Estoy a punto de jubilarme, y como no quiero formar parte de los grupos del IMSERSO para bailar la lambada en los hoteles de la Costa del Sol, he decidido hacerme actor porno. Así que me he comprado un alargapenes por correspondencia. Se lo dije a mi mejor amigo en el momento en que se ponía la dentadura postiza, y casi se atraganta. Él me dijo que no solo es cuestión de tamaño, que también hacen falta potencia y resistencia, y un cuerpo medianamente decente y no esta mierda de cuerpo que yo tengo (mi amigo es obscenamente sincero). Creo que tiene razón, pero por algún punto hay que empezar, y afilar y afinar el instrumento es lo primero, le dije. Además, igual pongo de moda el porno senil, pues ya se sabe que todo es cuestión de marketing, de abrir un porno-nicho (así hablan los tipos del marketing, aunque en este caso suene fatal) para la tercera edad. Ya me imagino los títulos: “Macizorras en el geriátrico”. “Míster Viagra con tres nenitas muy calientes».
Aunque la empresa distribuidora anunciaba máxima discreción, cuando el mensajero me entregó el paquete en una caja que podría ser de cualquier cosa por su ausencia de marcas, me pareció advertir una sonrisita en su careto. “Es una batidora”, dije estúpidamente, como si tuviera que justificarme de algo. “Pues que usted lo bata bien”, dijo él guiñándome un ojo. Luego firmé la entrega en la pantalla de su táblet y, tras cerrar la puerta, me encerré en el dormitorio conyugal para probar mi nueva adquisición.
Mi alargapenes es del tipo cápsula al vacío con perilla bombeadora. Metes la polla en la cápsula y bombeas. Al principio me dio cierta aprensión verla allí, la pobre, embutida en la cápsula como si fuera a enviarla al espacio. Mi polla astronauta. Pero luego le cogí el tranquillo y el gustillo. Aunque tendrías que verme, qué risa y qué pena, bombeándome en bolas frente al espejo, con este cuerpo de mierda, como dice mi amigo, donde todo parece estar derritiéndose, deslizándose hacia abajo: la sirena que me tatué en el brazo cuando estuve en la mili, que ahora parece en estado de descomposición y yo le veo hasta las espinas; y el corazón en el pecho (para celebrar que acabé la mili), que me recuerda a la máscara de «Scream, de deformado que está.
Y de esa guisa estaba cuando mi mujer llamó a la puerta de la habitación (¡mierda!, y eso que tenía todo calculado, el día y la hora de la entrega). Se le había olvidado no sé qué de no sé quién para no sé cuándo.
―¿Qué haces, por qué no abres? ¿Te encuentras bien?
―Ahora no puedo. Me he comprado un alargapenes y lo estoy probando ―le digo, pues no hay nada mejor que mentir con una verdad difícil de creer.
Segundos de silencio, aguardo su respuesta.
― A buenas horas, lo podías haber pensado antes.
Creo que ella se ha pedido un arco con flechas y una diana por correspondencia.
En fin… Desde ese día no he dejado de bombearme la polla. Y, a pesar de los muchos incrédulos que desconfían de estos métodos, puedo decir que los resultados son ya visibles. Pero poco dura la alegría en casa del pobre, como dice el refrán, pues algo está ocurriendo: a medida que mi polla aumenta, mi cerebro decrece. Quiero decir que mis facultades cognitivas y mi polla guardan una relación inversamente proporcional (dicho esto sin el rigor matemático que requeriría una prueba científica). Así que ahora mismo estoy en la seria disyuntiva de elegir hacia dónde abro las compuertas de mi riego sanguíneo: ¿desisto de ser actor porno y me dedico a hacer sudokus y crucigramas o paso de sudokus y crucigramas y sigo bombeando?
Nota del autor del blog: los efectos del alargapenes, al igual que ocurre con los medicamentos, varían con las personas y con el uso que le dan. Por esta razón, el blog declina cualquier responsabilidad acerca de los daños que puedas producirte si, alegando seguir los consejos de este relato, decides utilizar uno y bombearte.
Me he reido mucho!!
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