Llenar la vida

Cuando era niño, K tenía una caja de cartón. Y dentro de la caja, el vacío. Nunca la llenó de nada: ni de canicas, ni de cromos, ni de chapas… Aunque era una vulgar caja de cartón marrón, K sentía que era especial. Y si no la llenó de nada es porque esperaba que algún día, al abrirla, apareciera algo, cualquier cosa, que sería maravillosa por el simple hecho de aparecer. Nunca le habló a su familia de este deseo que tenía; se habrían burlado de él. Por eso guardó silencio cuando a su madre le dio por recortar la caja para hacer unos ridículos posavasos y la caja desapareció. Ahora, ya anciano, K sueña a menudo con aquella caja: la lleva en sus manos como si transportara un objeto sagrado, y, cuando la abre, se encuentra con la cara del niño que fue. ¿Qué has hecho con tu vida?, le interroga el niño.

De vírgenes y pretorianos

.Virgen peregrina II

Aquel año pedí a los Reyes el traje de pretoriano que exhibían en la juguetería del barrio. La espada, el escudo y el casco eran magníficos, pero lo que más me gustaba era la coraza, que simulaba unos grandes pectorales. Así que esas Navidades yo iba cantando por la casa: “Olé, olé los pretorianos”, de pura alegría al imaginarme ya con el traje de guerrero, y quizá también porque asociaba el circo romano de las películas con las plazas de toros. Vete tú a saber, yo era un niño raro. Eso decían mis padres: “¡Qué niño tan raro!”.

Aunque más raros eran ellos. Un día oí que mi madre le decía a mi tía: “Ahora que Antonio está en paro, no sé si van a poder venir los Reyes”. Al día siguiente le pregunté a mi madre qué era estar en paro. Me lo explicó, pero no entendí que relación había entre que mi padre estuviera sin trabajo y la llegada de los Reyes. Con intuición infantil preferí no pedir más explicaciones, pero supe que tenía que pedirle ayuda a la Virgen Peregrina.

La Virgen Peregrina, así la llamaba mi madre, era una Virgen nómada que, dentro de una pequeña capilla de madera, iba de bloque en bloque, de piso en piso, siguiendo el itinerario que indicaba la lista de sus devotos pegada a la parte posterior de la capilla. Y era una suerte que fuera a quedarse en casa hasta el siete de enero. Después deberíamos pasársela al vecino de otro bloque que nos seguía en la lista. Por eso, hasta el cinco de enero, víspera de Reyes, tenía tiempo de convertirla en mi aliada.

La capilla estaba protegida por un cristal y llevaba incorporada una hucha para las limosnas. La Virgen vestía una túnica blanca y por encima un manto azul que le cubría también la cabeza. Mi madre le encendía lamparillas en una taza con aceite, y en silencio le pedía deseos. A mí también me animaba a que le pidiera algún deseo. “Pero que no sean cosas mundanas”, me decía. ¡¿Mundanas?!, lo dicho, mis padres sí que eran raritos. Mi madre me lo explicó: “Pide salud y felicidad para todos, que no haya hambre ni guerras”.

Eso fue lo que hice, saqué mis ahorros de mi hucha y los deposité en la hucha de la Virgen, y pedí que los Reyes me trajeran el traje de pretoriano, convencido de que no era necesario preguntar si era o no un deseo mundano. Y luego andaba pidiéndole a mi madre que me diera otras monedas para echar en la capilla, y ella buscaba en su monedero y me daba la calderilla, quizá emocionada por lo que suponía muestras de piedad en su hijo.

Cuando mi madre estaba presente, pedía salud para mi abuelo y trabajo para mi padre,  pero cuando me quedaba solo, me arrimaba a la capilla y rogaba: “Oh, Virgen Peregrina, que los Reyes me traigan el traje de pretoriano”, poniendo especial énfasis en aquel “Oh”, que consideraba indispensable para el logro de mi deseo. El ondular de las llamas de las lamparillas, agitadas por el aliento de mis palabras, me parecía la confirmación de que mis ruegos eran oídos.

Estaba equivocado. Unos guantes de lana, un estuche para el colegio y una pelota de goma fue todo lo que encontré bajo el árbol de Navidad en la mañana de Reyes. Mis padres me abrazaron y me dijeron que no siempre los Reyes traían lo que pedíamos. ¿Eso era todo? ¡Vaya mierda! Lo primero que pensé fue en prenderle fuego a la Virgen con las mismas lamparillas, o tirarla al suelo y hacerla añicos, pero eso habría tenido consecuencias para mí. Y entonces lo vi claro: robaría el dinero de la hucha. O mejor aún, sacaría la cantidad que había depositado, y entonces no sería un robo, sino un acto de justicia: ¿no había incumplido la Virgen con su parte del trato?

Al día siguiente, el último de las vacaciones, en un momento en que me quedé solo, llevé la Virgen a la mesa de la cocina, cogí un cuchillo de hoja fina, lo introduje en la ranura de la hucha y volqué la capilla para que la parte de la hucha sobresaliera de la mesa y así poder maniobrar mejor. También de esa forma evitaba enfrentarme a la mirada de decepción de la Virgen. A veces tenía suerte y caían sobre mi mano dos monedas juntas; otras, asomaban por la ranura negándose a salir como si quisieran advertirme de que desistiera, que estaba mal lo que estaba haciendo. Entonces, para que la rabia no cediera, me imaginaba a otros niños vistiendo el maravilloso traje de pretoriano.

Cuando tuve el dinero exacto, lo devolví a mi hucha. Luego cerré las puertas de la capilla, la cogí por el asa metálica y salí de casa. Había acordado con mi madre que la llevaría a su nuevo destino. Bajé lentamente por las escaleras, no quería caerme ni oír el golpeteo acusador de las monedas en el fondo de la capilla. Al salir del portal, una bocanada del aire frío de enero me dio en la cara. A medida que andaba, la capilla se me hacía más y más pesada, al igual que mi culpa. Entonces me la cambiaba de mano o descansaba un rato apoyándola en el suelo.

Me abrió la puerta una mujer con una bata floreada y una escoba en la mano. Me miró con extrañeza hasta que vio la capilla y sus facciones se relajaron. “Seguro que eres un buen chico y tu madre está orgullosa de ti”. Aquellas palabras me hicieron más daño que una bofetada. Luego, de regreso a casa, me pasé por la juguetería. En el escaparate estaba aún el traje de pretoriano, y aunque seguía sin entender nada, me alivió pensar que todos los padres del barrio debían de estar en el paro y que ningún otro niño iba a vestirse de pretoriano.

Bajo el volcán

bajo la mesa

Un pie descalzo acaricia la pierna del perito calígrafo por debajo de la mesa. No le sorprende: las señales de la infidelidad en la letra de la mujer no admitían dudas. Es por eso que les invitó a cenar, a ella y al gordo fiscal que tiene por marido. Ahora, tras comerse las verduras afrodisíacas, la mujer deja el rastro de su lengua en un helado de chocolate y se relame con delectación, como si remedara el placer paralelo que el pie ascendente fragua bajo la mesa. Al perito le excitan tanto su osadía delante del marido como los esfuerzos del pie por bajarle la cremallera del pantalón. De pronto ella se marcha al lavabo, pero el perito tarda unos segundos en advertir que el pie sigue acariciando su sexo erecto y desnudo, mientras el fiscal le mira a los ojos, frunce los labios y le lanza un beso.

La tentación

LA PUERTA

“Por favor, sea breve”, dijo la mujer desde el otro lado de la puerta. “Vendo Biblias”, resumí. “Gracias, pero no me interesa” dijo ella en un susurro, y la imaginé asomada a la mirilla sobre las puntas de sus pies descalzos y los pechos acariciando la puerta. Desde entonces vuelvo cada semana y tenemos la misma conversación. Sólo una cosa deseo: que nunca llegue a abrirme la puerta.

Microrrelato publicado en antología de Páginas de Espuma

Mi gorda

hombre triste

Esta carta la escribí hace ya tiempo para un concurso de cartas de amor. A ratos me gusta y a ratos no. A veces reniego de su melodramático final; otras veces digo que se fastidien y lloren, o que rían (va en gustos) con este final de folletín. Bueno, da lo mismo, aquel día la escritura me brotó de golpe, y así, para bien o para mal, se va a quedar la criatura; modificar algo sería una traición. No sé tú, pero yo me entiendo.

La carta dice así: 

Qué pronto se ha hecho tarde, mi gorda. Pero te debo esta carta; decirte las cosas que no te dije, o decírmelas a mí. Así es como te llamaban cuando tú no les oías: LA GORDA, inflando la ‘o’ y la ‘a’. Nunca me gustaron las gordas. Ya de niño me daban repelús. Qué extraña palabra: arañas recorriendo la piel.  Sigue leyendo