La tristeza de los imanes

Tarta de seis años

Hoy he estado hablando con el señor Z. Le llamo así para preservar su intimidad. Esto es lo que me ha contado:

Cada vez que el señor Z se acuerda de algo que le falta, lo añade a la lista de la compra que con un imán ha fijado a la puerta del frigorífico. Al lado de esta lista hay otra. Lleva ahí desde hace tres meses. Sabe que tiene que quitarla, arrojarla a la basura, que no es bueno para él tenerla allí. Lo ha intentado pero no puede. Es como si él también tuviera un imán, de signo contrario, que alejara sus manos de la puerta y le impidiera hacer esos gestos tan sencillos de retirar el imán y deshacerse de la lista. En el último momento el índice y el pulgar de su mano derecha se retraen como dos niños temerosos.

La lista que lleva tres meses en la puerta del frigorífico es la siguiente: 1 kilo de naranjas, 1 kilo de peras, 1 kilo de plátanos, una bandeja de calabacines, una botella de cinco litros de aceite de oliva, una caja de galletas Chiquilín, embutido (elige tú), yogures naturales sin azúcar, una caja de leche semidesnatada. Para el cumple: platos, servilletas y vasos de plástico, todo con motivos infantiles; tenedores, cucharas y cuchillos también de plástico; una vela de los seis años, helados varios y una tarta (elige tú), una piñata, globos y lo que se te ocurra.

La letra de esta lista es azul sobre un papel amarillo, con pequeñas flores en forma de margaritas dibujadas en los márgenes. Era la mujer del señor Z quien hacia las listas de la compra. Luego él, al salir del trabajo, se pasaba por el súper a esa hora en que casi no hay nadie, iba depositando los productos en el carro y los tachaba de la lista.

Ahora es el señor Z quien hace la lista de la compra. Para él solo. Pero cuando ya en el súper empuja el carro, con esa ostensible cojera que le ha quedado, no puede evitar pensar en lo que él llama “el destino de la lista”, y se pregunta, con una tristeza que le encoge el corazón, adónde irían a parar todas aquellas cosas que no llegó a comprar, y sobre todo: ¿qué otro cumpleaños alumbró la vela de los seis años?

 

Hormigas

Hormigas

Hoy no me he levantado bien. Con una tristeza que no sé de dónde me viene. Quizá de una mala digestión, o de un mal sueño que ahora no recuerdo, o de alguna de esas reacciones que se producen en el laboratorio clandestino de nuestro cuerpo y sobre las que no tenemos control, o quizá ha sido la luz pálida que se ha filtrado por las rendijas de la persiana y ha dejado en el aire un poso de nostalgia sin objeto, por todo y por nada.

Y qué extraño, me ha dado por pensar en las hormigas que pisoteé en mi infancia. Aquí están, han construido un hormiguero en mi conciencia; incansables y monótonas lo van llenando de remordimientos.

 

Con los ojos cerrados

 

ojos cerrados (2)

Me dice que a veces, cuando suena el despertador y abre los ojos, no encuentra razones para levantarse de la cama y seguir viviendo. Durante un tiempo probó con una radio despertador, pero aún fue peor, como si un coro de grillos le gritara al oído una cháchara estúpida, pura comedia, la farsa de este mundo nuestro, me dice. Ahora utiliza otra estrategia: cierra los ojos, y como si fuera un ciego reciente, tantea el suelo con los pies para ponerse las zapatillas e ir al cuarto de baño, donde torpemente se afeita, se lava los dientes y se ducha. Todo el rato con los ojos cerrados. Y luego va palpando las paredes hasta la cocina, y a tientas busca las cerillas y a tientas enciende el gas para prepararse el desayuno. Y así continua hasta que la angustia le obliga a abrir los ojos, con la misma desesperación de un náufrago que braceara en el agua para no ahogarse. Solo así, me dice, consigue aferrarse a la vida, que se le escapa día a día. Nunca sabe en qué momento va a ocurrir, pero hasta ahora siempre ha abierto los ojos. Aunque dice que ha empezado a tener miedo, mucho miedo, porque la última vez llegó hasta el aparcamiento con los ojos cerrados, y solo cuando estuvo dentro del coche y con el motor ya en marcha, solo entonces sintió la necesidad, una tibia necesidad de abrirlos

Mi gorda

hombre triste

Esta carta la escribí hace ya tiempo para un concurso de cartas de amor. A ratos me gusta y a ratos no. A veces reniego de su melodramático final; otras veces digo que se fastidien y lloren, o que rían (va en gustos) con este final de folletín. Bueno, da lo mismo, aquel día la escritura me brotó de golpe, y así, para bien o para mal, se va a quedar la criatura; modificar algo sería una traición. No sé tú, pero yo me entiendo.

La carta dice así: 

Qué pronto se ha hecho tarde, mi gorda. Pero te debo esta carta; decirte las cosas que no te dije, o decírmelas a mí. Así es como te llamaban cuando tú no les oías: LA GORDA, inflando la ‘o’ y la ‘a’. Nunca me gustaron las gordas. Ya de niño me daban repelús. Qué extraña palabra: arañas recorriendo la piel.  Sigue leyendo