Los peces de la memoria

Hay palabras que nacen ya con un prestigio, y aunque siempre se corre el riesgo de usarlas sin ton ni son y desgastarlas, es posible, con esfuerzo, devolverles su brillo, su grandeza. Palabras tales como libertad, amor, amistad, tolerancia… Mas hay otras que nacen anodinas, simples etiquetas que se les pone a las cosas del mundo en el que vivimos para distinguir las unas de las otras, pero que al ligarse a nuestras más emotivas vivencias, su sola evocación hace estallar toda su poesía escondida.  

La historia que voy a contar tiene que ver con una de esas palabras en principio “pequeñas”, que ponen nombre a lo aparentemente trivial. Aunque en realidad es más una anécdota que una historia, una anécdota mínima, nada épica, pero que dado el carácter legendario que adquirió para mi familia, me atrevo a llamarla «historia».

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Panza de burro

Mi madre era de Tenerife, de La Matanza de Acentejo (de La Matansa, pronunciaba Ella, claro). Mi madre era una mujer casi analfabeta porque de niña apenas fue a la escuela. Se quedó huérfana de madre y el lugar de la madre ausente lo ocupó una madrastra mala de cuento que la puso a barrer y a cocinar privándola de tantas cosas. Supongo que su padre, mi abuelo, al que no llegué a conocer, debía de ser un príncipe ensimismado en sus tareas de príncipe y no reparó en las carencias de aquella niña. Mi madre nunca se quejó, o se quejó muy poco, entrenada en la resignación de las mujeres de aquel tiempo.

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Donde habita el olvido

Del pueblo donde nacieron tus abuelos no queda nada, o casi nada. El Estado lo expropió y derribó sus casas para que todos se marcharan sin demora y no tuvieran la tentación de volver a habitarlas, solo dejaron en pie la iglesia, la escuela y el cuartel de la guardia civil, porque para qué molestarse si pronto, sin la presencia de los vecinos, serían edificios sin alma. Pero iremos a visitarlo si es lo que deseas, entiendo que quieras conocer tus raíces, aunque te advierto, no hay mucho que ver, es un pueblo fantasma que muestra su mínimo esqueleto: montones informes de piedras, los tocones de los árboles talados, algunos aperos de labranza y juguetes cubiertos de óxido, restos desperdigados de cachivaches domésticos… Un paisaje desolador, sí, pero lo más triste es el silencio. El silencio que todo lo invade cuando te sumerges en las aguas del pantano y buceas por entre las huellas del pueblo ausente, solo acompañado por peces mudos que nadan sobre el hormigón con que cubrieron el cementerio para que los muertos, tus abuelos y los otros, no salieran a la superficie. El silencio de la memoria sumergida.

Momentos

INTERROGANTES DUDAS

Voy al psiquiátrico a visitar a un amigo. Estamos charlando en el jardín, sentados a una mesa, cuando a unos metros de nosotros otro paciente, de pie en medio de uno de los caminos, pregunta a los visitantes que pasan por su lado: “¿Soy guapo o soy feo?” La mayoría le dice que es guapo, pero algunos, quizá para ver su reacción, optan por decirle que es feo. Compruebo que respondan lo que respondan él reacciona levantando el puño con gesto amenazador. Deduzco que debe tratarse de un paciente del tipo paranoico, y que cualquier respuesta que le des él la interpreta como una conspiración contra su persona. También a mí, que paso de largo sin responderle cuando ya me dirijo a la salida, me muestra el puño y gruñe. Pero no se detiene, me sigue, y cuando estoy a punto de abandonar el recinto, me agarra del brazo para que me gire. Entonces, mirándome fijamente a los ojos, me pregunta: “Si solo tuvieras memoria para un momento de tu vida, ¿qué momento te gustaría recordar? Dime, dime, dime…”

Ya fuera del psiquiátrico no dejo de darle vueltas a la pregunta. Jodido loco, me ha fastidiado la tarde porque elegir una respuesta es perverso, diabólico. Y si no, dime tú, lector accidental, ¿qué momento de tu vida elegirías?

¿Te imaginas?

 

Mobile phones background. Pile of different modern smartphones.

¿Te imaginas un viaje en el que nadie lleve ni cámaras ni móviles? ¿Un viaje en el que el móvil en el bolsillo no te vibre continuamente sobre los cojones porque te estén llegando fotos de viajes paralelos de familiares y amigos: una vaca famélica de la India, las cataratas del Iguazú atravesadas por un arcoíris, un niño feliz deslizándose por una tirolina, una paellera ya con diminutas constelaciones de arroz, la originalísima foto de tu cuñado sosteniendo por un efecto óptico la luna o la torre de Pisa con su mano, la foto de una puesta de sol, y de otra puesta de sol, y de otra puesta de sol…? ¿Te imaginas un viaje a solas con el paisaje, con tus pensamientos y el inspirador zumbido de las moscas, sin un tropel de japoneses haciendo fotos, ahora que japoneses somos todos; un viaje sin esa incesante musiquilla de culebrillas digitales que producen los mensajes propios y ajenos en el móvil ? ¿Te imaginas un viaje al parque de Monfragüe en Cáceres, por ejemplo, y no encontrarte a un imbécil disfrazado de Indiana Jones sin látigo que se sube a las almenas del castillo porque no tiene suficiente con las maravillosas vistas que se disfrutan desde los torreones y le pide a su entusiasta pareja hacerse una selfi medio vencidos los dos al vacío para que sus anónimos colegas de feisbu e instagrá, que van a flipar, le den al “me gusta” y así tener mogollón de seguidores? ¿Te imaginas? ¿Te imaginas un viaje en el que apuras cada segundo con intensidad como si te despidieras para siempre de paisajes y gentes porque el atardecer que te sobrecoge es el que estás viviendo y no el duplicado en una foto? ¿Te imaginas, en fin, que al llegar a casa y deshacer las maletas, del viaje solo te queda lo que ha registrado tu memoria emocionada? ¿Te imaginas?

El alguacil del agua

Museo Thyssen- Bornemisza

Texto inspirado en el relato «La popa de una gallina anglicana», de Juan Gómez-Jurado, del libro «Bajo dos banderas»

 

Cádiz, 20 de noviembre de 1806

Se llamaba Gabriel, y si recuerdo su nombre es por los acontecimientos que siguieron a nuestro encuentro. Era uno de tantos marineros que entraban en la taberna para adornarse de un prestigio del que normalmente carecían, dispuestos a competir en hazañas, en el número de ingleses que habían abatido. Yo les esperaba en un rincón, sentado a una mesa, que era el último recurso, el lugar al que acudir cuando no había otro disponible, porque ¿quién desea hablar con un viejo?, que es lo que soy, una vieja araña esperando a su presa, la forma que he elegido para beber y comer gratis. Sigue leyendo

Regreso al pasado

reloj al pasado

Era nuestro particular Everest. Desde la cima, sentados en grandes cartones, nos deslizábamos por la inclinada y larga pendiente. Cada niño, un cartón. A veces bajábamos en fila, sin apenas espacio entre nosotros, porque era divertido chocar con el amigo que iba delante y ver cómo en ocasiones niño y cartón seguíamos diferentes y alocadas trayectorias, o llegar abajo sin tiempo de apartarte, y quedar todos apelotonados en alegre barullo de piernas, brazos y cartones. Otras veces, más competitivos, bajábamos de dos en dos o de tres en tres, a lo ancho de la ladera, al mismo tiempo y a la orden de un, dos, tres, para ver quién bajaba más rápido.

Una vez abajo, sin apenas respiro, empezábamos a subir por aquel lateral de la montaña que tenía menos pendiente y que disponía de apoyos que hacían las veces de escaleras. De nuevo en la cima y vuelta a empezar: bajar y subir, bajar y subir, cada vez más cansados, alegremente cansados, y así se nos iban pasando las horas, hasta que la montaña, a la que no llegaban las luces de las farolas, se quedaba a oscuras y ya solo éramos sombras, sombras de niños felices.

Pasaron los años y volví al barrio. De mi montaña apenas quedaban restos, y lo poco que quedaba estaba dentro de una jaula de alambre con el cartel de SE VENDE TERRENO, rodeada de pisos nuevos. Me fue imposible imaginarme a la pandilla deslizándonos sobre los cartones por aquel ridículo montículo, por aquel grano de arena de mierda en que se había convertido. Supuse que fueron las excavadoras las que a mordiscos habían acabado con mi montaña para alimentar a los nuevos pisos que se habían construido.

Le pregunté a un hombre mayor que pasaba por allí. Era en realidad una pregunta retórica, un querer confirmar lo que ya sabía, o creía que sabía. Pero el hombre se encogió de hombros, como si no entendiera muy bien lo que le preguntaba, y me dijo que en breve quitarían el cartel de SE VENDE, pues una cadena de supermercados ya había comprado el terreno, y que, en lo referente a mi pregunta, nadie se había llevado arena de ese lugar, que él llevaba cuarenta años viviendo en el barrio y no tenía noticias de que allí hubiera habido una montaña.

En mi cara debió de ver un gesto de burla o de incredulidad, porque un poco molesto añadió: “Espere un momento, por favor. No se vaya”, atravesó la calle y se metió en uno de los portales del bloque que teníamos en frente.

A los pocos minutos le vi cruzar la calle, blandiendo ya desde la distancia un papel en la mano. “Mire”, me dijo cuando estuvo a mi altura ―era una fotografía―. “Aquí estoy yo con mi mujer, entonces mi novia. De esto hace ya treinta y cinco años. Como puede ver, nada ha cambiado, solo nosotros, mucho más viejos”, y soltó una risita.

Estuvimos unos minutos hablando de lugares comunes: la fugacidad de la vida, los pros y contras del progreso, de que no somos nada, apenas un suspiro en el cosmos… En fin, todas esas cosas que sirven para llenar los huecos del tiempo.  Le di las gracias por su amabilidad, estreché su mano y me fui sin mirar atrás, huyendo a paso rápido de aquel lugar, porque hay paisajes a los que es mejor no volver: paisajes que solo brillan en la memoria.