Lo malo de vivir en esta Aldea Global, recorrida por redes que nos conectan a todos, con ojos y oídos en cada esquina, es que cuando te jubilas, incluso días antes de que esto ocurra, te empiezan a llegar mensajes para recordarte que eres materia orgánica en vías de descomposición y que ellos, los bondadosos emisores de dichos mensajes, están aquí para retardar el inevitable viaje final, así como para mejorar las condiciones en que viajas.
En otras palabras, a mi correo, al igual que me llega el aviso para que mi coche pase la ITV, me está llegando publicidad para advertirme de los beneficios de hacerme una puesta a punto, a mí mismo, a este vehículo de carne y huesos que soy y al que, según las estadísticas, es muy probable que empiecen a fallarle todos los sistemas una vez llegada la jubilación.
Por eso, como si remotos seres que cuidan de mi salud se hubieran puesto de acuerdo en un debate sobre mi persona (¡tan importante soy para ellos!), me está llegando un caudal de mensajes que me informan de audífonos, de prótesis de todo tipo, de diferentes pruebas diagnósticas, de mágicos productos para el cuidado de la próstata y, cómo no, de las excelencias de la famosa Viagra que eleva la autoestima. Y a mí, que soy muy sugestionable, han empezado a pitarme los oídos, a latir el ojo, a crujirme las articulaciones, a retenérseme la orina, a languidecer los genitales…
Seguirán llegando mensajes de esta índole. He de resignarme. Solo espero que un día no llamen a la puerta de mi casa emisarios disfrazados de ángeles para endiñarme un sermón sobre la necesidad de preparar mi alma para el viaje al más allá. De momento no han aparecido. Los ángeles, quiero decir. Crucemos los dedos. Pero si ha sucedido algo que se le parece. Una compañía de seguros se ha puesto en contacto conmigo. Una señorita, con voz meliflua —quizá elegida para compensar la crudeza del mensaje que se disponía a transmitir—, me dice por teléfono que le sorprende que yo, habiendo asegurado el inmueble donde vivo ante las posibles contingencias que pudieran ocurrirle, no disponga de un Seguro de Decesos.
Y ahí es donde la meliflua señorita me ha tocado los deprimidos genitales. Porque soy un maniático de las palabras, y como alguna se me atraviese… ¡Decesos!, dice. ¡Pero qué palabro es ese!
—Querrá usted decir un seguro pa cuando me muera, pa cuando la palme, pa cuando la diñe… —podría haber seguido hasta el día del Juicio Final pero decidí callarme.
—Hombre, no se enfade. Sé que es difícil pensar en estas cosas, así, en frío. Pero sería bueno para su familia, para sus seres queridos en ese difícil trance… No añadir al dolor el pesado trámite burocrático que el óbito supone.
La meliflua individua disponía de buenos argumentos, estaba preparada para contratacar, pero no quise seguir escuchando esa retórica administrativa.
—Lo siento, señorita, el audífono me falla y no he oído nada de lo que me acaba de decir. Además, la próstata me está avisando y tengo que ir a evacuar inmediatamente. Lamento tener que interrumpir tan interesante conversación, pero he de atravesar el largo pasillo, difícil trámite para quien camina con una pierna ortopédica. Que tenga usted un buen día, libre de óbitos.
Eso es lo que le he dicho, pero la satisfacción por la respuesta me ha durado muy poco. Soy muy sugestionable —ya lo dije—, y al rato de colgar he tenido que enfrentarme a la penosa sensación de que empezaba a decesarme.