Hace semanas que las palomas se cagan en mi coche. Antes se cagaban en todos los coches de la calle donde a diario aparco. De alguna forma eso me consolaba. Los excrementos se repartían. Pero ahora es en mi coche donde cagan. Sólo en el mío. Y como no soy de esos que a toda costa quieren distinguirse, no es algo que me llene de orgullo. Además, que las palomas se caguen en mi coche es lo mismo que si se cagaran en mí. Así es como yo lo siento. Un día sí y otro también aparece mi coche cubierto de una pasta blanca y amarillenta. Y no es casualidad. He probado a cambiarlo de sitio, pero da lo mismo, ellas me siguen con su mierda, que dejan caer en aluviones, en cascadas, en torrentes. La fiesta de la mierda. Y aunque me da mucho asco, es peor la sensación que me invade, pues pienso que estas putas palomas, con esa capacidad que tienen los animales para anticipar los fenómenos de la naturaleza, ven en mí algo ignominioso y me señalan, me estigmatizan con sus heces. No le encuentro otra explicación. Ahora los vecinos de la zona están muy contentos de ver sus coches libres de mierda, pero han empezado a mirarme mal. Les comprendo. Por culpa de las palomas deben de pensar que hay en mí algo turbio, y que no soy de fiar.