Tea rooms

TEA ROOMS / Mujeres obreras” es la última novela que hemos leído en el club de lectura. Su autora es Luisa Carnés (1905—1964). Se publicó en 1934 por primera vez, y la editorial HOJA DE LATA la rescató del olvido en 2016. Pertenece a lo que se ha llamado “narrativa social de preguerra”. Tal ha sido el éxito de su reedición que TVE la ha adaptado para crear una serie: “La Moderna”, que, por lo poco que he visto y lo que me cuentan, nada tiene que ver en lo esencial con la novela. Aunque bienvenida sea si sirve para que el público acuda al original.

Pero no es escribir una reseña del libro lo que ahora me interesa (AQUÍ puedes encontrar una, magnífica), sino el llamar la atención sobre su título, porque me ha recordado una anécdota y la obsesión de utilizar extranjerismos, generalmente anglicismos, para resultar más glamurosos, más sofisticados, más cosmopolitas… Más gilipollas, en definitiva.

Aunque, en el caso de Luisa Carnés, no creo que fuera precisamente por esnobismo la elección de TEA ROOMS en lugar de SALONES DE TÉ, sino al contrario, para dotar de ironía a ese “glamuroso” TEA ROOMS al lado del subtítulo “Mujeres obreras”, señalando con sorna el contraste entre dos mundos muy diferentes: el de la burguesía que frecuenta el salón de té y el de la clase obrera que sirve a esa burguesía.

Y volviendo al uso tonto de los extranjerismos, he aquí la anécdota que he recordado, y que junto al libro me ha inspirado este texto. Todos conocemos la marca HORNIMAN´S de té y otras infusiones; pues bien, en España hubo una marca, también de infusiones, que por aquello de sonar como la famosa HORNIMAN’S, se llamó OLONAM´S. Si le quitas la “S” y lees de derecha a izquierda, tienes el nombre del propietario. Lo sé de buena tinta. El hombre pensó que si las llamaba INFUSIONES MANOLO, no las compraba ni GOD.

Y probablemente tenía razón.

INICIACIÓN

Conocí a Raskólnikov el verano en que estuve castigado por faltar a clase. Yo era un adolescente y conocerlo me cambió la vida.

Ese año, suspendí las matemáticas, y durante el mes de julio tuve que asistir a una academia de recuperación para presentarme al examen de septiembre. Pensaba que el control de las asistencias sería menos riguroso en una academia durante el verano que en el colegio, y algunos días me fumaba las clases con la seguridad de un hábil prestidigitador que confía en que no le van a pillar el truco: salía de mi casa y volvía a ella a las horas calculadas, puntualmente.

El día en que todo se vino abajo, también llegué a casa a la hora prevista, después de haber estado en los recreativos. “Ya verás tu padre”, fue lo que me soltó mi madre en cuanto entré por la puerta. No me hizo falta más para saber lo que había pasado. El director de la academia había llamado por teléfono. Imploré, lloré, me puse de rodillas, juré que no volvería a pasar, pero que no dijera nada, que fuera un secreto entre nosotros. Esta vez mi madre no se dejó ablandar. Deduje que faltar a las clases era más grave de lo que yo pensaba, y  que quizá mi padre —que nunca había empleado el castigo físico conmigo— me iba a abofetear, además de echarme una gran bronca, seguida del correspondiente sermón.

Estaba equivocado. “Hacerme esto a mí”, fue la única respuesta de mi padre en ese momento, mirándome a los ojos muy fijamente. Luego se fue, y me dejó allí parado, con esa frase revoloteando como un moscardón a mi alrededor. Así que el hecho era grave en sí mismo, pero mucho más grave era “hacérselo” a él, a mi padre. Bajo la superficie de esa frase había un fondo de reproches no dichos: que él era un padre sacrificado, que si tenía dos trabajos era para darle una buena educación a su hijo, y ¿cómo le respondía yo?: con alta traición, burlando su confianza. Y esto me dolió mucho más que las bofetadas que me podría haber dado, mucho más que lo que me tenía preparado.

“No va a salir, está castigado”. Ya estamos en agosto, en la casa de los abuelos, en el pueblo, y es lo que les dice mi padre a mis amigos cuando van a buscarme montados en sus bicis. Yo les oía desde la penumbra de mi habitación, escondido tras la ventana. “Hasta cuándo”, preguntó uno de ellos. Mi padre no contestó y les oí marcharse, haciendo sonar los timbres, compartiendo una alegría que para mí estaba prohibida. Volvieron en los días siguientes. No preguntaban. Se quedaban allí un rato, hacían sonar los timbres y se iban. “Deja salir al chico, ya ha aprendido la lección” eran palabras que se iban alternando en boca de mi madre y de mis abuelos.

Los primeros días de encierro yo arrastraba la pena por la casa, con cara de mártir. Había mucho de sobreactuación, pero no tanto como yo pensaba, era un escudo con el que intentaba protegerme de un dolor sincero. Desde que mi padre me había ofrecido una perspectiva de mi delito en la que yo no había reparado, “hacerme esto a mí”, sentía verdadera tristeza por haberle fallado, por haber perdido su confianza.

Fue entonces, a los cuatro o cinco días, cuando descubrí, entre los libros de autores rusos del abuelo, uno que llamó mi atención. “Crimen y castigo”, se titulaba, y el corazón me dio un vuelco. Pensé que aquello no era casual, que era cosa del destino que aquel libro estuviera justamente allí para que yo lo leyera. Y empecé a leer: “Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K”. Ufff, estaba claro que aquel libro era para mí. Y grandes eran las expectativas: ¿qué crimen, qué castigo?

Lo poco que yo había leído hasta entonces eran las obras de lectura obligatoria que nos mandaban en el colegio, y siempre a regañadientes, con una lectura superficial. Así que, pasados los años, me sigue sorprendiendo que fuera aquel libro el que me atrapara desde el inicio, el que me llevara a meterme en la piel del protagonista, Rodión Románovich Raskólnikov, y comprender su tortura por los remordimientos, y el sentimiento de superioridad que mantenía frente a los otros mortales, hasta que la tozuda realidad le demostraba lo contrario, y aunque mi “crimen” no estaba a la altura del suyo —yo no había matado a una vieja prestamista y a su hermana—, pensaba que el daño que yo le había causado a mi padre era mucho mayor, pues la vieja y su hermana ya no sufrían, y mi padre, en cambio, estaba condenado a desconfiar de su hijo, quizá la relación rota ya para siempre. Además, Raskólnikov pudo redimirse confesando voluntariamente su crimen, sin que existieran pruebas para acusarlo; yo, muy a mi pesar, fui descubierto con pruebas evidentes. Supongo que fue mi depresivo estado de ánimo, el aislamiento, el sentimiento de culpa, más el dramatismo y fantasía propios de la adolescencia lo que me llevó a tan extravagante comparación.

A los diez días, mi padre me levantó el castigo, y ese verano comprendí que la vida es un territorio con muchos caminos, y que dependiendo de por dónde tires, así irás trazando el dibujo del tuyo, unas veces con decisiones conscientes y meditadas; otras, guiado por impulsos, como animalillos, que van de acá para allá sin un plan de futuro. Y también supe —aunque esto no se lo dije a mi padre— que, a veces, a las malas elecciones no solo les siguen malas consecuencias, pues bendito el momento en que elegí faltar a clases de matemáticas, porque fue el camino que me llevó hasta Raskólnikov y a quedarme ya para siempre en el apasionante mundo de la literatura.

Racismo

MASCARA BLANQUINEGRA

Los buenos libros nos obligan a reflexionar, nos zarandean para que abandonemos, aunque sea por un momento, nuestros acomodados puntos de vista. Dicho de otra manera: los buenos libros nos abren múltiples ventanas desde donde contemplar el paisaje, el cual sería muy pobre si solo lo divisáramos desde nuestro egocénctrico ventanuco.

Dejo aquí, en el alféizar de esta exigua ventana bloguera, unas líneas del libro “El olvido que seremos”, de Héctor Abad Faciolince.

Pese a todas sus luchas intelectuales, y a la deliberada búsqueda de un liberalismo ilustrado y tolerante, mi papá se sabía víctima y representante involuntario de los prejuicios de la triste y añosa y anquilosada educación que había recibido en los pueblos remotos donde creció (…). Aunque racionalmente rechazaba el racismo con una argumentación furibunda (con ese exagerado apasionamiento de quien le teme al fantasma de lo contrario y en ese exceso demuestra que más que con su interlocutor, está discutiendo consigo mismo, convenciéndose por dentro, luchando contra un fantasma interior que lo atormenta), en la vida real le costaba aceptar con ánimo sereno si alguna de mis hermanas se relacionaba con una persona un poco más cargada de melanina que nosotros…”

Días de confinamiento V: los libros

HAI EXCOMUNION

Mi verdadero refugio en estos días en clausura son los libros. Los libros siempre me salvaron y me salvan de muchas cosas: ahora, de este tedio que el confinamiento nos impone; del ruido obsceno de los charlatanes con sus comentarios demagogos y simplistas; de los periodistas hipócritas que llaman a la concordia a la vez que encienden la mecha de la provocación, o que rescatan agravios pasados para azuzar a los contendientes. Y, por supuesto y principalmente, los libros me protegen de mí mismo, que también puedo ser hipócrita, y demagogo, y charlatán.

Un día, uno de esos cuñaos que van a todas partes con la máquina de calcular y un manual de eficacia me dijo que todos estos libros que tapizan varias paredes de mi casa suponen un derroche de espacio, que un libro digital de altas capacidades (un superdotado, vamos) podría contenerlos a todos, y así, además de ahorrarme mucho espacio, podría transportarlos a donde quisiera, llevarlos conmigo al mar, a la playa, a la montaña…

Al oír sus argumentos, imaginé que todos mis libros daban un brinco y escapaban de las estanterías, como si el mago Merlín, con un golpe de su varita mágica, los convocara hacia el centro de la habitación para luego, en un feroz remolino, hacerlos desaparecer por el agujero negro que es el libro digital: PLAAAFFF y nada en las estanterías, todo escondido en un pozo oscuro de alta densidad de contenido. Y como yo me encogiera de hombros, el cuñao, que es listo y sabe dónde pincharme, recurrió después a su archivo de frases hechas: que lo importante es el fondo y no el formato; que la verdadera belleza es la interior; que la cultura se vive, no se exhibe.

No le quito la razón, y reconozco las virtudes del libro digital, pero los que nos hemos educado emocional e intelectualmente con los libros, no podemos prescindir de ellos. Me gusta tenerlos a la vista, rodearme de su presencia para que formen parte de mi vida, trabajar en su compañía. No quiero tenerlos escondidos, indiferenciados, en ese zulo comunitario que es el libro digital. Me gusta verlos en las estanterías, en su individualidad. Mirar sus lomos es como mirarles el rostro y reconocerlos. Viejos amigos siempre dispuestos a hablar conmigo. Desde allí me recuerdan mi historia de lecturas, mi evolución como persona. Y al abrirlos, me gusta encontrarme con las notas y subrayados sobre aquello que algún día llamó mi atención en las conversaciones que mantuve y mantengo con ellos, con la letra del que entonces fui en los márgenes. Me gusta encontrarme las dedicatorias en los libros regalados, y los dibujos infantiles de mis hijos, muñecos cabezones de ojos grandes y sin cuerpo, los dibujos, no mis hijos, que hicieron de marcapáginas y allí se quedaron, o los billetes de bus y metro de tiempos remotos. Y hasta las manchas de café me gustan, o de chorizo, sí, de chorizo, que no todo va a ser pétalos de rosas. O esas otras manchas que va dejando el paso del tiempo en los libros ancianos, algunos con artrosis, descuajeringados, que necesitarían sesiones de rehabilitación, y que a poco que los toques se desvanecen entre tus dedos como alas de mariposas muertas.

No, no me gusta la falta de entrañas y de historia de los libros digitales, ni que un mismo cuerpo sirva para múltiples personalidades, y parezca que siempre lees el mismo libro. Descargarme un libro me produce muy poca emoción, pero cuando compro un libro, se me hace la boca agua, literalmente. Me gusta sopesarlo, acariciarlo, olerlo, hacerle cosquillas en el índice con mi índice, deslizar el pulgar por el grueso de las hojas para recibir su primer aliento. Porque siento que el libro es un ser vivo que durante unos días me seguirá como un perrito cariñoso por todos los rincones de la casa. Por eso, cuando a veces me pongo tremendo y nostálgico, me da por pensar en qué será de mis libros cuando yo no esté: “La vida de mis libros sin mí” (gracias, Coixet). Porque quisiera dejarlos con la vida resuelta, buscarles unos buenos lectores que sepan cuidarlos con el afecto que se merecen.

Bueno, amigo lector, o lectora, espero que este discurso sirva para que entiendas el cabreo que tengo porque han desaparecido dos de los libros que quería releer en estos días. Uno es “Bomarzo”, de Mújica Laínez. El otro, “El jinete polaco”, de Antonio Muñoz Molina. Mi familia y amigos son gente de bien, no van por las casas robando libros. Y aunque este verano unos cacos me desvalijaron la casa cuando me encontraba de vacaciones —lo intentaron, mejor dicho, pues había poco que desvalijar—, no creo que estuvieran muy interesados en llevarse unos libros. De “Bomarzo” tengo otra edición muy posterior a la que yo leí (Seix Barral 1981), pero no es lo mismo, ahora ya lo sabes: NO-ES-LO-MISMO.

Supongo que estos libros desaparecidos se los dejé a alguien, no recuerdo a quién, y no me los ha devuelto. Y es que los libros no tienen esa querencia que tienen los perros hacia sus amos. Los libros tienden a quedarse en las casas que los acogen, les basta con la caricia de la mirada. Pero los perdono. Los quiero igualmente.

Aun así, dando por hecho que no ha sido un robo, he recordado la “Cédula Papal de Excomunión” contra los ladrones de libros y similares, cuyo original se custodia en la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca (ver foto de esta entrada), y también las maldiciones de las que nos habla Irene Vallejo en su magnífico libro, de bello y certero título, “El infinito en un junco”, maldiciones que lanzaron en las antiguas bibliotecas del Próximo Oriente contra los ladrones y destructores de textos, mucho siglos antes de la invención de la imprenta. Una de ellas decía así:

“A aquel que se apropie la tablilla mediante robo o se la lleve por la fuerza o haga que su esclavo la robe, que Shamash le arranque los ojos, que Nabu y Nisaba lo vuelvan sordo, que Nabu disuelva su vida como el agua”.

Como las amenazas de la Cédula Papal me parecen un tanto tibias, será esta inscripción, sustituyendo “tablilla” por “libro”, la que presida la entrada a mi casa cuando acabe el confinamiento. Espero que los nombres de los dioses y diosa mesopotámicos, y la advertencia de tan destructivas acciones, tengan un efecto intimidante y acojonen a todo aquel que venga a mi casa con la intención de apropiarse de alguno de mis libros.

 

Días de confinamiento II: lecturas

 

PLAZA DE ESPAÑA

Fue la novela “Retrato de una madre de joven”, del escritor Friedrich Christian Delius, el último libro que leímos en el Club de Lectura, antes de que se cerraran las bibliotecas al decretarse el estado de alarma. Y ahora, mirando hacia atrás en el tiempo, la lectura de la novela se nos revela —sin que lo supiéramos entonces— como un homenaje a la primera capital europea que días más tarde habría de vaciarse de personas para protegerse del coronavirus, pues es Roma —junto con Margarita, joven alemana embarazada de ocho meses— la gran protagonista de la novela.

Me gustan y no dejan de sorprenderme estas casualidades en las que vida y literatura se entrecruzan.

El sábado 16 de enero de 1943, a las tres de la tarde, Margarita sale del edificio donde vive, en vía Alexander Farnesse, para dirigirse a la Iglesia de Cristo (iglesia luterana) en vía Sicilia, porque allí se va a celebrar un concierto de música sacra. Por recomendación de su médico, Margarita recorrerá andando el trayecto de tres cuartos de hora que la separa de la iglesia. Su marido, un soldado alemán herido en combate y aún convaleciente, se halla bastante más lejos: en Túnez, realizando trabajos administrativos en su regimiento. “Mira a tu alrededor, en Roma se puede descubrir algo hermoso cada día”, le dijo él antes de marcharse. Y aunque Roma es una ciudad en tiempo de guerra, Margarita puede seguir el consejo de su marido y pasear por las calles, contemplar y admirar la belleza de la Ciudad Eterna: la Piazza del Popolo, el Monte Pincio, Villa Medicis, Villa Borghese, la Piazza di Spagna… Y es también lo que hace el lector cuando camina al lado de la joven, al tiempo que escucha sus pensamientos: la añoranza del marido, la fortaleza de su fe, sus reflexiones, los sueños de un futuro mejor para cuando nazca su hijo.

Ahora, setenta y siete años después, los romanos viven —vivimos— confinados y toda esa belleza de la ciudad no encuentra ojos que sepan apreciarla. Es triste, pero los que estuvimos paseando por la Roma de 1943 a través de las páginas del libro confiamos en que pronto volveremos a las calles, con más ganas, y conscientes de esos momentos que la vida nos regala y no sabemos valorar hasta que los perdemos. Es lo que nos decimos unos a otros para darnos ánimos. Y ojalá que luego no nos olvidemos de no olvidar.

El sueño del escritor

don-quijote-de-tve

Relato que obtuvo el segundo puesto en el «II PREMIO DE PLAGIO CREATIVO» de la Escuela de Escritores

 

Por los campos de La Mancha cabalgan don Quijote y Sancho, enhiesto y solemne cual ciprés el caballero sobre el escuálido Rocinante, y a su lado el escudero, al trote de un burro sin nombre, mirando de soslayo a su señor, no muy convencido de las promesas de ínsulas y reinos que éste le hiciera.

―Dígame, vuestra merced, ¿qué es ese ruido que se oye, como de gorrino? –pregunta Sancho.

―Cuida tus palabras, majadero. Es don Miguel, que duerme como un bendito ― responde don Quijote ―Y déjalo estar, que cuanto más profundo duerme, mejor ha de soñarnos.

―Perdonadme, mi señor, pero fue esta mañana cuando me nombrasteis escudero y todavía no entiendo yo el lenguaje de los caballeros andantes. ¿Qué queréis decir?―pregunta Sancho.

Y don Quijote, después de dar un largo suspiro, responde: Sigue leyendo

Un viejo amigo

 libro abierto

 Hoy, en uno de los arcones del desván, he encontrado un libro que durante muchos años creí perdido. De momento, como si esto que escribo fuera un relato de intriga en el que solo al final se descubre al culpable, no te revelaré su título, porque ciertamente él es el culpable de mi iniciación en la lectura. Y desearía, con solo poner mis manos sobre tus hombros, poder transmitirte la emoción que he sentido al recuperarlo. Porque a veces las palabras no alcanzan. Al menos las mías, mis palabras. Sigue leyendo

La tregua

la muerte

Estaba en casa leyendo Las mil y una noches cuando llamaron a la puerta. Abrí y era la Muerte. Supe de inmediato que no era una farsa, no tanto por la guadaña y la túnica negra (accesorios al alcance de cualquier bromista) como por esos ojos lechosos con que me miraba; por las fosas nasales a la vista en la nariz mutilada; por su piel de pergamino bajo la cual se insinuaba la calavera.

—Ha llegado tu hora —dijo Ella, la Flaca, con voz asexuada y profunda mientras cruzaba el umbral, sin darme tiempo a cerrar la puerta. Sigue leyendo

La metamorfosis

la metamorfosis

Termine ya, se lo ruego, le dijo el personaje al escritor, que son ya muchas las páginas que lleva torturándome con esta horrible transformación. ¿Para qué están los resúmenes? ¿Para qué las elipsis? Y elija otro final para el libro, no deje que los lectores me vean vivir la muerte indigna del monstruoso insecto en que me ha convertido.