Blandiblú

blandi blub

Fue hace unas semanas cuando me enteré de que mi nuevo vecino es exorcista. Una masa verde y viscosa salía de una de las bolsas que transportaba el portero en el carro de la basura. “Parece blandiblú”, dije. “No, no es blandiblú ― me dijo― son los desechos de las prácticas exorcistas de su vecino, el producto final del ritual. El diablo hecho blandiblú, como usted dice”. Me lo dijo sin inmutarse, con absoluta seriedad, como si hubiera dicho: “Hay una avería en la caldera y mañana, de diez a doce, cortamos el agua”.

A juzgar por su aspecto, jamás habría pensado que mi nuevo vecino ejerciera de exorcista: camisas hawainas, pantalones blancos ceñidos, un moreno perpetuo y colgajos dorados sobre su pecho moreno y peludo. De un exorcista esperaba la cara pálida y demacrada de un sacerdote con traje lúgubre y percudido. En fin, no estoy libre de prejuicios. En cuanto a los ruidos que me llegaban de su piso: gemidos, gritos, ruidos de muebles al desplazarse, yo los interpretaba como señales de una orgía en la que, dicho sin tapujos, me habría gustado participar.

―¿Y cómo usted, siendo un hombre de ciencia, cree en esas cosas? ―le pregunté al portero.

―No creo en el diablo como tal, en su existencia real, quiero decir, pero sí en las imágenes del diablo que proyecta un cerebro enfermo, que para el caso viene a ser lo mismo. Y si el enfermo cree que ese moco verde es jugo de diablo, pues…

―Lo siento, tengo un poco de prisa ―me excusé, pues ya sabía adónde me podía llevar la conversación. Se me ha olvidado decir que mi portero es doctor en Ciencias Físicas sin trabajo en lo suyo. Empieza a hablar y termina perdido en cualquier esquina del cosmos, y tan pronto te habla de los agujeros negros como del bosón de Higgs (y mira que a mí me interesan los agujeros negros y saber para qué quiere Higgs un bosón), y a poco que te descuides te endiña una fórmula sobre palancas y fuerzas para explicarte cómo han entrado los ladrones a robar en tu casa. Al final te quedas sin la tele, sin el ordenador de última generación, sin los pequeños oros de la herencia familiar que guardabas en la vieja caja de galletas…, pero aprendes montón sobre leyes físicas.

Bromas aparte (cuando tengo miedo me da por bromear), yo nunca he creído en el diablo, y en caso de que existiera, ¿para qué iba a querer el diablo meterse en el cuerpo de alguien? Dicen que para demostrar su poder. Pero ¿qué mierda de poder es ese que te hace hablar en una jerigonza extraña, o en lenguas que nunca has aprendido? ¿Qué absurdo poder el que te obliga a decir obscenidades y a echar espumarajos por la boca, o a andar a cuatro patas por el techo de tu casa como si fueras una araña gigante?

No obstante, a pesar de mi reticencia, desde que me enteré de que mi vecino es exorcista, empecé a espiar sus movimientos, por simple curiosidad. En cuanto oía ruido en el descansillo me acercaba a la mirilla. Finalmente, después de varios días al acecho, vi pasar por delante de mi puerta en dirección a la suya a un hombre con el tronco del revés, de tal forma que la mitad inferior de su cuerpo avanzaba hacia la puerta del vecino, mientras que su cabeza y espalda miraban en dirección al ascensor del que había salido. Es decir, parecía avanzar retrocediendo. Me recordó a esos cuadros de ESCHER, de arquitecturas y formas imposibles. Solo que en este caso se me revolvieron las tripas y casi me caigo de espaldas ante extravagante espectáculo. Pero luego, venciendo la grima que me provocaba aquella visión, me fui al salón, paredaño con el del vecino, y aplique mi oreja a la pared utilizando el viejo truco del vaso invertido.

A pesar de lo que había presenciado por la mirilla y de lo que luego oí a través de las paredes, seguía sin creer en el diablo. Pensaba que todo era un truco, efectos especiales realizados por un hábil manipulador. Pero hace dos días me encontré con el vecino en el ascensor. Vivimos en un décimo y el descenso (¿a los infiernos?) se me hizo interminable. Ninguno de los dos pronunció palabra, como si fuera una competición de a ver quién resiste más sin hablar, pero ya en el recibidor del edificio él me dijo: “Vecino, tienes al diablo dentro de tu cuerpo, si necesitas mi servicios, ya sabes, solo tienes que llamar a mi puerta”.

¿Sabría que le espiaba, que le oía a través de las paredes? ¿Tenía realmente algún poder paranormal que yo era incapaz de comprender o era solo que me quería intimidar?

No lo sé, pero desde ese día he intentado olvidar sus palabras. Mantengo un permanente diálogo conmigo mismo en el que me digo que soy una persona racional y que no debo dejarme dominar por las supersticiones. Pero no puedo evitarlo. Ahora mi cuerpo parece una casa deshabitada en la que sopla un viento gélido, recorrida por susurros y aleteos que rozan las paredes de mis entrañas. Y como si expulsara huevos por la boca, me salen palabras cuyo significado desconozco, y esta mañana, al mirarme en el espejo, en mi cara se ha dibujado una sonrisa que no controlo porque no es mía. Una sonrisa que da miedo.

 

 

Plastilina

plastilina

En las vacaciones castigué a mi hijo sin ver la televisión por insultar a su hermana. No rechistó y se fue a jugar con la plastilina. Me enterneció verlo tan concentrado, con la lengua asomando por la comisura de los labios, ya mirándome a mí ya a la figura que iba dando forma, intentando una réplica de mi persona: la nariz prominente y la cicatriz que tengo en la barbilla. Cuando terminó, vino sonriente a ofrecérmela, pero al ir yo a cogerla, su sonrisa se tornó siniestra y con rabia hundió un dedo en el pecho de la figura.

Ahora estoy en el hospital. Los médicos dicen que ha sido un infarto, y no les voy a llevar la contraria: no me creerían, y, al fin y al cabo, se trata de mi hijo.

Lógica… ¿infantil?

lógica

―¡Quiero que venga mi mamá a buscarme! ―dice el niño, llorando, a sus profesoras en la guardería.

―Es pronto aún ―le responde una de ellas.

―Tu mamá vendrá después de la comida ―le explica la otra.

Y entonces el niño, con la lógica aplastante de los deseos, grita entre llantos:

―Quiero comer, quiero comer…

ooo

El señor Z está en casa esperando una llamada importante. Se muerde las uñas, va y viene por el pasillo, y cuando ya no aguanta más, deja el móvil en la repisa del cuarto de baño, se desnuda y se mete en la ducha, pues tiene la seguridad de que cuando se halle completamente enjabonado, cegado por el gel y con el vaho escalando azulejos y espejos, empezará a sonar la jovial musiquilla de su móvil.

 

Ritual

Altar dia de los muertos

Dejé atrás las calles: rostros arrasados por cicatrices, intestinos al aire, cuerpos esqueléticos, deformes, descabezados, desmembrados… Era Halloween y quería llegar pronto a casa para llevar a cabo el ritual. “El que sobreviva al otro… Me lo tienes que prometer”, me había pedido Julia una noche del verano pasado, frente al mar de Acapulco. Sigue leyendo

El designio de las palomas

Paloma leyendo cagadas

Hace semanas que las palomas se cagan en mi coche. Antes se cagaban en todos los coches de la calle donde a diario aparco. De alguna forma eso me consolaba. Los excrementos se repartían. Pero ahora es en mi coche donde cagan. Sólo en el mío. Y como no soy de esos que a toda costa quieren distinguirse, no es algo que me llene de orgullo. Además, que las palomas se caguen en mi coche es lo mismo que si se cagaran en mí. Así es como yo lo siento. Un día sí y otro también aparece mi coche cubierto de una pasta blanca y amarillenta. Y no es casualidad. He probado a cambiarlo de sitio, pero da lo mismo, ellas me siguen con su mierda, que dejan caer en aluviones, en cascadas, en torrentes. La fiesta de la mierda. Y aunque me da mucho asco, es peor la sensación que me invade, pues pienso que estas putas palomas, con esa capacidad que tienen los animales para anticipar los fenómenos de la naturaleza, ven en mí algo ignominioso y me señalan, me estigmatizan con sus heces. No le encuentro otra explicación. Ahora los vecinos de la zona están muy contentos de ver sus coches libres de mierda, pero han empezado a mirarme mal. Les comprendo. Por culpa de las palomas deben de pensar que hay en mí algo turbio, y que no soy de fiar.

Amuleto

frasco de cristal

Mi madre conservaba en alcohol el cordón umbilical de todos sus hijos. Decía que esa era la mejor forma de prevenir “el mal de ojo”. Los guardaba en botes de cristal, con una etiqueta identificativa pegada en la tapa, y parecían lombrices muertas y retorcidas, absolutamente repugnantes. Yo siempre me había reído de esa superstición, pero cuando tuvimos que liquidar la herencia familiar y nos encontramos los botes cubiertos de polvo junto a esos otros cachivaches que la vida va arrumbando, yo no pude, como fue mi primera intención, deshacerme del mío. Y desde entonces me acompaña en los largos viajes y en las mudanzas porque, por irracional que parezca, siento que es esa piltrafa lo que me mantiene unido al mundo. (Publicado en colectivo M.J. Peláez)