El gran hermano cuida de ti (I)

 

GRAN HERMANO

Lo malo de vivir en esta Aldea Global, recorrida por redes que nos conectan a todos, con ojos y oídos en cada esquina, es que cuando te jubilas, incluso días antes de que esto ocurra, te empiezan a llegar mensajes para recordarte que eres materia orgánica en vías de descomposición y que ellos, los bondadosos emisores de dichos mensajes, están aquí para retardar el inevitable viaje final, así como para mejorar las condiciones en que viajas.

En otras palabras, a mi correo, al igual que me llega el aviso para que mi coche pase la ITV, me está llegando publicidad para advertirme de los beneficios de hacerme una puesta a punto, a mí mismo, a este vehículo de carne y huesos que soy y al que, según las estadísticas, es muy probable que empiecen a fallarle todos los sistemas una vez llegada la jubilación.

Por eso, como si remotos seres que cuidan de mi salud se hubieran puesto de acuerdo en un debate sobre mi persona (¡tan importante soy para ellos!), me está llegando un caudal de mensajes que me informan de audífonos, de prótesis de todo tipo, de diferentes pruebas diagnósticas, de mágicos productos para el cuidado de la próstata y, cómo no, de las excelencias de la famosa Viagra que eleva la autoestima. Y a mí, que soy muy sugestionable, han empezado a pitarme los oídos, a latir el ojo, a crujirme las articulaciones, a retenérseme la orina, a languidecer los genitales…

Seguirán llegando mensajes de esta índole. He de resignarme. Solo espero que un día no llamen a la puerta de mi casa emisarios disfrazados de ángeles para endiñarme un sermón sobre la necesidad de preparar mi alma para el viaje al más allá. De momento no han aparecido. Los ángeles, quiero decir. Crucemos los dedos. Pero si ha sucedido algo que se le parece. Una compañía de seguros se ha puesto en contacto conmigo. Una señorita, con voz meliflua —quizá elegida para compensar la crudeza del mensaje que se disponía a transmitir—, me dice por teléfono que le sorprende que yo, habiendo asegurado el inmueble donde vivo ante las posibles contingencias que pudieran ocurrirle, no disponga de un Seguro de Decesos.

Y ahí es donde la meliflua señorita me ha tocado los deprimidos genitales. Porque soy un maniático de las palabras, y como alguna se me atraviese… ¡Decesos!, dice. ¡Pero qué palabro es ese!

—Querrá usted decir un seguro pa cuando me muera, pa cuando la palme, pa cuando la diñe… —podría haber seguido hasta el día del Juicio Final pero decidí callarme.

—Hombre, no se enfade. Sé que es difícil pensar en estas cosas, así, en frío. Pero sería bueno para su familia, para sus seres queridos en ese difícil trance… No añadir al dolor el pesado trámite burocrático que el óbito supone.

La meliflua individua disponía de buenos argumentos, estaba preparada para contratacar, pero no quise seguir escuchando esa retórica administrativa.

—Lo siento, señorita, el audífono me falla y no he oído nada de lo que me acaba de decir. Además, la próstata me está avisando y tengo que ir a evacuar inmediatamente. Lamento tener que interrumpir tan interesante conversación, pero he de atravesar el largo pasillo, difícil trámite para quien camina con una pierna ortopédica. Que tenga usted un buen día, libre de óbitos.

Eso es lo que le he dicho, pero la satisfacción por la respuesta me ha durado muy poco. Soy muy sugestionable —ya lo dije—, y al rato de colgar he tenido que enfrentarme a la penosa sensación de que empezaba a decesarme.

Del otro lado

Sótano

Siempre que me enfadaba bajaba al sótano y me metía debajo de la silla que se halla en uno de los rincones. Es una silla desvencijada y sin lustre, con parches de cinta adhesiva que restañan sus heridas. Algunas de las cintas se han despegado y cuelgan como algas, y la silla parece un organismo vivo, agonizante. A mí siempre me atrajo su desvalimiento, su soledad. Quizá por eso la elegí. Enfurruñado, me acurrucaba entre sus cuatro patas, como un animal herido en su guarida. Y luego mamá venía a buscarme y me convencía para que saliera de debajo de la silla y del sótano. Así era siempre hasta el día en que destrocé la bicicleta al intentar bajar con ella por las escaleras que conducen al sótano. Molesto por mi propia torpeza, y antes de oír los reproches de mi madre, fui a meterme debajo de la silla.

Pero ese día mamá no vendría a convencerme para que abandonara mi refugio. Ya nunca más volvió a convencerme de nada. Ni mamá ni nadie. Todos se fueron: mamá, papá, mi hermano, la abuela. Les entristecía seguir viviendo en la casa, les oí decir. Pero ni la vendieron ni la alquilaron. Mamá se negó en rotundo.

Cada primero de noviembre mamá regresa a la casa e improvisa un altar en el sótano, al final de las escaleras, en el último peldaño. Sé que viene a escondidas de mi padre, pues a él le enfurecen estos rituales; dice que son supersticiones estúpidas. Mi madre vivió en México hasta que se casó con mi padre, y allí la muerte es una señora que viste con elegancia y con quien se puede bromear. Por eso el altarcito que mi madre prepara es alegre, con flores de distintos colores y calaveras de azúcar y chocolate; también deposita una cruz, sin el Cristo sangrante, y alguna foto mía en la que estoy sonriendo. De rodillas frente al altar mamá enciende una constelación de velas y reza, y luego se va comiendo lentamente las calaveras de azúcar y chocolate mientras, mirando en dirección a la desvencijada silla y como si realmente pudiera verme, me dice: “Vamos, ratoncito, no te enfades, sal de ahí y ven a comer con mamá”. Sé que tampoco puede oírme, por eso no puedo decirle que deje de hablarme como a un niño, que aquí la edad no existe; así que me limito a soplar sobre las velas para que mi aliento agite las llamas y luego mamá cruce los brazos sobre su pecho, sonría y se vaya feliz de la casa.

Hoy, como cada primero de noviembre, mamá ha regresado. No la he oído abrir la puerta ni bajar las escaleras, pero está aquí conmigo. Ha venido sin velas ni calaveras de dulce; tampoco ha traído flores ni fotos. No ha traído nada porque ya no necesita el altar, ahora que los dos habitamos en el mismo lado.

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Ritual

Altar dia de los muertos

Dejé atrás las calles: rostros arrasados por cicatrices, intestinos al aire, cuerpos esqueléticos, deformes, descabezados, desmembrados… Era Halloween y quería llegar pronto a casa para llevar a cabo el ritual. “El que sobreviva al otro… Me lo tienes que prometer”, me había pedido Julia una noche del verano pasado, frente al mar de Acapulco. Sigue leyendo

La tregua

la muerte

Estaba en casa leyendo Las mil y una noches cuando llamaron a la puerta. Abrí y era la Muerte. Supe de inmediato que no era una farsa, no tanto por la guadaña y la túnica negra (accesorios al alcance de cualquier bromista) como por esos ojos lechosos con que me miraba; por las fosas nasales a la vista en la nariz mutilada; por su piel de pergamino bajo la cual se insinuaba la calavera.

—Ha llegado tu hora —dijo Ella, la Flaca, con voz asexuada y profunda mientras cruzaba el umbral, sin darme tiempo a cerrar la puerta. Sigue leyendo

Últimas preguntas

Encefalograma plano

“Dios existe: lo creamos entre todos”, sentenció en el 2084 un Premio Nobel. Hay dudas en cuanto a la autoría de la frase. Unos se la adjudican al Premio Nobel de Física, otros al de Literatura. Lo cierto es que en el 2100 la Ciencia estuvo en condiciones de comprobar dicha hipótesis, y millones de cerebros de todo el mundo, de todas las religiones, fueron conectados mediante electrodos a pequeños ordenadores que enlazaban con un gran ordenador central. La resultante de todos los impulsos eléctricos se traduciría a imágenes en los millones de pantallas repartidas por el planeta. El día señalado, a la hora H, los representantes de la Humanidad pensaron en su Dios. Al instante, en las pantallas surgió un torbellino de imágenes: ancianos venerables de largas barbas, animales imposibles, hombres prodigiosos, rayos y centellas, esferas luminosas, luces informes… Durante unos minutos fue evolucionando toda la imaginería que la mente humana es capaz de producir, hasta que apareció una línea quebrada, de crestas desquiciadas y palpitantes, y luego la monótona línea recta que certifica la muerte. (Publicado en el diario El Mundo).

Contra los relojes

  reloj dali

En “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”, dice Cortázar que cuando te regalan un reloj en realidad el regalado eres tú como ofrenda al reloj. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días para que siga siendo un reloj, te regalan la obsesión de comprobar que marca la hora exacta.

A los relojes modernos no hay que darles cuerda, se la dan ellos solos; algunos, incluso, habitan en otros artilugios, o son ellos mismos un compendio de estos. Estoy pensando en los móviles, las tablets, los relojes multifunción…, a los que se les podría aplicar estas palabras del escritor:

 “Cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”.

Paremos los relojes, apaguemos lo que sea que haya que apagar (me da vértigo la velocidad de la tecnología) y disfrutemos de las horas lentas, pues aunque “Allá al fondo está la muerte, no tenga miedo… Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan”.