuido, quedó mordida por el fuego cuando junto a sus camaradas prendió los cartones rociados de gasolina que cubrían a un mendigo en el parque.

Como voluntario puso una condición: elegir la fecha y el lugar de destino. El Comité Científico, cuyo único objetivo es el éxito en el proyecto y no una revisión de la historia, aceptó y durante meses Faustus se aplica en el estudio del alemán y revisa todos los documentales que puede para penetrar en el espíritu de la época en que su idolatrado Hitler vivió. Finalmente decide que lo mejor es conocerlo en su etapa de formación: le será más fácil acercarse a él y seguirlo en su ascensión al poder, dos camaradas compartiendo un mismo ideal. La fecha elegida es el 2 de agosto de 1914 y el escenario, la Odeonsplatz de Munich, donde una multitud enardecida recibe la noticia de la proclamación de la primera guerra mundial. Entre la multitud se encuentra el joven Adolph, de veinticinco años,  pómulos prominentes en su cara flaca y su bigote característico.

Faustus, con un traje de principio de siglo XX diseñado para la ocasión, entra en el túnel del tiempo: un gran cilindro trasparente de especial plástico acrílico. Una veintena de científicos lo rodean con ojos ávidos. Bajo la piel de Faustus han fijado un dispositivo que, si el experimento tiene un final feliz, les informará en todo momento del punto de la línea temporal en que Faustus se encuentra. Lo que no le han dicho es que se va a quedar atrapado en el pasado, pues aún no han concluido los trabajos en el proceso inverso. Lo que ellos no saben es que el verdadero deseo de Faustus es no regresar.

El director del proyecto, con la solemnidad que requiere el instante, se acerca al panel de mandos y pulsa uno de los botones. Transcurren unos segundos de incertidumbre, los científicos se miran entre sí. De pronto Faustus empieza a contorsionarse como si todo su cuerpo se electrificara, y las imágenes que durante meses ha ido almacenando inundan su cerebro, múltiples secuencias sucediéndose una detrás de otra hasta que su cuerpo parece desgarrarse, y pierde la conciencia. Los científicos se abrazan y saltan como niños: el túnel está vacío.

♦♦♦

Faustus recobra la conciencia bruscamente, como si unas manos feroces lo hubieran zarandeado. Ahora se halla en medio de un inmenso y cuidado jardín, frente a un palacio de perfecta simetría. Es el atardecer y la gente pasea por los senderos, pero nadie parece fijarse en él. Por un momento piensa que no se ha producido una inmersión real en el pasado, que él es como un espectador dentro de una película en tres dimensiones, y por tanto sin capacidad de intervención, hasta que choca con un hombre que distraído va leyendo un periódico. Faustus acepta sus disculpas y sigue andando, ahora eufórico, a pesar de que la fecha que ha leído en el periódico es 1909, cinco años menos que la fecha programada. Es una desviación importante, pero el experimento ha sido un éxito. Luego, cuando sale de los jardines y bordea el palacio, lo reconoce (la fuente de Neptuno en la base de una loma y el conjunto de arcos neoclásicos en la cima): es el Palacio de Schönbrunn. Así que la ciudad no es Munich, sino Viena. Siente entonces el desánimo de todo viajero que se equivoca de ruta, pero pronto cae en la cuenta de que en 1909 Hitler, con veinte años, vivía en Viena. Faustus, que siempre ha pensado que la Historia le tiene reservado un lugar de honor, camina ahora con determinación, como si el nuevo itinerario estuviera trazado en su cerebro: el destino lo guiará.

Es de noche cuando desemboca en un callejón iluminado con farolas de luz mortecina. Desfilan hombrecillos harapientos y sucios, esa escoria que tanto odia, y duda de que esa calle tenga algo que ver con su glorioso destino. Se siente confuso, no sabe qué hacer. Uno de esos hombrecillos se le acerca, lleva una carpeta debajo del brazo. Es un hombre joven, casi un niño, el traje salpicado de remiendos. De la carpeta saca unos dibujos y se los muestra. Son dibujos convencionales de Viena. Quiere que le compre uno, es así como se gana la vida. Pero a Faustus su sola presencia le asquea, no ha hecho este viaje para mezclarse con la basura. De pronto sabe lo que tiene que hacer, no importa que no le acompañen sus camaradas, demostrará su valor sin testigos. Será el principio de la gloria que tanto anhela. Sus fuertes manos aprietan el flaco cuello del mendigo, que lo mira espantado, encogiéndose, deformándosele la cara por segundos, hasta que se le dibuja una mueca grotesca y definitiva. Faustus deja su cuerpo de pelele en el suelo y le registra los bolsillos, donde encuentra una vieja cartera. Solo hay papelajos sin ningún valor y un carnet de identificación. El carnet le puede ser de utilidad, se levanta para leerlo a la luz de una farola. Lee en voz alta como si el alemán fuera su idioma de toda la vida, y de pronto siente que se va a desmayar; las letras, borrosas, parecen burlarse desde el papel: Adolph Hitler, es el nombre que allí está escrito.

 

Ficciones

Carretera_en_el_Desierto-1024x768-224974

Cuando el doctor dice “cáncer”, el hombre que escribe novelas experimenta en su propia piel el poder de las palabras. Esas seis letras en un orden preciso hacen que su mundo se tambalee. Ha sido como si en su cerebro un volcán entrara en erupción para luego dejar un paisaje de lava y rocas que oculta todo lo que fue, ahora este nuevo paisaje dominándolo todo. Cuánto poder concentrado en una sola palabra, más que en los miles de palabras que pueblan sus ficciones. Sigue leyendo