La abuela y el agapornis

Esta mañana, con el alma en vilo, Lola y yo nos dirigimos a casa de la abuela. Llevábamos horas llamándola, tanto al móvil como al fijo, y no respondía. Tampoco su vecina de al lado, a la que telefoneamos previamente, había conseguido que le abriera la puerta. Nos dijo que no se oía ningún ruido en el interior, ni siquiera el de la televisión, que la abuela ponía a todo volumen porque estaba sorda y era reacia a usar los audífonos. Lo único que se oía de vez en cuando era el piar del pájaro, un piar extraño, como alborotado.

El pájaro al que se refería la vecina era Rufino, el agapornis que meses atrás le habíamos regalado a la abuela cuando enviudó. Pensamos que un pájaro le haría compañía, y ayudaría a mantenerla activa en su afán por cuidarlo. El dependiente de la pajarería nos convenció de que un agapornis era una buena opción, pues además del alegre colorido que exhiben, los llaman “amorosos” y que por algo sería, y que esa idea de que hay que tenerlos en parejas porque no soportan la soledad es una creencia sin fundamento, y si la abuela le daba cariño, el agapornis viviría feliz, sin traumas. Así que no, no tendríamos que comprar dos agapornis.

El hecho de que la vecina hubiera oído piar a Rufino nos informaba de que no se había producido un escape de gas, pero tampoco era muy tranquilizador, ya que podría haber múltiples razones para que la abuela no respondiera a nuestras llamadas, la mayoría de ellas de inquietante pronóstico, y aunque gozaba de relativa buena salud para sus noventa y tres años, en nuestras últimas visitas habíamos comprobado que empezaba a desvariar en lo concerniente a su relación con Rufino, a quien desde el primer momento, cuando se lo entregamos en la jaula, después de decir “parece un bolita de color”, se empeñó en llamarlo así, Rufino, que era como se llamaba el difunto abuelo .

Al principio, los desvaríos nos parecieron exageraciones sin más, muy propias del carácter vehemente de la abuela, cuando nos decía que a Rufino, al igual que a ella, le entusiasmaba el programa de La Ruleta de la Suerte, y los partidos de tenis que jugaba Nadal, o los partidos del Atlético de Madrid, equipo del que eran muy forofos, pero cuando empezó a decir que Rufino había resuelto una prueba de sinónimos en La Ruleta, o que con su ala izquierda había acompañado una dejada de Rafa sobre la red, o que sus plumas adquirieron el color rojiblanco en un enfrentamiento de su equipo con el Real Madrid, a la vez que gritaba: “¡Aúpa Atleti!”, entonces empezamos a preocuparnos de verdad, y para comprobar hasta donde llegaba su delirio, le preguntamos por qué Rufino nunca hablaba cuando estábamos nosotros, ni hacia esas cosas que ella decía que hacía. “Porque es muy suyo, es un sinvergüenza”, dijo mirando a Rufino cariñosamente, con un gesto de complicidad.

El médico no le dio mucha importancia. “Qué quieren, tiene noventa y tres años, y parece que la cosa no va más allá de su relación con el pájaro. Y si así es feliz…”. La opinión del doctor nos había tranquilizado, pero ahora, mientras nos acercábamos a la casa, se encendían las alarmas. Entramos corriendo al portal y no esperamos al ascensor. Subimos las escaleras de dos en dos hasta el tercer piso y, nada más abrir la puerta de la casa, nos precipitamos al interior, cada uno para un lado. Buscamos por todas las habitaciones, cocina y baños, e incluso miramos debajo de las camas y dentro de los armarios, en el balcón. Nada, la abuela no estaba allí. Sí estaba la jaula, abierta sobre la mesa del salón, y Rufino dentro.

Pensamos entonces que a la única vecina que la abuela visitaba era a la vecina con quien ya habíamos hablado por teléfono, pero que quizá hoy, aunque raro en ella, había decido visitar a algunos de los otros vecinos, o simplemente se había marchado a la calle, hecho aún más insólito. Y ya estábamos preparados para emprender ese nuevo itinerario por etapas; primero, de casa en casa, y luego por la calle si fuera necesario, cuando nos percatamos de que Rufino no estaba solo en la jaula, como en un principio habíamos creído, sino que con él había otro agapornis, tan juntos el uno del otro que parecían un solo cuerpo y que por eso no nos habíamos dado cuenta antes.

Desconcertados, perplejos, asustados, acercamos nuestras narices a la jaula para ver mejor, y entonces…, el agapornis que no era Rufino se giró hacia nosotros, nos guiñó un ojo y se puso a picotear suavemente en la cabeza de Rufino, que se esponjaba por efecto del gustirrinín que sin duda le estaba dando. “¿Has visto lo mismo que yo?”, me preguntó Lola, balbuceando, con los ojos muy abiertos. Sí, habíamos visto lo mismo.

Recuperados del asombro —si es que esto es posible— y aceptando que en la vida hay misterios que no se pueden explicar, decidimos que lo mejor, después de hacer el paripé de preguntar a todos los vecinos, era traernos los agapornis a nuestra casa.

Los hemos colocado en la habitación más luminosa, con la puerta de la jaula abierta —que es lo que la abuela hacía antes con Rufino para que entrara y saliera a voluntad—, y seguro que a Lola y a mí, que no pasamos por el mejor momento en nuestro matrimonio, nos viene muy bien convivir con tanto derroche de amor. Después iremos a la policía para informar de la desaparición, porque no hacerlo resultaría muy sospechoso. Seguramente nos pedirán una foto de la abuela para publicarla en los medios, y sugerirán que hagamos fotocopias ampliadas para que las colguemos por su barrio. Y nosotros, aunque sabemos lo ineficaz que va a resultar cualquier actuación, diremos a todo que sí, que nos parece perfecto, que les estamos muy, muy agradecidos

Crónica de un abandono anunciado

Soy un perro. Y no es una metáfora: la de un hombre diciéndose a sí mismo que es un perro porque se siente como un perro. Quiero que esto quede muy claro desde el principio, el dato de que soy un perro y que como tal te hablo, porque no me gustan esas historias en las que un narrador en primera persona esconde su identidad para al final revelarnos que es un animal el que está hablando. ¡Tachán! ¡Sorpresa! No, no me presto a esos jueguecitos. Y tanto me disgustan las sorpresas gratuitas, que es por eso que a mi historia le he dado el título de “Crónica de un abandono anunciado”, para que tú, lector, sepas ya desde el principio, sin intriga, cuál ha sido mi destino, y que comprendas por qué ahora soy un perro descreído, decepcionado, aún más de lo que ya era.

Se dice que los perros somos los mejores amigos de los hombres, y hay quien da por hecho que el afecto es recíproco, pero no es así, no todos los hombres son amigos de los perros; y los peores, por la traición que supone, son aquellos a los que se les llena la boca de bonitas palabras, que educan a sus hijos en el cariño a los animales, y que hasta puede que sean socios de alguna ONG protectora de la fauna, pero a los que luego les va venciendo la desgana y se les termina cayendo lo que solo era una máscara del amor. Y me pregunto qué clase de impostura es esa, qué manera de engañarse y de engañarnos.

Esto es lo que me sucedió con la familia que me rescató de la perrera. En su favor tengo que anotar que se fijaran en mí, un simple chucho, sin pedigrí, un perro desvalido con una historia de malos tratos a cuestas. Me eligieron como regalo de Navidad para los hijos, una niña de diez años y un niño de seis. Y los cuatro me acogieron con grandes muestras de cariño, incluso tuvieron paciencia con mi natural desconfianza, pues tardé semanas en corresponder a su afecto, hasta que no llegué a sentirme como un miembro más de la familia. Y puedo decir que durante meses fui un perro feliz, satisfecho con la vida. Pero entonces, allá por el mes de junio, todo cambió. No fue un cambio brusco, radical. Incluso para un observador que no fuera de la familia se diría que todo seguía igual. No fueron violentos conmigo, ni groseros. Fue más bien algo sutil impregnado de frialdad y desapego. Las mismas rutinas de antes, pero ya sin amor. Y sentía que les sobraba, que yo era ya para ellos más una cosa que un perro con alma, incluso para los niños, siempre tan cariñosos, quizá contagiados de la actitud de los padres.

Cuando finalizó el curso escolar, a los críos los enviaron con los abuelos maternos. Estarían con ellos hasta que nos fuéramos todos de vacaciones, en julio. Aunque ya presentí que en ese “todos” no iba a estar yo incluido. Y así fue. Una noche, el padre me llevo a la calle, pero no para dar el habitual paseo, sino para hacerme subir al coche nuevo que se acababan de comprar, uno de esos coches grandes como tanques, con la tapicería de piel. Del maletero sacó una manta y la dispuso sobre el asiento trasero, al que me invitó a subir.

Ya no tuve la menor duda. Sabía lo que me esperaba. En realidad lo sabía desde hacía tiempo, pero me había negado a admitirlo. Y ahora, ante lo evidente, podía ponerme a gemir, a lamerle las manos, a subirme a su regazo… Pero pensé que el amor no se negocia, ni se compra, ni se fuerza; que el amor se da o no se da. Así que me mantuve en silencio durante todo el trayecto. Un silencio que se fue espesando en el interior del coche hasta que el hombre, visiblemente nervioso, buscó en la radio una emisora de música.

Circulamos durante horas, dejando atrás la ciudad, con el sonido de fondo de las sucesivas melodías, hasta que nos desviamos hacia una zona de descanso en la que no había nadie, al lado de una arboleda. Sin parar el motor, se bajó del coche y miró a su alrededor, como para cerciorarse de que efectivamente estábamos solos. La noche era clara. Luego abrió una de las puertas traseras para que yo me bajara. Por un momento se me pasó por la cabeza mearme y cagarme en su maravillosa tapicería, pero no quise ser esa clase de perro, por dignidad, la mía, aunque él se mereciera todo eso y más. Cuando me bajé de un salto, en la expresión de su cara vi que le sorprendía mi docilidad, mi resignación, y antes de adentrarme en la arboleda, le miré a los ojos, muy fijamente, pero no pudo sostenerme la mirada, se dio media vuelta, se metió en el coche y pisó a fondo el acelerador. Luego, en el silencio de la noche, me puse a caminar sin rumbo fijo, guiado por mi instinto, y allí, en medio del campo, empecé a ladrarle a la luna, aunque lo que me salió fue un gañido, un largo y furioso gañido.

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P.D. Se me olvidó decir que la familia me puso un nombre. Un bonito nombre que era de mi agrado, pero que no merece la pena recordar aquí, puesto que ya nadie va a llamarme.

Primer amor

“Quedamos en la feria, en los coches de choque, a las siete”, me pidió Malena por teléfono. Malena, la que alegraba con su sonrisa el hastío de mis días y de la que estaba secretamente enamorado, llevaba una semana sin aparecer por clase y quería que la pusiera al día. Por primera vez el apelativo de «empollón» me sonó a música celestial, y le habría sugerido otro lugar de encuentro, donde estar solos, sin gente alrededor, pero mi tremenda timidez me lo impidió.

Llegué a la pista cinco minutos antes de lo previsto, pero Malena ya conducía uno de los cochecitos, y como su imagen ejercía tal poder sobre mí, tardé un instante en descubrir que no estaba sola, que con ella estaba el alumno repetidor de insolente barbilla, y que a cada topetazo que se daban él la abrazaba riendo. Tenía que haberme ido en ese momento. De hecho me dije «vete, vete», pero no solo no me moví, sino que empecé a hacer señales con las manos, como si fuera un espantapájaros agitado por el viento. Cuando por fin Malena me vio, condujo sorteando coches hasta el borde de la pista, donde yo estaba parado. Desde su asiento improvisó una carita sonriente, y con un mohín de niña buena, apenada por las molestias que me estaba causando, extendió una mano pedigüeña. Dócilmente, le entregué los apuntes de la semana, todos pasados a limpio. “Eres un encanto” me dijo, y dieron media vuelta. Con el corazón encogido me dirigí a la Casa del Terror para purgar mi pena.

Cuando la musa araña

El joven aspirante a poeta se enamoró con un amor que anulaba su voluntad. “Como debe ser”, se decía a sí mismo recordando la cita de Pascal que sentenciaba que cuando no se ama demasiado es porque no se ama lo suficiente. Y en los poemarios de sus poetas preferidos buscaba ver su amor reflejado y encontrar palabras que dieran forma a sus anhelos y sentimientos, a su pasión. Y así, en “Joyas de la poesía” subrayó aquellos versos: Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, / quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente, con la esperanza de que se hicieran realidad. Y sucedió que le fue concedido su deseo, y al instante él fue ella, su amada, con su sangre, su corazón, su mirada… Apenas un fulgor, como una leve vibración en el aire, lo justo para sentir que ella no le quería. Y fue entonces cuando el joven aspirante a poeta escribió su mejor poema.

Herpenéutica

 

fonendo

Creo que mi doctora no me tiene ninguna estima. Siento que le doy grima, o asco. Yo qué sé. Lo digo por la forma en que me aplica el fonendoscopio, que parece que estuviera estampando sanguijuelas contra mi pecho; o por cómo mueve el depresor para mirarme la garganta, igual que si sacara monedas de una hucha. Ayer, cuando le mostré mi lacerada boca, me dijo que mi herpes labial se debe a los besos que no me dan.

Sí, eso es lo que me dijo, y fue una sorpresa. Ella, tan formal, tan sería, tan sin sentido del humor, va y me sale con lo que entonces creí un jueguecito malévolo.

—¿Y qué podemos hacer? —pregunté siguiéndole la corriente.

—A mí no me mire —dijo ella, dando un pequeño respingo, como si hubiera interpretado intenciones aviesas en mi pregunta.

Mi doctora es muy susceptible, o quizá era ella quien tenía un herpes labial latente por los besos que no le dan, pero juro que en mi pregunta solo había un interés informativo, sin ningún recoveco de deseo.

—¿Cubre la seguridad social el tratamiento, aunque sea en copago? —pregunté para romper el silencio incómodo que se extendía entre nosotros.

—No se burle de mí —seguía a la defensiva—. Y le advierto que en esto no valen fáciles recetas como contratar a profesionales del beso, o el beso de alguna desconocida que se compadezca, porque hay que compadecerse para… —la pausa iba acompañada de una muesca de asco—. Es necesario el beso de una mujer que se enamore realmente de usted —de nuevo la cara de asco.

Pasé por alto sus gestos de repugnancia.

—Ya veo, doctora, un cuentecito. Necesito una Bella que se enamore de la Bestia. Un beso que me rescate de mi soledad, un beso que…

—Allá usted si quiere seguir con ese tono de burla —me interrumpió—, pero es la única forma, solo con un beso de amor. Ya sé que es difícil, por no decir imposible, que de usted puedan…, pero el estado actual de la ciencia médica no me permite ofrecerle otra posibilidad.

—En serio, doctora, ¿no me puede recetar nada?

—Le estoy hablando completamente en serio. Y de una cosa le advierto: de nada sirve que se bese a sí mismo en el espejo, por grande que sea el amor que usted se tenga. Sería como pretender hacerse cosquillas con sus propias manos.

—Y mientras encuentro el amor, ¿no podría darme algo para no llegar a parecerme a Mick Jagger?

—Puedo recetarle un antidepresivo, le ayudará a no venirse abajo en la búsqueda de su princesa —paladeó la palabra princesa y me miró con sorna antes de empezar a teclear frente a la pantalla del ordenador—. Y un laxante —añadió sin dejar de mirar a la pantalla.

¿Un laxante? Iba a preguntarle que para qué necesitaba yo un laxante, pero sabía que aquella propuesta encerraba una provocación y no quise darle el gusto de ensañarse más conmigo.

Salí de la consulta con la receta en la mano, aunque con la idea de volver pronto, porque tuve la certeza de que en los labios de la doctora también duerme un herpes por los besos que no le dan. Volveré, me dije, y quizá si empezamos de nuevo, si yo paso por alto su endiablado carácter y ella deja de verme como la materialización de una ficha médica, podamos unir nuestros solitarios herpes, disolverlos en un largo y profundo beso.

EPÍLOGO

Releo lo que he escrito y… joderrrr…, es asqueroso eso de fundir los herpes en un largo beso. Pero mejor no borrarlo. Que sirva de testimonio de a dónde nos pueden llevar las repentinas oleadas de romanticismo barato.

El blablablá del amor

bla-bla-bla del amor

Un día, Lola y yo decidimos prescindir de las palabras de amor porque nos dimos cuenta de que nos estábamos volviendo perezosos. Es tan cómodo decir te quiero y luego no hacer nada; tener una caja preparada de tequieros y esparcirlos a diestro y siniestro. Fue el día en que haciendo limpieza, en las tripas del sofá, junto a lapiceros, monedas y demás piltrafas, encontramos un montón de desvalidos tequieros, retorcidos, cubiertos de pelusas.

Novelas rosas

Novela rosa 2

Se llama Azucena, pero quiere que la llamen Azu. Ahora Azu va sentada en el metro leyendo “Mi amado extraño”, una de esas novelas rosas que tanto le gustan. Algunas de sus amigas se burlan de esta afición suya a lo que ellas llaman literatura basura y sentimentaloide. Pero Azu sabe que ellas leen las mismas novelas en secreto, forrándolas para encubrir su contenido, incluso las disfrazan con cubiertas de otros libros que consideran de más enjundia. Un día sorprendió a una de ellas leyendo “Abnegadamente tuya” bajo el disfraz de “Crítica de la Razón Pura”. Así pues, Azu se siente muy orgullosa de mostrarse tal cual es, de no esconder sus verdaderos gustos. “Soy auténtica, no como otras”, les dice a las amigas. Y es que para Azu la autenticidad es esencial. Una vez tuvo un novio que era un grandísimo hijoputa. Lo tuvo que dejar porque le hacía la vida imposible, pero lo admiraba porque fue un auténtico hijoputa desde el principio de la relación hasta el final, sin simulacros.

Normalmente, en el trayecto habitual, desde que entra al vagón, al principio de la línea, hasta que se baja, diez paradas después, Azu va leyendo sin levantar la cabeza del libro. Pero hoy, no sabe muy bien por qué, ha dejado de leer cuando se han abierto las puertas del vagón y han entrado nuevos pasajeros, uno de los cuales es un joven cuya presencia deja a Azu con la boca abierta, pues su físico se corresponde con el físico que ella se ha forjado con la descripción que en la novela se ofrece de Richard, el protagonista de “Mi amado extraño”

Ya no hay asientos libres y el joven se sitúa de pie, apoyado en la pared del vagón, enfrente de Azu, e inmediatamente saca su móvil y empieza a teclear. Azu no puede dejar de mirar al joven: pelo negro y abundante, potente mandíbula, ojos también negros que destacan en su rostro lívido como el de los personajes de esas novelas de vampiros que también tanto le gustan. Sí, es idéntico al Richard de su imaginación, igualito.

Los ojos de Azu van del libro al joven, y del joven al libro. Espera que en algún momento sus miradas se crucen, pero el joven, ajeno a la presencia de Azu –en realidad ajeno a todo cuanto lo rodea-, sigue sin levantar los ojos del móvil. Y en ese mirar y no mirar, pasan dos estaciones, tiempo en el que Azu solo ha podido leer tres líneas de la novela. Y es entonces cuando oye unos golpecitos y luego una voz que parecen provenir del libro, y que, a juzgar por la nula reacción de los otros pasajeros, deduce que solo ella puede oír. Se acerca el libro al oído y oye lo que la voz le dice: “Azu, tienes que decidirte: él o yo. Estás advertida”. Esa voz… No puede ser… Es Richard. Cierra el libro, de golpe, y con sonrisa nerviosa y las manos crispadas sobre el libro, se queda mirando al joven, intensamente y sin disimulo, convencida de que los celos de Richard son la señal de que ha encontrado a su alma gemela, y comprende ahora por qué antes sintió la necesidad de levantar los ojos del libro cuando se abrieron las puertas del vagón. No hay duda, es obra del destino. Y en cuanto él fije su mirada en ella, entenderá sin explicaciones que la línea 1 del metro de Madrid va a unir sus vidas, aunque él ahora teclee con un frenesí y una expresión que hacen sospechar a Azu de que es con su novia con quien intercambia mensajes, pues no hay nada que la terquedad del destino no pueda remediar.

El tren avanza y “Mi amado extraño” reposa ahora, ya definitivamente cerrado, sobre el regazo de Azu, quien ha dejado de leer para proyectarse en sesión privada la película de su vida futura con el Richard de carne y hueso que, por el momento, no deja de teclear. Se ve viajando con él a la selva amazónica, desprovistos de todo equipaje, con las solas maletas de su amor y un bote de repelente para los mosquitos. “Oh, Richard, qué felices seremos”, se dice mientras sus manos ejercen presión sobre la cubierta del libro, que pugna por abrirse para que lleguen nítidas las palabras que ahora son apenas un susurro y que Azu se niega a escuchar.

Y justo cuando el Richard amazónico está destrozando las fauces de una anaconda que quiere engullir a Azu, el tren se detiene. Ya sin anaconda, el joven sigue tecleando. Azu lo mira igual que si estuviera poseída por una fuerza sobrenatural, y dice para sí: “Por favor, deja el puto móvil y mírame”, una y otra vez, las manos ahora suplicantes, hasta que el joven, como si el mantra de Azu hubiera surtido efecto, levanta los ojos del móvil. Pero no se detienen en el rostro de Azu, sino que parecen escalar por su cabeza para, a través de la ventana que hay detrás de ella, mirar bajo las enarcadas cejas los rótulos de la estación, apenas unas milésimas de segundo, tras las cuales el joven se gira bruscamente y con una gran zancada salta al andén cuando las puertas del vagón ya se están cerrando. “Hostias, casi me la paso”, grita el joven. Pero es “Nos vemos al ocaso” lo que oyen los oídos enamorados de Azu, que para algo lee novelas rosas y tiene certificado de autenticidad.

El tren arranca. Azu se levanta de su asiento para seguir con la mirada al Richard que teclea y teclea por el andén, hasta que el tren entra en el túnel. Se siente feliz, muy feliz. Confía en que en el trayecto de vuelta, en el ocaso, volverán a encontrase, y entonces ya se encargará ella de que el jodido móvil no sea un obstáculo. Se lleva el libro al pecho, a la altura del corazón, lo abraza y suspira. Ahora es una mujer enamorada dispuesta a continuar con la lectura. Abre el libro al tiempo que oye la voz: “Te lo advertí, Azu, o él o yo”. No puede leer: las hojas de la novela están en blanco.

El bufón

Bufón

 El niño de Vallecas (Velázquez, Museo del Prado)

 

FELIZ NAVIDAD A LOS DISCAPACITADOS, QUE SOMOS TODOS

No esperes más, no hay ningún rezagado, esa pareja de japoneses que contempla al histriónico Pablo de Valladolid, a mi izquierda, no son de tu grupo. Los tuyos ya están a tu alrededor, con la mirada fija en mí, esperando que les digas quién soy y por qué estoy en este lienzo de 107×83 cms.

Me miráis y yo también os miro. Mis ojos te seguirán si te mueves. Pero lo que realmente quiero saber es con qué clase de mirada vienes a mí; si es una mirada limpia o es una mirada contaminada por esa información manida que circula de boca en boca, de escrito en escrito, y que dice que soy Francisco Lezcano, un niño de doce años afectado de “cretinismo con oligofrenia y las habituales características de ánimo chistoso y fidelidad perruna”, según textual informe médico realizado con más de dos siglos de distancia desde mi muerte en 1649, y que tal vez te has grabado palabra a palabra en tu mente; es decir, que soy un ser de pocas luces que vivía para divertir al Rey y su Corte, y que gracias tendría que dar, pues así me libraba de una vida de indigente, que es a lo que estábamos condenados los de mi constitución si no fuera por ese papel de bufón que algunos podíamos realizar.

¿Va a ser esa tu mirada? Una mirada que, sin conocerme, te dice que soy un lelo deforme, con una cabeza gorda que apenas puedo sujetar y una pierna de tullido; un enano mental que, gracias a la humanidad de don Diego, fui rescatado de los pozos de la ignominia para que os compadezcáis de mi tara y así sentiros vosotros también más humanos y caritativos; un enano al que el arte del pintor ha puesto a la altura ―disculpa el fácil juego de palabras― de reyes y nobles. Sigue leyendo

Deshojando la margarita

margarita

El hombre va por la calle pensando en la mujer. De pronto se dice: “Si llego a la parada antes que el autobús es que todavía me quiere”. El hombre y el autobús llegan al mismo tiempo. En rigor, si acepta las reglas que él mismo ha puesto, la mujer no le quiere. Pero decide que esa coincidencia en el tiempo entre él y el autobús se presta a la ambigüedad, así que lanza una moneda al aire. Sale cruz, aunque ahora mismo no recuerda qué significado le ha dado a que salga cruz: ¿significa que le quiere o que no le quiere? El hombre llega a su destino y se baja del autobús. Y cuando ya en la acera se dispone a contar si es par el número de baldosas que lo separan del portal a donde va, lo que supondría, en caso afirmativo, que la mujer le quiere, le suena el móvil en el bolsillo. Lo coge. Es la mujer. «Tenemos que hablar», dice ella.

 

El amor difícil

corazon roto

Traigo al blog un microrrelato de Mario Benedetti:

Su amor no era sencillo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Me gusta este micro, pero no el verbo “fornicar” (mejor “amar”), y no por pudor o puritanismo, sino porque la palabra fornicar me suena a algo industrial, metalúrgico, a sexo en cadena de montaje. Además, al decir que los detuvieron por atentado al pudor, entenderíamos que su amor no era solo un amor fraternal, amistoso.

Y lo que no cuenta Benedetti es lo que sucedió después: Sigue leyendo