Hay palabras que nacen ya con un prestigio, y aunque siempre se corre el riesgo de usarlas sin ton ni son y desgastarlas, es posible, con esfuerzo, devolverles su brillo, su grandeza. Palabras tales como libertad, amor, amistad, tolerancia… Mas hay otras que nacen anodinas, simples etiquetas que se les pone a las cosas del mundo en el que vivimos para distinguir las unas de las otras, pero que al ligarse a nuestras más emotivas vivencias, su sola evocación hace estallar toda su poesía escondida.
La historia que voy a contar tiene que ver con una de esas palabras en principio “pequeñas”, que ponen nombre a lo aparentemente trivial. Aunque en realidad es más una anécdota que una historia, una anécdota mínima, nada épica, pero que dado el carácter legendario que adquirió para mi familia, me atrevo a llamarla «historia».
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