La obra

obras en casa (2)

Tanto Lola como yo éramos reacios a meternos en obras. ¿Quién no había oído hablar de casas empantanadas durante meses y meses, de chapuzas al por mayor, de secuelas psicológicas de los propietarios? Un amigo nos contó que pidió que le cambiaran un enchufe de sitio, y al final le construyeron una piscina en la parcela de al lado, que no era de su propiedad. Ahora, visto lo visto, no estoy tan seguro de que fuera una broma. Aun así, después de mucho pensarlo, decidimos contratar a una cuadrilla de obreros para unir un pequeño despacho con nuestra habitación de matrimonio. Acordamos romper con esa convención social que parece exigir que la habitación más grande de la casa se reserve para dormitorio de la pareja. Siempre nos pareció un desperdicio de espacio. Ahora tendríamos una gran habitación para los dos, para nuestras cosas.

Lo primero que aprendes de una obra es que es como un cáncer: empieza en un lugar concreto de la casa, y cuando te descuidas, ya lo ha ocupado todo. No sabes cómo, pero ocurre. Y no se puede decir que sea con engaños, no, que tú das el consentimiento para tamaña metástasis, como si tu voluntad ya no fuera tuya sino de la obra, que te va dominando. No puedes dar marcha atrás, y mucho menos pedir que paren. Así que la única solución es seguir adelante con todas las consecuencias.

Antes de que la cuadrilla empezara a taladrar la casa, trasladamos al salón todos los muebles de las dos habitaciones que iban a unirse, a excepción de la cama y dos mesillas que fueron a parar a nuestro nuevo y pequeño dormitorio, una exigua habitación utilizada hasta entonces como trastero, y cuyos muebles, a su vez, trasladamos también al salón. Como se suponía que la obra no iba a durar más de una semana, según la estimación del Alcayata (este es el apodo del jefe de la obra), decidimos que era la mejor solución, pues así nos ahorrábamos el dinero de un guardamuebles y su traslado. Y como creímos cabalmente en la previsión del Alcayata, elegimos la primera semana de agosto para llevarla a cabo. En un principio pensamos en irnos todo el mes de vacaciones y dejar a los obreros trabajando, pero, ya digo, las leyendas que corren respecto a los obreros cuando no se hallan bajo la atenta mirada de los dueños, nos hizo desistir. Total, solo sería una semana. Advertirá el amable lector que nuestra ingenuidad no tenía límites.

Muy pronto la obra empezó a alterar nuestra percepción del espacio-tiempo. Otros muebles de la casa emigraron al salón para convivir en confusión con los que ya se apilaban allí, además de con los sacos de cemento, ladrillos, cables, enchufes, herramientas…, y para desplazarnos por tal caos teníamos que contorsionarnos, andar de puntillas, adoptar el perfil egipcio, gatear, arrastrarnos como guerrilleros, escalar muebles… La abuela no dejaba de protestar: “Me queréis matar”. “Con mi cadera operada no puedo andar por esta zona en guerra”. Un día se presentaron unos Testigos de Jehová para hablarnos del fin del mundo. “Aquí ya ha empezado”, les dijo la abuela después de soltar un gruñido.

Al principio fue muy duro, porque acabábamos con moratones, agujetas, esguinces…. Y olvidamos que la decisión de la obra la habíamos tomado los dos, así que Lola y yo empezamos a culparnos mutuamente. “Dichosa obra, para qué se te ocurriría…”.  “Ocurrírseme a mí, si fuiste tú quien…”. A Pablo, nuestro hijo, que había suspendido dos asignaturas,  le sirvió de excusa: “En este cachondeo de casa no hay quien se concentre para estudiar”.

Entonces ocurrió algo que no teníamos previsto. Y tengo que confesarlo. Al igual que hay personas a quienes la enfermedad les convierte en grandes luchadores y les obliga a desarrollar energías que creían no tener, así nos ha ocurrido a nuestra familia con la obra, que ha liberado no sé si lo mejor, pero sí lo más genuino de cada uno de nosotros. Estar en obras es para nosotros una revolución, una nueva forma de estar en el mundo. Aunque, ya digo, al principio no fue fácil, pues toda crisis, todo cambio verdadero necesita de sus dosis de sufrimiento.

Y es que poco a poco empezamos a dominar el espacio, a adquirir habilidades insospechadas para sortear los obstáculos y para adaptarnos al barullo de la nueva vida. Y por la noche caíamos rendidos en la cama, agotados, sin importarnos que la niebla de polvo, cada día más espesa, nos envolviera e invadiera bocas y narices. Tanto fue el beneficio que, superadas las agujetas, esguinces y demás, Lola y yo decidimos borrarnos del gimnasio al que acudíamos dos días a la semana, y la abuela se ha olvidado de su cuerpo y ya no habla de enfermedades. Es cierto que a veces se pierde en los laberintos que se van formando, y tenemos que ir a buscarla, pero esa circunstancia, lejos de asustarla, la propulsa a la infancia, al entender que estamos jugando con ella al escondite.

También la obra nos está sirviendo para reconocer a los verdaderos amigos, aquellos a quienes cuando vienen de visita no les importa ayudarnos a buscar las pastas o el café, que en algún sitio tendrán que estar y ya aparecerán, tal vez en el cajón de aquel mueble que está debajo de ese otro que está delante de… Que sí, que aparecerá y podremos tomar el café, aunque sea pasadas dos horas y siempre que encontremos también el molinillo, porque últimamente está muy rebelde y no hace más que esconderse, el muy tonto.

Claro, el muy tonto, porque de pronto las cosas se van llenando de vida, no como antes, siempre en el mismo sitio, tan como enfermas y tristes. Es cierto que hemos dejado de tener su control, pero eso es bueno, porque tenemos que desarrollar la memoria, ejercitarla para recordar dónde vimos esto o aquello por última vez. Y es verdad que a veces es desesperante, sobre todo cuando necesitamos un documento importante que suponemos duerme en los estratos más profundos de nuestra arqueología doméstica, porque es como jugar con uno de esos puzzles de fichas en el que sólo hay un hueco libre y con infinita paciencia tienes que ir moviendo cada una de las piezas. Y todo para que, después de conseguirlo, el documento haya emigrado a saber dónde.

También nuestro hijo, superada la fase de las quejas, ha empezado a mirarnos con otros ojos, yo diría que de admiración. Y todo porque sus amigos flipan con nuestra casa. Les parece, en contraste con las suyas, tan de escaparate, una casa muy enrollada. Uno de ellos dijo que, después de ver en la televisión un documental sobre el arte del Feng Shui, pensó que en nuestra casa las energías circulantes se lo montan de puta madre. Reflexión esta que a todos nos hizo reír, incluido Pablo, que no cabía en sí de gozo.

Un día importante fue aquel en que perdimos la televisión. Como cada vez la veíamos menos (el mando era uno de los objetos más rebeldes al control), no pusimos mucho empeño en buscarla. Desde ese día adquirimos el hábito de contarnos historias inventadas por nosotros. Lo hacemos por turnos, y hasta la abuela nos sorprende con el derroche de una imaginación que creíamos perdida. Para ello buscamos el rincón más oscuro entre la balumba de muebles y demás, un lugar donde apenas entre la luz. Allí, en ese simulacro de cueva primitiva, sentados en círculo, las historias parecen surgir solas, casi sin esfuerzo por nuestra parte. Pero si a alguien le ha beneficiado esta práctica es a Pablo. Un día se perdió por los vericuetos de la obra y no regresó hasta pasados dos días. Estábamos muy preocupados, dispuestos a reprenderle severamente cuando por fin apareció. Había viajado hasta la isla de Robinson, el náufrago, y en el Himalaya se había hecho amigo del hombre de las nieves. Por primera vez la luz de sus ojos no era el reflejo de la de las maquinitas con que jugaba. En lugar de castigarle, le animamos a seguir viajando.

Este aire de provisionalidad en que vivimos, donde los objetos desaparecen y aparecen, propiciando sentimientos primero de añoranza y luego de alegría, al recuperarlos, nos va transformando profundamente. Algo parecido a lo que dicen que ocurre en las guerras, que, al ser tan incierto el futuro, no te queda más remedio que exprimir los segundos del presente.

Han pasado cuatro meses y los obreros siguen en casa. Ya son como de la familia. Utilizan nuestras duchas, y le han hecho una lista a mi mujer para que compre los geles y champús más acordes con su piel y pelambrera, y es que los obreros se han vuelto muy finos, han dejado atrás ese prejuicio de tener que mostrarse como machos rudos a toda costa. Lo que no se les va es la manía de llamarnos “jefe” o “jefa” para todo. Que si jefe esto, que si jefa lo otro. Uno de ellos, el Hércules, que así le llaman por ser bajito y esmirriado, da de comer a la abuela cuando nosotros no llegamos a tiempo de nuestros trabajos, y se da tanta maña y tiene tanta paciencia que la abuela se traga lo que le eche, sin remilgos; y el Pocaspenas, que se pasa el día desafinando coplas de la Piquer, de vez en cuando se mete en la cocina para hacernos unas migas o un pollo al chilindrón.

Somos tan felices que, en el improbable caso de que la obra finalice, hemos pensado en pedirle al Alcayata  que nos alicate un cuarto de baño, y luego el otro, y la cocina…

En fin, es maravilloso despertarse cada mañana y ver que la obra continúa.

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