Se llamaba don Aurelio, pero como tenía un ojo de cristal los alumnos le llamábamos el Tuerto. Imaginación no nos faltaba. Le precedía una leyenda: si le enfadábamos mucho, se quitaría el ojo postizo y lo blandiría en el aire, amenazante, como si fuera un arma con poder para aniquilarnos.
Me recuerdo sentado y leyendo en el pupitre, siguiendo con el dedo las primeras líneas de El Quijote, mientras don Aurelio me mira desde la tarima con el ceño pensativo, afilándose la barba, para alzar luego su mano flaca y decirme alto ahí y explícame qué es lo que acabas de leer. Y yo me quedo sin saber qué decir, con la cara boba, sin saber cómo decirle que no sé lo que es un hidalgo, ni una adarga, ni un rocín, que el texto entero, todo él, carece de sentido, y que es muy aburrido leer un libro que no se entiende. Don Aurelio baja de la tarima, se acerca a mi pupitre y se inclina hasta que su cabeza queda a la altura de la mía. Aunque lo intento, no puedo dejar de mirar el ojo falso, que me parece más inquisitivo que el verdadero. Salvo por la diferencia en el brillo y la ausencia de movimiento, el ojo está muy logrado: el color negro de la pupila, el marrón del iris… Me parapeto tras un silencio culpable para que me imponga la penitencia de copiar veinte veces aquellas palabras que aún, como un enjambre de abejas asustadas, zumban en mis oídos, porque ya el día anterior nos había mandado que preparáramos la lectura usando el diccionario. «No te castigo por no saber, sino por no querer aprender. Esa es la peor ignorancia”, sentenció don Aurelio
Desde ese día empecé a buscar las palabras en el diccionario, al principio para evitar el castigo, tanto el de copiar como el de verme bajo la perturbadora mirada de cristal, y luego atraído por las palabras mismas y su etimología, que era como un cofre que había que abrir para conocer su historia. Pero aun así, seguía sin gustarme su lectura, hasta que fue el mismo don Aurelio quien, con voz de profeta iluminado, comenzó a leernos cada día un capítulo del libro prestigioso, y quizá por el entusiasmo y la pasión que le ponía, empezó a interesarme el continuo desfacer entuertos de don Quijote junto a su escudero Sancho. «No sé cómo puede leer tan bien con un solo ojo», pensaba yo con juvenil ingenuidad.
Creo que fue la necesidad que teníamos de jugar con el miedo lo que hizo que nos portáramos especialmente mal en sus clases. En el fondo queríamos que la leyenda se hiciera realidad y ver aquel ojo de cristal fuera de su órbita. Y no sé si era por su obsesiva afición al libro o por el enfado que le provocábamos, que don Aurelio nos recordaba cada vez más a Alonso Quijano, ya caballero andante, enfrentándose a los avatares que el camino le deparaba. Los dos enjutos de rostro, con la barba larga y rala en forma de ciprés invertido los dos, y esa misma expresión de estar más allá de las cosas del mundo, y ahora don Aurelio encorajinado por nuestro mal comportamiento, lanzándonos extrañas palabras que sacaba del libro: bergantes, infacundos, majaderos, truhanes. Magníficas palabras que luego, en el patio de recreo, nos arrojábamos como piedras preciosas unos alumnos a otros para insultarnos.
Un día, por fin lo conseguimos: llegar al límite de su paciencia. Fue antes de empezar un examen. Ya nos había avisado unas cuantas veces para que guardáramos los libros y permaneciéramos en silencio. Harto de nuestra indisciplina se dio media vuelta y de espaldas a la clase, mirando a la pizarra, sacó algo del bolsillo y se llevó las manos a la cabeza. Hizo un gesto extraño, como si se estuviera poniendo un sombrero invisible. Al instante vimos que una especie de cinta le cruzaba ahora la nuca. Cuando se giró, un parche negro cubría su ojo izquierdo. Avanzó hacia nosotros mostrándonos el puño de la mano derecha. Antes de abrirla ya sabíamos con lo que nos íbamos a encontrar; aun así, no pudimos evitar que por la clase se extendiera un murmullo de asombro cuando, sobre la palma de su mano, apareció el ojo de cristal. Era inquietante su presencia, y más inquietante aún imaginarte la cuenca vacía bajo el parche. Con delicadeza, haciendo pinza con el pulgar y el índice de la mano izquierda, don Aurelio lo depositó sobre su mesa, con mucho cuidado de que la pupila quedara mirando en nuestra dirección. La escena resultaba tan extraña que no sabíamos cómo salir de la misma, qué decir o hacer. Además, ¿qué podría pasarnos? ¿Qué poderes tenía ese ojo? En aquella época no había cámaras en miniatura ¿Lanzarnos acaso un rayo paralizante? Y ya estaba yo pensando que aquel ojo me recordaba al ojo de Dios que, inscrito en un triángulo equilátero, aparecía dibujado en algunos libros, el ojo que todo lo ve, cuando don Aurelio, como si adivinara mis pensamientos, nos advertía que no se nos ocurriera copiar porque “este ojo os estará vigilando, ve hasta las intenciones más ocultas, y ya podéis empezar el examen, bellacos”, y para dar mayor veracidad a sus palabras, se fue de la clase dando grandes zancadas, zancadas quijotescas, diría yo.
Desde aquel día he realizado muchos exámenes en mi vida, pero ninguno en tan extrañas circunstancias como las de aquel. Incluso dudaría de su existencia y lo achacaría a un mal sueño o a una alucinación si este recuerdo no fuera compartido en las reuniones de antiguos alumnos por todos los que fueron mis compañeros. También coincidimos en que ese día nadie, ni siquiera Juanjo el Chuletas, se atrevió a copiar.