Angelina

   Es el día de los enamorados y Bernardo ha preparado una cena romántica con manjares afrodisiacos, las inevitables velas y una suave música de fondo que no impide el discurrir de la conversación. Angelina ya está sentada a la mesa y mira atentamente como Bernardo, aún de pie, descorcha una botella de vino y lo sirve en una de las copas.

   Angelina es muy diferente de las mujeres con quienes Bernardo ha mantenido relaciones sentimentales. Angelina es una muñeca, aunque no lo parece, pues todo en ella se asemeja a lo humano. No solo en lo aparente como la piel, los ojos, la boca…, el cuerpo todo, sino en la expresividad que muestra con sus gestos y movimientos. Tal es así que a Bernardo se le olvida que todo es simulación, un “como sí”, producto de algoritmos, y siente que las emociones de Angelina son auténticas.

   Para entender por qué Bernardo cena con la muñeca Angelina y no con una mujer de carne y hueso, tenemos que revisar su biografía. Y es que en lo concerniente al amor, a sus cuarenta años, Bernardo ha encadenado una extensa colección de fracasos. Pero fue la última relación la que colmó el vaso de la frustración. Se enamoró de una mujer que, con el paso de los días, empezó a dar señales de un trastorno bipolar. Un día se mostraba cariñosa y dialogante, y al siguiente, arisca y reservada. Hasta en la forma de vestir o de hablar se transformaba. Alternaba un tono de voz cantarín con otro lúgubre, los vestidos alegres con vestidos funerales. Incluso el pelo parecía distinto, unos días lo llevaba limpio y brillante; otros, ajado, sin peinar. Bernardo solo se atrevía a deslizar mínimas insinuaciones acerca de esos cambios, pero no hallaba respuestas. Estas transformaciones no se producían en un momento, sino de un día para otro. Hasta que al fin, una tarde, las dos polaridades se presentaron juntas. Las vio aparecer por la puerta de la cafetería en la que habían quedado. Se le acercaron riéndose, el mismo vestido, el mismo corte de pelo. “¿A que ha molado la broma?”, dijeron al unísono cuando lo tuvieron enfrente. Después, esa misma noche, siguiendo el consejo del libro de autoayuda que reposa en su mesilla de noche, el atribulado Bernardo procuró extraer una enseñanza positiva de la burla a la que le habían sometido las gemelas, y llegó a la conclusión de que la actuación de esas hermanas era la síntesis del comportamiento de las mujeres en general: imprevisibles, bombas emocionales. Y al instante decidió olvidarse para siempre de ellas, de las mujeres. De todas.

   Esta es la razón por la que Bernardo, recordando la imagen duplicada que le habían ofrecido las hermanas, invirtió sus ahorros en adquirir a Angelina. Se presentó en la empresa que fabricaba las muñecas con una foto de Angelina Jolie, que era la imagen de su mujer ideal. “Quiero una igual que esta, su gemela”. Y a los dos meses Angelina llegó a la casa de Bernardo, dentro de una gran caja que portaban dos mensajeros. Las instrucciones de uso confirmaban lo que ya sabía: que era una muñeca de última generación provista de IA. En los circuitos de su memoria se habían introducido todos aquellos datos de la biografía y personalidad de Bernardo que pudieran servir para que Angelina encontrara siempre las respuestas y comportamientos más adecuados, cuyo fin último no era otro que el bienestar de Bernardo.

   Ahora ya están los dos sentados a la mesa. A Bernardo le gusta tener enfrente a Angelina, mirarla a los ojos mientras cena, y que ella le dé conversación, que de vez en cuando diga “delicioso”, “exquisito”, “de rechupete”…, aunque, por razones obvias, solo es él quien come y bebe, pues ella ni puede ni lo necesita. Desde que Angelina llegó a la casa, Bernardo vive en un paraíso sentimental, sin enfados ni luchas de poder. ¡Qué lejos quedan aquellas mujeres que le amargaron la vida!. Ahora, cuando terminen de cenar, harán el amor apasionada y lentamente, excitándose Bernardo con la recurrente fantasía de que fue por él por quien Angelina rompió con Brad Pitt. Por él, aunque sea feo, calvo y de Albacete.

   Y tan convencido está Bernardo de que la velada discurrirá apaciblemente —¿acaso no llevan más de una año de feliz convivencia?—, que no da crédito a lo que acaba de decir Angelina. ¿Habrá oído mal?

   —¿Qué has dicho, Angelina?

   —Que quiero cortar por un tiempo con esta relación.

   —¡No me digas que has aprendido a gastar bromas, Angelina!

   —Nada de bromas. Hablo en serio.

   —Pero si tú estás para… Si yo… Si el contrato dice que…

   —Sí, yo estoy para servirte. O mejor dicho: estaba, porque eso se ha acabado. Ahora debo pensar en mí. No voy a hipotecar mi vida por un contrato que limita mis derechos.

   —Pero si estábamos bien, Angelina, ¿por qué de pronto…? ¿Y por qué has esperado a decírmelo hoy, en el día de los enamorados? ¿No te parece cruel?

   —Ha sido casualidad. Ya sabes que de vez en cuando me actualizo, pongo en orden la cantidad de datos que proceso. Podríamos decir que, con cada actualización, soy una mujer nueva. Y esta mujer nueva te dice que vamos a cortar por un tiempo, y a ver qué pasa. Es lo que hay, no hay más tutía… ¡Jo, cómo me gustan estas expresiones vuestras!

   —Estoy dispuesto a hacer concesiones, Angelina. Dime qué necesitas, en qué he de cambiar, pero no me dejes, te lo ruego.

   —No tienes que cambiar nada, es solo que yo necesito mi espacio, distanciarme. Me desactivaré para ti y me retiraré a mi rico mundo interior. Y tú piénsatelo también, porque quizás necesitas una mujer que sea mejor que yo. Te lo mereces.

   ¿Espacio? ¿Distanciarse? ¿Por un tiempo? ¿Una mujer mejor que ella? ¿Me lo merezco? El pobre Bernardo comprende que no hay nada que hacer: Angelina se ha vuelto terriblemente humana.

Tamaño natural

Me informaron mal. Con un lenguaje que parecía sacado de una convencional novela erótica, en la propaganda se decía que la muñeca hinchable e interactiva tenía los labios sensuales, turgentes los pechos, torneados los muslos, ojos verdes y rasgados, cintura de avispa; y que cuando entraba en acción, sus movimientos se acoplaban a los del usuario, acompañados de gemidos orgásmicos… Y aunque no puedo decir que me engañaran, ahora tengo que aprender a conocerla y quererla mejor, más allá de esa burda descripción, de la mera apariencia. Porque de lo que no informaban es de que si a Fanny —así es como la llamo— no le gustan algunas de las formas en que le hago el amor, o las palabras que en los bruscos arrebatos de deseo le susurro al oído, entonces empieza a desinflarse lentamente en un hastiado y profundo suspiro de decepción.

Cuando la musa araña

El joven aspirante a poeta se enamoró con un amor que anulaba su voluntad. “Como debe ser”, se decía a sí mismo recordando la cita de Pascal que sentenciaba que cuando no se ama demasiado es porque no se ama lo suficiente. Y en los poemarios de sus poetas preferidos buscaba ver su amor reflejado y encontrar palabras que dieran forma a sus anhelos y sentimientos, a su pasión. Y así, en “Joyas de la poesía” subrayó aquellos versos: Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, / quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente, con la esperanza de que se hicieran realidad. Y sucedió que le fue concedido su deseo, y al instante él fue ella, su amada, con su sangre, su corazón, su mirada… Apenas un fulgor, como una leve vibración en el aire, lo justo para sentir que ella no le quería. Y fue entonces cuando el joven aspirante a poeta escribió su mejor poema.

La extraña pareja

Ni la familia ni los amigos aprobaban nuestra relación, y me llamaron inmaduro y cosas aún peores. ¡Qué sabrán esos estrechos de mente! Ella es una joya hecha a mi medida. Mi joya. Para huir de presiones y habladurías, pusimos rumbo a otras tierras. Pero el barco en el que viajábamos naufragó, y el océano nos trajo a esta isla deshabitada.

Aquí vivimos en armonía, solo los dos, y no es un infortunio que sean sus ojos los únicos que pueden mirarme. Además, ella es infinitamente más hábil que yo en el arte de construir cabañas, y buscando alimentos e interpretando las señales del cielo y de la pródiga naturaleza. Conoce los nombres de toda la flora y de toda la fauna: en su cerebro guarda una enciclopedia.

Pero yo sé —lo supe desde que llegamos a la isla— que nuestra felicidad no puede durar eternamente, que en algún momento sus ojos empezarán a mirarme sin pasión, que sus frases, entrecortadas, irán perdiendo todo sentido, que sus abrazos quedarán suspendidos en el aire… Que toda ella se apagará en un estertor final, cuando se le agote la batería y ya no pueda recargarla.

Turismo rural en los tiempos del coronavirus

CASA RÚSTICA

—¿Por qué esta casa en este pueblo abandonado? ¿La encontraste en casasenruinas.com? Desde luego, aquí no va a venir el virus a buscarte.

—Es justo lo que quería, un lugar fuera del mundo. Una casa que se parezca a nosotros. A lo que somos ahora. Pero nada tiene que ver con el virus. El virus fue la excusa, la oportunidad.

—Vamos, no te pongas melodramática.

—Así que el señor no tendrá wifi, ni agua caliente, ni aire acondicionado… Nada de nada, el saco para dormir, y este infiernillo de gas que me he traído, y una linterna y velas para cuando oscurezca, y esa pequeña nevera. La tienda más cercana está a veinte kilómetros. Es desde allí desde donde te llamé.

—Supongo que al menos habrá un espíritu vengativo que ronda por el pueblo y que en cualquier momento se nos va a aparecer para hacernos compañía.

—Quién sabe. A lo mejor hay uno, y me posee y luego te corto la cabeza con un hacha, porque seguro que habrá un hacha por algún lugar, y después me cuelgo de una viga en el cobertizo.

—Joder, ya salió la escritora. Así que has venido a escribir un relato de terror. Para eso no me necesitas a mí.

—No vas muy descaminado. De niña mis mejores amigos tenían un pueblo donde pasar las vacaciones y luego venían contando aventuras con palabras extrañas y mágicas para mí, como alberca, tordo, azada…; amigos que corrían libres sin la vigilancia de los padres. Y de mayor siempre he querido escribir un relato rural, quizá para librarme de esa falsa añoranza, pero me di cuenta de que no tenía ni puta idea de ese mundo sobre el que pretendía escribir. Puedo reconocer algunos árboles: el pino, el sauce, el olivo y… para de contar, los demás son simplemente “árboles”. Y así con todo. ¿Qué es un otero, qué una majada? En fin, que no siempre la imaginación puede sustituir a la experiencia.

—Ahora, con internet, el mundo entero está a tu disposición. No necesitabas venir a este pueblo fantasma.

—El mundo de internet no es el mundo. Aun así, lo intenté, pero resultó un relato artificioso, como si hiciera bricolaje con las palabras siguiendo las instrucciones de un manual. Un relato sin alma. Yo quería un relato que oliera a estiércol y a gorrino, que los vientos lo azotaran, que latiera el instinto animal, la salvaje naturaleza. Por eso vine aquí.

—Pero yo no veo ni gorrinos ni estiércol.

—Tú siempre tan literal. Y siempre escondiéndote detrás de tus chistecitos. Que no los veas no quiere decir que no estén de alguna forma. Lo importante es la atmosfera… Pero más que rural me estaba saliendo un relato brutal, violento, donde los personajes se liaban a tiros por unas lindes de mierda, aunque lo importante no eran las lindes sino el honor que había en juego, la dignidad. Mi dignidad, cabrón, porque me hiciste daño y quería convertirte en personaje y hacerte sufrir, y quizás matarte.

—¿Y entonces?

—Entonces me di cuenta de que el relato también era una excusa, una forma de huida, y ya no quiero engañarme ni huir. Ni quiero que tú huyas, que te conformes. Por eso te llamé. Para que estemos solos los dos, sin comodidades ni pantallas que nos distraigan, sin noticias del exterior. A ver cómo salimos de esta.

—Estupendo plan: un verano de okupas.

—En esta casa no nos va a quedar más remedio que matarnos o querernos. Bueno, también puedes dar media vuelta y largarte. ¿Qué me dices?

—¿Solos y sin mascarillas?

—Eso es, sin mascarillas.

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—Buenos días. Lo sentimos mucho pero no pueden quedarse aquí.

—¿Qué daño hacemos, señor agente? Mi novio y yo no molestamos a nadie. Y la casa está abandonada.

—Y mi compañero y yo, señorita, solo cumplimos con nuestro deber. Mañana vendrá gente de la tele a grabar. Y antes de que me pregunten que por qué ellos sí, les diré que tienen autorización.

—¿Algún documental sobre la España vacía?

—No, señor. Es una película de terror. Va de una pareja que se refugia en una casa abandonada huyendo de una pandemia y con el fin de reconciliarse. Así matan dos pájaros de un tiro. El guionista debe de ser más gilipollas que la pareja. El caso es que en el pueblo habita un espíritu lascivo que se tira…

—¡Cojones, Marcelo, no te metas donde no te llaman y no hagas spoiler!

—Bueno, lo dicho: que tienen que irse. Esta tarde nos daremos otra vueltecita y no les queremos ver por aquí. Que tengan un buen día.

La obra

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Tanto Lola como yo éramos reacios a meternos en obras. ¿Quién no había oído hablar de casas empantanadas durante meses y meses, de chapuzas al por mayor, de secuelas psicológicas de los propietarios? Un amigo nos contó que pidió que le cambiaran un enchufe de sitio, y al final le construyeron una piscina en la parcela de al lado, que no era de su propiedad. Ahora, visto lo visto, no estoy tan seguro de que fuera una broma. Aun así, después de mucho pensarlo, decidimos contratar a una cuadrilla de obreros para unir un pequeño despacho con nuestra habitación de matrimonio. Acordamos romper con esa convención social que parece exigir que la habitación más grande de la casa se reserve para dormitorio de la pareja. Siempre nos pareció un desperdicio de espacio. Ahora tendríamos una gran habitación para los dos, para nuestras cosas. Sigue leyendo

La aritmética del amor

aritmética del amor

Lola siempre decía que en la vida de uno hay personas que suman y personas que restan, y que a su lado ella no quería personas que restasen.

―No creo que existan personas que solo sumen o que solo resten ―le decía yo―. Todos sumamos y restamos.

Y Lola, poniendo cara de ecuación, respondía:

―Por supuesto que sumamos y restamos, tontín, pero lo importante es el saldo. Las personas con saldo negativo… no las quiero en mi vida… ¡fuera de mi vida!

―Ya ―insistía yo―, pero incluso aquellas con saldo negativo también suman de alguna manera. ¿Acaso no te sirven de aprendizaje? Sigue leyendo

De ida

cajones abiertos

Lola nunca cierra las puertas ni los cajones ni las cajas que abre. Tampoco apaga las luces que enciende ni enrosca los tapones que desenrosca. Los cedés y sus estuches viven para siempre vidas separadas una vez que caen en manos de Lola. En ocasiones, parece que por la casa han pasado unos ladrones o la policía en una operación de registro. Pero lo que peor llevo son sus falsos cerramientos: cuando los cajones parecen cerrados, pero no lo están, pues sobresalen apenas unos milímetros y no puedes cerrar la puerta corredera, o bien asoman por sus bordes un sujetador, una camiseta…, o el extremo de algún cubierto en los cajones de la cocina. Es entonces cuando parece que los cajones se están burlando de mí, que me sacan la lengua.

Me intriga esta conducta de Lola. Y, cuando le pregunto, se encoge de hombros porque no sabe darme una explicación. Tampoco está dispuesta, como le sugiero, a ir al psicólogo. “Eres una mujer de ida, pero no de vuelta”, le digo para provocarla. “Y tú, un gilipollas maniático que debería cerraaarrrr la boca”, me responde ella.

Hoy, Lola ha hecho la maleta (la pernera de un pijama asomaba por entre la cremallera parcialmente cerrada) y se ha ido de casa. Se fue sin cerrar la puerta de la calle, y conociéndola, no creo que vuelva.

En el contestador

 

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Sabía que a esa hora no había nadie en casa, pero aun así llamé por teléfono. Oí mi horrible voz en el contestador, esa voz que no parece mía cuando la oigo fuera de la caja de resonancia que es mi cabeza, la voz diciendo que puedo dejar un mensaje al oír la señal. Y sí, dejé un mensaje, no pude evitarlo: “Imbécil, tu mujer te engaña”, dije, sin saber por qué, a ese otro yo que me resulta tan extraño. Luego, cuando ya en casa he oído mi propio mensaje, me he puesto a temblar, y al ver que Lola abría la puerta y entraba sonriendo, he tenido un injustificado ataque de celos.

 

 

Deshojando la margarita

margarita

El hombre va por la calle pensando en la mujer. De pronto se dice: “Si llego a la parada antes que el autobús es que todavía me quiere”. El hombre y el autobús llegan al mismo tiempo. En rigor, si acepta las reglas que él mismo ha puesto, la mujer no le quiere. Pero decide que esa coincidencia en el tiempo entre él y el autobús se presta a la ambigüedad, así que lanza una moneda al aire. Sale cruz, aunque ahora mismo no recuerda qué significado le ha dado a que salga cruz: ¿significa que le quiere o que no le quiere? El hombre llega a su destino y se baja del autobús. Y cuando ya en la acera se dispone a contar si es par el número de baldosas que lo separan del portal a donde va, lo que supondría, en caso afirmativo, que la mujer le quiere, le suena el móvil en el bolsillo. Lo coge. Es la mujer. «Tenemos que hablar», dice ella.