Se llama Azucena, pero quiere que la llamen Azu. Ahora Azu va sentada en el metro leyendo “Mi amado extraño”, una de esas novelas rosas que tanto le gustan. Algunas de sus amigas se burlan de esta afición suya a lo que ellas llaman literatura basura y sentimentaloide. Pero Azu sabe que ellas leen las mismas novelas en secreto, forrándolas para encubrir su contenido, incluso las disfrazan con cubiertas de otros libros que consideran de más enjundia. Un día sorprendió a una de ellas leyendo “Abnegadamente tuya” bajo el disfraz de “Crítica de la Razón Pura”. Así pues, Azu se siente muy orgullosa de mostrarse tal cual es, de no esconder sus verdaderos gustos. “Soy auténtica, no como otras”, les dice a las amigas. Y es que para Azu la autenticidad es esencial. Una vez tuvo un novio que era un grandísimo hijoputa. Lo tuvo que dejar porque le hacía la vida imposible, pero lo admiraba porque fue un auténtico hijoputa desde el principio de la relación hasta el final, sin simulacros.
Normalmente, en el trayecto habitual, desde que entra al vagón, al principio de la línea, hasta que se baja, diez paradas después, Azu va leyendo sin levantar la cabeza del libro. Pero hoy, no sabe muy bien por qué, ha dejado de leer cuando se han abierto las puertas del vagón y han entrado nuevos pasajeros, uno de los cuales es un joven cuya presencia deja a Azu con la boca abierta, pues su físico se corresponde con el físico que ella se ha forjado con la descripción que en la novela se ofrece de Richard, el protagonista de “Mi amado extraño”
Ya no hay asientos libres y el joven se sitúa de pie, apoyado en la pared del vagón, enfrente de Azu, e inmediatamente saca su móvil y empieza a teclear. Azu no puede dejar de mirar al joven: pelo negro y abundante, potente mandíbula, ojos también negros que destacan en su rostro lívido como el de los personajes de esas novelas de vampiros que también tanto le gustan. Sí, es idéntico al Richard de su imaginación, igualito.
Los ojos de Azu van del libro al joven, y del joven al libro. Espera que en algún momento sus miradas se crucen, pero el joven, ajeno a la presencia de Azu –en realidad ajeno a todo cuanto lo rodea-, sigue sin levantar los ojos del móvil. Y en ese mirar y no mirar, pasan dos estaciones, tiempo en el que Azu solo ha podido leer tres líneas de la novela. Y es entonces cuando oye unos golpecitos y luego una voz que parecen provenir del libro, y que, a juzgar por la nula reacción de los otros pasajeros, deduce que solo ella puede oír. Se acerca el libro al oído y oye lo que la voz le dice: “Azu, tienes que decidirte: él o yo. Estás advertida”. Esa voz… No puede ser… Es Richard. Cierra el libro, de golpe, y con sonrisa nerviosa y las manos crispadas sobre el libro, se queda mirando al joven, intensamente y sin disimulo, convencida de que los celos de Richard son la señal de que ha encontrado a su alma gemela, y comprende ahora por qué antes sintió la necesidad de levantar los ojos del libro cuando se abrieron las puertas del vagón. No hay duda, es obra del destino. Y en cuanto él fije su mirada en ella, entenderá sin explicaciones que la línea 1 del metro de Madrid va a unir sus vidas, aunque él ahora teclee con un frenesí y una expresión que hacen sospechar a Azu de que es con su novia con quien intercambia mensajes, pues no hay nada que la terquedad del destino no pueda remediar.
El tren avanza y “Mi amado extraño” reposa ahora, ya definitivamente cerrado, sobre el regazo de Azu, quien ha dejado de leer para proyectarse en sesión privada la película de su vida futura con el Richard de carne y hueso que, por el momento, no deja de teclear. Se ve viajando con él a la selva amazónica, desprovistos de todo equipaje, con las solas maletas de su amor y un bote de repelente para los mosquitos. “Oh, Richard, qué felices seremos”, se dice mientras sus manos ejercen presión sobre la cubierta del libro, que pugna por abrirse para que lleguen nítidas las palabras que ahora son apenas un susurro y que Azu se niega a escuchar.
Y justo cuando el Richard amazónico está destrozando las fauces de una anaconda que quiere engullir a Azu, el tren se detiene. Ya sin anaconda, el joven sigue tecleando. Azu lo mira igual que si estuviera poseída por una fuerza sobrenatural, y dice para sí: “Por favor, deja el puto móvil y mírame”, una y otra vez, las manos ahora suplicantes, hasta que el joven, como si el mantra de Azu hubiera surtido efecto, levanta los ojos del móvil. Pero no se detienen en el rostro de Azu, sino que parecen escalar por su cabeza para, a través de la ventana que hay detrás de ella, mirar bajo las enarcadas cejas los rótulos de la estación, apenas unas milésimas de segundo, tras las cuales el joven se gira bruscamente y con una gran zancada salta al andén cuando las puertas del vagón ya se están cerrando. “Hostias, casi me la paso”, grita el joven. Pero es “Nos vemos al ocaso” lo que oyen los oídos enamorados de Azu, que para algo lee novelas rosas y tiene certificado de autenticidad.
El tren arranca. Azu se levanta de su asiento para seguir con la mirada al Richard que teclea y teclea por el andén, hasta que el tren entra en el túnel. Se siente feliz, muy feliz. Confía en que en el trayecto de vuelta, en el ocaso, volverán a encontrase, y entonces ya se encargará ella de que el jodido móvil no sea un obstáculo. Se lleva el libro al pecho, a la altura del corazón, lo abraza y suspira. Ahora es una mujer enamorada dispuesta a continuar con la lectura. Abre el libro al tiempo que oye la voz: “Te lo advertí, Azu, o él o yo”. No puede leer: las hojas de la novela están en blanco.