Dejé atrás las calles: rostros arrasados por cicatrices, intestinos al aire, cuerpos esqueléticos, deformes, descabezados, desmembrados… Era Halloween y quería llegar pronto a casa para llevar a cabo el ritual. “El que sobreviva al otro… Me lo tienes que prometer”, me había pedido Julia una noche del verano pasado, frente al mar de Acapulco.
Ya en casa, quité del aparador todo adorno y lo cubrí con un mantel blanco para improvisar un altar: cuatro velas encendidas formando una cruz; un cuenco con el incienso; un vaso con sal; las calaveritas de azúcar; y a falta de flores de cempasúchil, un camino de pétalos de rosas amarillas, el amarillo evocador del sol en la tradición azteca; una botella de vino y dos copas, tal y como había pedido Julia; y su foto presidiendo el altar: Julia en la playa, la melancolía en la mirada y un rictus de tristeza en los labios que entonces no acerté a ver. Luego, del baúl de los recuerdos, rescaté a La Catrina, la muñeca que compramos en México, con una calavera por cabeza y cubierta con un emperifollado sombrero de flores y plumas; vestida como dama de la alta sociedad para recordarnos que la muerte nos llega a todos, ricos y pobres.
Fue Julia quien eligió México como destino para nuestra luna de miel. Yo prefería la seguridad de Europa, y ella se burlaba de mis miedos, de mi cerebro racional y prejuicioso, porque le atraía lo desconocido, la incertidumbre, el batiburrillo de creencias que, en su opinión, era señal de apertura mental. Julia creía en los viajes astrales y en la transmigración de las almas. Yo no creía en nada.
Desde la calle me llegaba la algarabía de los siniestros paseantes, y por las escaleras se oía el galopar de la chiquillería pedigüeña que iba de piso en piso, de casa en casa. Sentado en el sofá, a la sola luz de las velas, con el incienso ya prendido y Catrina a mi lado, solo quedaba esperar delante del altar. Pero esperar ¿qué? Nada en realidad. ¿Quién en su sano juicio puede creer que las almas de los muertos vienen a visitarnos siguiendo el rastro de las ofrendas? Yo no, desde luego, y si cedí a esa superstición fue por la promesa hecha a Julia, un ritual como otro cualquiera para honrar su memoria, aunque mi recuerdo no estaba exento de rabia y resentimiento.
En esa espera sin esperanza, en ese estar allí sentado como un pasmarote, sin saber qué hacer, oficiante de un rito que carecía de todo sentido, recordé los días en México, la pasión con que Julia se sumergía en la vida de aquellos pueblitos del interior antes de ir a Acapulco, no como yo, con un pie en el agua y el otro en la orilla; y el recuerdo del día aciago en que palpé su vacío en la cama al despertar, y luego el aullido de las sirenas a lo lejos, el revuelo en el hotel, el gesto compungido del policía cuando me confirmó la noticia que los agoreros rumores ya habían traído: “… sí, en el fondo del acantilado, ya sin vida”.
Empecé a servirme de la botella de vino, una copa tras otra, hasta que las paredes y el suelo del salón empezaron a desplazarse, junto con el sofá, el aparador… La casa toda parecía andar en fuga, y cuando miré a Catrina, en el intento de enfocar lo que se hallaba más cerca de mí, ella, en una suerte de acto de prestidigitación, dejó de ser Catrina para ser de pronto Julia, quien ahora me miraba con esos ojos luminosos con que me miró aquella noche, antes de desaparecer para siempre de mi vida. Y al instante supe a qué había venido: a dar respuesta a la pregunta que, desde hacía más de un año, me arañaba las entrañas.
―Lo hice porque, después de esos días, ya era imposible ser más feliz ―dijo, deslizando sus dedos largos y pálidos por mis mejillas
Con rabia me deshice de sus caricias para gritarle que había sido una egoísta, que había destrozado mi vida, pero, adivinando quizá mis pensamientos, selló mis labios con un beso y luego me abrazó para acunarme como a un niño necesitado de consuelo, y así, entre sus brazos, poco a poco me fui calmando, en medio del olor a incienso y del juego de sombras que el ondular de las llamas de las velas producía, hasta que el impertinente timbre de la puerta me taladró los oídos y la ensoñación se esfumó.
Tambaleándome en la penumbra, aún obnubilado, fui a abrir. El corazón me latía con fuerza porque temía lo que pudiera encontrar al otro lado de la puerta. Pero allí no había nada temible: frente a mí, dos tiernas criaturas, un Frankestein y una Vampirina, que me miraban desde su pequeña altura con ojos cándidos, enmarcados por la pintura de sus disfraces; azul la de Vampirina; blanco sanguinoliento la de Frankestein.
¿Truco o trato? ―dijeron a coro. Les di un puñado de caramelos y se fueron tan contentos cogidos de la mano.
Tras cerrar la puerta, sentí el alivio de haber vuelto a la realidad, y la tristeza por haber perdido tan de golpe el abrazo de Julia, que aun fantaseado parecía tan real que todavía me temblaba el cuerpo entero. Pero cuando entré en el salón y encendí la luz, no hallé rastro ni de Catrina ni de las calaveritas de azúcar, y en la foto del altar Julia sonreía, una sonrisa leve, apenas una pincelada en su melancolía, pero sonrisa al fin.