Fuera estereotipos

Mis nietos Álvaro y Daniel están jugando en el salón de su casa, delante de su madre, que es maestra. Álvaro tiene diez años y Daniel, cuatro.

ÁLVARO. Tengo un amigo que juega con muñecas. ¿A que tú, Dani, no quieres jugar con muñecas?

MADRE. En esta casa no hay juguetes de niños y de niñas, cada uno juega con lo que quiere.

ÁLVARO. Tú, Dani, ¿quieres una Barbie?

DANIEL. Sí, pero gorda

Timbres

Me despertó el timbre una vez más. Cuando empezaba a dormirme, sonaba. Era la forma que habían elegido para torturarme, para que diera los nombres de todos aquellos que habían participado conmigo en la revuelta. Resistí durante días, lo juro, pero cuando fui una piltrafa humana, extenuado de emociones y sentimientos, cuando los nombres de todos aquellos que habían crecido y madurado conmigo y que compartían los mismos ideales eran sólo eso, nombres, palabras carentes de sentido y vínculos, entonces empecé a nombrarlos, uno por uno, como cuando eres niño y recitas una oración que no llegas a entender pero que sueltas como una letanía. Eso hice yo. El delator. ¿El cobarde? Han pasado los años y odio los timbres. En mi casa no los hay, de ninguna clase. Evito los que puedo. Pero no puedo con el que está dentro de mí y sólo yo oigo.

Esto bien podría ser un estúpido microrrelato de superhéroes

Nunca ha estado más de una semana sin embutirse en el traje de superhéroe, pero ahora se halla postrado en una cama, en la décima planta de un hospital. Su traje de Supermán cuelga de una percha y parece más el gastado pijama de un adolescente que la segunda piel de un superhéroe. “Soy Clark Kent, choqué contra un dron de kryptonita cuando volaba por el cielo de Metrópolis”, les dijo a los doctores, que han decidido trasladarlo al pabellón de psiquiatría. Protesta: “no estoy loco, protejo la ciudad, estoy enamorado de Lois Lane, exijo el alta médica”. Lo ignoran. Se enfurece, se escapa de la cama, corre hasta la ventana y se arroja al vacío. Los doctores, desde la misma ventana y estupefactos, lo contemplan poderoso a la vez que vulnerable con el infame camisón de hospital hinchado cual vela de barco y el culo al aire, volando alto, muy alto.

Me lo pone para llevar

—Me lo pone para llevar, doctor.

—Lo siento, un brazo amputado recibe por ley el mismo tratamiento que los cadáveres. Deberá usted ponerse en contacto con una funeraria para enterrarlo o incinerarlo.

—Haga la vista gorda, por favor. Me conformo con la mano.

—¿Qué piensa hacer con ella?

—Con esta mano, yo volaba por los trastes de mi guitarra. En nada tenía que envidiar a los Hendrix o a los Page. Acudiré a un taxidermista y la pondré dentro de una urna. Tendrá su altar. Es lo menos que se merece.

—Será un morboso trofeo a la nostalgia, y le causará más dolor.

—Santos Discépolo decía que un tango es un pensamiento triste que se baila. Ahora que ya no volveré a tocar, pondré a bailar a la nostalgia y escribiré las mejores baladas. Usted póngamela para llevar, que el dolor es cosa mía.

1,2,3… ¡FICCIÓN!

Había una vez un pajarito que estaba harto del trato que recibía su especie por parte de los humanos: se los comían, los mataban por el placer de quitarles la vida, los enjaulaban con la coartada del cariño… Así que decidió fundar un sindicato de pájaros. Y muy pronto los cielos se cubrieron de bandadas que exigían sus derechos. Los humanos veían como la ira de los pájaros iba creciendo: atacaban sus casas, sus cosechas, invadían los parques infantiles… Entonces, a un tal Hitchcock se le ocurrió que si no puedes vencer al enemigo lo mejor es unirte a él; o mejor, que él se una a ti. Hitchcock propuso a los pájaros formar parte de una película donde ellos serían los protagonistas, y los pájaros sucumbieron a lo que Hitchcock les ofrecía: fama y alpiste; y no les importó que ahora su rebeldía fuera pura ficción.

La nueva vida de Javier Marías

Foto de EUROPA PRESS

Estimado Javier:

Quiero imaginar e imagino que aún no ha llegado el triste final y te despiertas en la mañana, si es que se puede llamar despertar a ese vagar por la casa como prendido aún por los hilos del sueño, pero no por ese sueño fisiológico que se puede medir con aparatos, sino con el sueño que está hecho con los retales de lo imaginario, y aun así, medio en penumbra, vas directo, con el paso elegante de un lord inglés, pese al apremio que te acomete, a encenderte un cigarrillo que te da la vida y que, prolongado en el tiempo, terminará complicándotela, aunque tú no lo sabes, o no quieres saberlo, o te da lo mismo y no le pones remedio; sí, un cigarrillo aún sin ducharte, sin desayunar, imagino, y entre cuyas volutas de humo aparecen los rostros de los que aún son futuros personajes (siempre has dicho que eres escritor de brújula, no de mapa), que tú no convocas, sino que vienen ellos a ti a decirte dame una vida, indaga en ella, hurga con el bisturí que son tus frases largas, merodeadoras, obsesivas, disyuntivas, para hipnotizar al lector o hundirlo en un naufragio de palabras y elevarlo luego a la superficie, donde con bocanadas de aire sale iluminado, o confundido, que a veces viene a ser lo mismo, porque las certezas son cárceles que nos aquietan, nos inmovilizan, y tú quieres cogernos por las solapas y zarandearnos para someternos al vaivén de tus pensamientos, parsimoniosos y ágiles a la vez, obligándonos a la máxima concentración, porque no debes querer lectores cómodos, sino a aquellos que se atreven a transitar por los castillos mentales que construyes, llenos de laberintos y vericuetos, de múltiples habitaciones por abrir, con espejos que duplican esa imagen nuestra que no siempre queremos ver.

Leí a un crítico que, después de elogiar tu trilogía “Tu rostro mañana” como una de las mejores novelas de los siglos XX y XXI, decía que enfrentarse a ella era como subir al Everest. Sí Javier, puñetero, subir al Everest, porque en ocasiones, en tus novelas, me encuentro con frases de esta índole: “Caminaban con el respeto y el saludo amable de los transeúntes con que se cruzaban en el tiempo que se perdía nada más sucederse, o perdido ya cuando aún era presente, y se sucedía”, que son como pedruscos en el camino, y es entonces cuando me dan ganas de saltar al vacío y no seguir escalando por tu prosa digresiva, desesperante a veces (para mí, claro, porque seguramente me falta músculo), donde no hay atajos, sino senderos que se bifurcan, pero aun así sigo escalando, maldiciendo a ratos, dejándome deslumbrar, admirándote. En resumen: amor y “odio” a la vez. Parecido a lo que te pasa a ti con España, que te desespera y reniegas de ella, pero aquí sigues, escribiendo tus novelas en tu casa de Madrid, y tus artículos, que son como moscas cojoneras tomándose la molestia de enmendarnos la plana a los españoles, zumbando sobre las conciencias, a veces con vuelos hiperbólicos pero tan necesarios, pues aunque dudas de la utilidad de este trabajo tuyo de articulista —lo sé de buena tinta, de tu tinta— y tienes siempre la tentación de abandonar, finalmente no lo haces porque te preguntas qué pasaría si “uno abriera los periódicos y no se encontrara en ellos más que asentimiento e indiferencia y silencio”.

Ahora, Javier, no puedo demorarme más en esta ficción, en el simulacro de tu presencia en el mundo, porque tú ya no estás, no en esta vida, sino en otra muy distinta. Decías que todo escritor se asemeja a la figura del fantasma (una de tus figuras literarias predilectas), porque el fantasma “habla e influye, pero no siempre se deja ver”, porque “no está del todo presente, pero asiste a los acontecimientos, y sobre todo ronda”. Ahora, en esta vida que ahora vives, eres ya un fantasma a tiempo completo, sin pausas, un fantasma con contrato indefinido. Y no te voy a pedir disculpas por esta frivolidad que me he permitido, un tanto impropia en estos momentos, ni por el tuteo con el que me dirijo a ti desde el principio, porque sé que tras esa imagen de cascarrabias y gruñón que en ocasiones mostrabas, siempre te has reído de los solemnes, al igual que hacía tu admirado Laurence Sterne —nos lo contaste en un artículo—, igual que él, también tú divertido y festivo, capaz de hacer bromas sobre cualquier asunto, de espíritu cordial y amable. Es lo que dicen tus amigos de ti, que te reconocían como un hombre honesto, leal y generoso.

Y no vayas a afligirte ahora porque hayas pasado de ser el rey de Redonda a ser el rey de uno de los reinos Fantasmas, pues aunque ya no nos queda la esperanza de verte recoger el Nobel, y no te veamos más en la Feria del Libro, ni en tu sillón de la Real Academia, ni paseando medio inglés medio chulapo por la Plaza Mayor, con el cigarro en la mano (porque tendría guasa que justo ahora, ya fantasma del todo, inmune a la nicotina, dejaras de fumar), aunque no te veamos, digo, seguirás rondando por nuestros recuerdos y a través de tus libros, sin tener que atravesar paredes ni llevar cadenas para encontrarnos y llamar nuestra atención, porque, no lo dudes, mañana en la batalla —y la vida lo es, una batalla—, seguiremos pensando en ti, leyéndote.

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Amores que matan

Había una vez un pajarito que no decía “pío pío”, sino “miau miau”, no porque se creyera un gato, sino porque estaba enamorado del felino de la casa donde ambos vivían. Sabía el pajarito que lo suyo, ese amor por el gato, era una anomalía, y que su amor nunca sería correspondido; que el gato, guiado por su instinto, solo lo quería para comérselo. Aun así, cada vez que el gato se acercaba a los barrotes de su jaula con los bigotes enhiestos y la lengua anhelante, el pajarito empezaba a aletear loco de contento y a trinar con frenesí, y se imaginaba en las fauces del amado, engullido, atravesando su angosta garganta hasta llegar al centro mismo del corazón. ¡Qué feliz se sentía entonces! Y así era hasta que un día, por fin, desbordado de amor, el pajarito abrió la jaula.

Una llamada en la noche

Diseño de Manuel Estrada (portada de un libro de la editorial Alianza)

Lo inesperado nos acecha siempre, es una animal invisible, agazapado, que de pronto puede adoptar una de sus múltiples formas, desde la más siniestra hasta la más festiva. Necesitas la existencia de ese animal para que la vida no sea un tedioso transitar, y desearías que siempre obrara a tu favor, que fuera como un dócil perro que se subiera a tu regazo. Pero no puedes elegir el rostro con el que se te va a aparecer, ni sus intenciones, porque en su naturaleza está el romper con tus cálculos. Ahora acaba de sonar tu móvil en la madrugada: ha salido el animal de su guarida, y aunque aún no puedes ver su verdadera faz porque camina entre sombras, intuyes que lo más probable a esa hora es que se muestre para desgarrarte el alma. Quisieras silenciar el móvil y volverte a dormir, pero sabes que no puedes: él te está esperando.

Llenar la vida

Cuando era niño, K tenía una caja de cartón. Y dentro de la caja, el vacío. Nunca la llenó de nada: ni de canicas, ni de cromos, ni de chapas… Aunque era una vulgar caja de cartón marrón, K sentía que era especial. Y si no la llenó de nada es porque esperaba que algún día, al abrirla, apareciera algo, cualquier cosa, que sería maravillosa por el simple hecho de aparecer. Nunca le habló a su familia de este deseo que tenía; se habrían burlado de él. Por eso guardó silencio cuando a su madre le dio por recortar la caja para hacer unos ridículos posavasos y la caja desapareció. Ahora, ya anciano, K sueña a menudo con aquella caja: la lleva en sus manos como si transportara un objeto sagrado, y, cuando la abre, se encuentra con la cara del niño que fue. ¿Qué has hecho con tu vida?, le interroga el niño.

Depende

Odio los tests psicológicos que nos pasan en el colegio. Los de inteligencia, porque me parece muy simple y poco inteligente reducir la inteligencia a un número. Aunque supongo que mi desprecio se debe en parte a los pobres resultados que siempre obtengo, muy por debajo de la media, unos percentiles de mierda, al borde de la debilidad mental. Pero son los tests de personalidad los que realmente detesto, especialmente aquellos que ofrecen opciones de respuesta muy cerradas, porque me supone un gran esfuerzo decidirme, ya que no hay una respuesta que para mí sea absoluta. “Depende” es lo que quisiera contestar a la mayoría de ellas. Y aunque algunas de las respuestas que ofrecen los cuestionarios se parecen a ese “depende”, el psicólogo nos dice que no abusemos de ellas, porque entonces nuestro perfil saldrá pobremente definido, como una foto anodina, sin brillo ni color. Que respondamos según nuestra forma habitual de comportarnos. ¡Y dale! Mi forma habitual de comportarme es la indecisión, el no sé, el depende.

Sea como sea, el caso es que yo siempre salía INTROVERTIDO. Hasta este curso, en que el psicólogo me citó en su despacho porque, esta vez, la introversión venía acompañada de otros rasgos que provocaron en el psicólogo, por muy entrenado que estuviera en el control de sus expresiones, unos gestos de alarma, primero, y de compasión, después.

—Por favor, mírame a los ojos, no rodees mi cara con la mirada. Es importante mirar a los ojos de la persona con quien se está hablando, transmite confianza —me decía él, ya los dos sentados en nuestros respectivos asientos, frente a frente, mientras con los dedos índice y corazón de su mano derecha, formando una uve, apuntaba primero a sus ojos y luego a los míos, como si los conectara a través de una línea imaginaria. Y a mí, más que transmitirme confianza, me recordaba el gesto de uno de esos tipos provocadores y violentos cuando dicen “te veo, me he quedado con tu cara”.

—…

—No es bueno encerrarse en uno mismo. Sin relacionarnos con los demás podemos perder el contacto con la realidad porque no confrontamos nuestros pensamientos con los de la comunidad humana. Nos volvemos egocéntricos, creemos que somos la medida de todas las cosas.

—…

—Y no seas tan exigente contigo mismo. Permítete fallar. De los fallos se aprende. En el laboratorio de la vida, como en el de la ciencia, se avanza con el ensayo y el error. Acaba con ese rígido censor interno que te machaca. ¿Sabes lo que es un censor?

—…

—Está bien, está bien… ya veo que sabes lo que es un censor. Y sé que te he dicho que me mires a los ojos, pero no así, joderrr. Uy, perdón. Quiero decir que no te enfades. Yo tampoco debo enfadarme… O sí, porque si nos enfadamos, pues nos enfadamos. ¿Acaso el enfado no es expresión, como otra cualquiera, de nuestro estado de ánimo? ¿Por qué reprimirlo?

—…

—Y, sobre todo, no anticipes lo que la gente piensa de ti. Son creencias tuyas que, dada tu baja autoestima, adoptan la forma de críticas hirientes, humillantes… Pero nada de eso es real, solo está en tu cabeza.

—…

—Por ejemplo, yo tengo una buena opinión de ti. Sé que eres una persona valiosa y que puedes ofrecer mucho a los demás. Deja que te conozcan, no te escondas, habla, desahógate, di lo que piensas… ¿Qué me dices?

—Digo que te den, plasta, que eres un plasta.

—Muy bien, fenomenal. Veo que me has entendido. Esa es la actitud. Es un buen comienzo. Un primer paso prometedor.

A los pocos días me matricularon en otro colegio. Mis padres habían tenido una entrevista con el director y ambas partes estuvieron de acuerdo —es lo que me dijeron mis padres— en que lo mejor para mí era el cambio. El curso acababa de empezar, no supondría mucho trastorno.

Ya en el nuevo colegio, como si los puñeteros test me persiguieran hasta la clase, nos pasaron una batería (así los llaman, y me parece muy acertado, pues siento que frente a mí se hallan unas amenazantes piezas de artillería). Pero esta vez sería distinto. Estoy sentado al lado de uno de los chicos más inteligentes y extrovertidos del colegio —es lo que dicen todos de él—, y decidí copiar sus respuestas. No las de los tests de inteligencia, porque no quiero crear falsas expectativas y que luego me exijan más de lo que soy capaz de dar. Pero sí las de personalidad. Así que ahora soy oficialmente extrovertido y un montón de buenas cosas más. Tengo seguridad en mí mismo, fuerte resistencia a la frustración, estabilidad emocional, habilidades sociales… Vamos, una maravilla de perfil, un perfil que parece diseñado por un fotógrafo estiloso y no el perfil de fotomatón que acostumbraba a tener. Y lo más asombroso es que todo el mundo me trata de acuerdo con este nuevo perfil. Bueno, no todo el mundo, pero sí muchas personas. Aunque tampoco son muchas, digamos que algunas. En realidad unas pocas. Bueno, no sé, no sabría decir cuántas, depende.