El roscón

Era Navidad y yo debía de tener unos doce años. No recuerdo qué estaba haciendo en ese momento, seguramente que zascandileando por la casa, en vacaciones, junto a mi madre y con la música de fondo de los villancicos que tanto le gustaban, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y allí estaba Mariluz, mi vecina de al lado, más o menos de mi edad pero mucho más desarrollada—mi madre no dejaba de repetírmelo, como si me estuviera advirtiendo de algo—, pelo negro muy brillante, ojos verdes, piel blanquísima. Muy tiesa y muy seria sujetaba una gran caja sobre sus manos extendidas. A través de la ventana abierta en la tapa pude ver que dentro había un roscón. “Me lo ha dado mi madre para vosotros”, dijo Mariluz, con una mueca que más bien parecía el resultado de ofrecernos una mierda en lugar de un roscón. Se dio media vuelta y se fue. Era evidente que Mariluz había venido a casa obligada por su madre, que la tarea que le había encomendado le desagradaba hasta tal punto que era incapaz de fingir.

A Mariluz yo la amaba y la odiaba a partes iguales. Quizá la odiaba porque la amaba, porque me quedaba sin palabras cada vez que ocasionalmente se dirigía a mí, porque me cosquilleaba el estómago con solo verla, y la sensación de sacarme de mis casillas me ponía muy nervioso, y eso estaba bien y estaba mal, un lío para mi cabeza de doce años.

A mi madre le extrañó tanto como a mí que la vecina nos regalara un roscón, pues la relación entre ellas dos no era nada buena, sobre todo después del incidente con la pelota. La madre de Mariluz se pasaba el día discutiendo con su hija, insultándola “inútil, egoísta, desobediente…”, los gritos nos llegaban a través de las paredes, era muy molesto, y para una vez que a mí, en un descuido de mi madre, se me ocurre jugar en casa con una pelota que me habían regalado, chutando contra una portería imaginaria en la pared que separaba nuestro salón del de Mariluz, solo unos minutos chutando, la madre de Mariluz se presentó en nuestra casa —“como una energúmena”, diría mi madre— para quejarse y gritarnos que no teníamos educación, que a ver si pensábamos en los demás vecinos, que al fútbol se jugaba en la calle, no en las casas. Desde aquel día, mi madre y la de Mariluz apenas se hablaban: hola y adiós, sin mirarse, altivas las barbillas de las dos cuando se encontraban en la calle o en las escaleras.

“Es Navidad, será que quiere hacer las paces”, dijo mi madre, y quiso la casualidad que en ese momento sonara  “Noche de paz, noche de amor, ha nacido el niño Dios” para refrendar sus palabras. Aun así, se quedó contemplando el roscón con un gesto que se parecía mucho al de Mariluz al ofrecérmelo. Supongo que no le apetecía firmar la paz con la vecina, que prefería seguir con esos saludos de rutina que no la comprometían, sin llegar a ninguna clase de intimidad con aquella mujer tan gritona y desesperante, si bien dijo que se pasaría a darle las gracias y que la invitaría a tomar café con roscón en nuestra casa, porque teníamos que saber perdonar. Pero, cuando terminó de hablar, yo ya había cortado un trozo del roscón, me lo había llevado a la boca y mis dientes se topaban con algo duro, que resultó ser un haba, ¡EL HABA!, envuelta en celofán. “¡Qué prisas! ¿No te podías esperar? Ahora te tocará pagar el roscón”, me informó mi madre, dándome una cariñosa colleja. “¿Sabes que de ahí viene lo de “tontolaba”? Al que le toca el haba es el tontolaba. Hoy eres tú el tontolaba. Tendrás que abrir tu queridísima hucha”. Y justo en ese momento, volvieron a llamar a la puerta. “Anda, ve a abrir, que será Mariluz otra vez; se ha enterado de que te ha tocado el haba y viene a que pagues”, a mi madre le divertía mucho reírse de mí, yo creía que era lo que más le divertía del mundo.

Y mientras ahora sonaba “Hacia Belén va una burra, rin, rin…”, yo iba a abrir la puerta diciéndome que ojalá fuera Mariluz quien llamaba, aunque esta vez no me quedaría callado, ya se me ocurriría algo que decirle, algo que la dejara impresionada; porque a menudo yo soñaba despierto, y en ese sueño entraba en la casa de Mariluz y me enfrentaba a su madre para rescatarla de sus garras, disfrazado de héroe con cualquiera de los múltiples trajes que mi imaginación coleccionaba. Y la broma de mi madre se hizo realidad y era otra vez Mariluz, pero una Mariluz muy distinta de la otra, de la Mariluz hierática que había venido a regalarnos el roscón. Esta Mariluz se movía inquieta, como si tuviera picores por todo el cuerpo, la mano derecha estrujando la izquierda, el rubor coloreando la blanca piel de sus mejillas. Y digo yo que serían esas señales de debilidad en Mariluz las que me envalentonaron, y ya estaba dispuesto a hablar, a decirle que ella no era ninguna inútil, ni desobediente, ni egoísta, cuando Mariluz, dejando mi discurso atascado al borde de los labios, me devolvió a una realidad para la que no estaba preparado: “Que dice mi madre que el roscón no era para vosotros, que es para los vecinos del B; me he equivocado”. Y entonces, aún con un trozo de fruta escarchada entre los dientes, imaginé que al haba, aprisionada en mi mano, le crecían dos ojitos y unos enormes labios y me decía, allí mismo, delante de la frágil y tierna Mariluz, “tontolaba, tontolaba, que eres un tontolaba…”, ahora Mariluz y yo, rojos los dos, unidos por la vergüenza.

La cueva y su punto de vista

La cueva habla y se queja. No de la oscuridad en la que vive, ni de que los modernos cromañones la penetren para pintar sus paredes con dibujos obscenos y mensajes de autoafirmación del tipo “aquí cagué yo”, o para follar a resguardo de la intemperie y practicar la brujería en aquelarres de risa, o para colocarse en esas entrañas suyas que, junto al fuego, predisponen a la alucinación. No se queja de las botellas, latas, preservativos y demás desperdicios que van dejando. Todo eso forma parte de lo que su naturaleza de acogedor seno materno inspira. De lo que se queja es del proyecto del ayuntamiento para transformarla en moderna vivienda. Ya se ve enladrillada, alicatada, recorrida por tuberías y cables, habitada por inodoros de Porcelanosa y muebles de Ikea, aniquilado su verdadero espíritu salvaje, y ahora su boca se retuerce en un estremecedor lamento de animal herido.

1,2,3… ¡FICCIÓN!

Había una vez un pajarito que estaba harto del trato que recibía su especie por parte de los humanos: se los comían, los mataban por el placer de quitarles la vida, los enjaulaban con la coartada del cariño… Así que decidió fundar un sindicato de pájaros. Y muy pronto los cielos se cubrieron de bandadas que exigían sus derechos. Los humanos veían como la ira de los pájaros iba creciendo: atacaban sus casas, sus cosechas, invadían los parques infantiles… Entonces, a un tal Hitchcock se le ocurrió que si no puedes vencer al enemigo lo mejor es unirte a él; o mejor, que él se una a ti. Hitchcock propuso a los pájaros formar parte de una película donde ellos serían los protagonistas, y los pájaros sucumbieron a lo que Hitchcock les ofrecía: fama y alpiste; y no les importó que ahora su rebeldía fuera pura ficción.

Amores que matan

Había una vez un pajarito que no decía “pío pío”, sino “miau miau”, no porque se creyera un gato, sino porque estaba enamorado del felino de la casa donde ambos vivían. Sabía el pajarito que lo suyo, ese amor por el gato, era una anomalía, y que su amor nunca sería correspondido; que el gato, guiado por su instinto, solo lo quería para comérselo. Aun así, cada vez que el gato se acercaba a los barrotes de su jaula con los bigotes enhiestos y la lengua anhelante, el pajarito empezaba a aletear loco de contento y a trinar con frenesí, y se imaginaba en las fauces del amado, engullido, atravesando su angosta garganta hasta llegar al centro mismo del corazón. ¡Qué feliz se sentía entonces! Y así era hasta que un día, por fin, desbordado de amor, el pajarito abrió la jaula.

Una llamada en la noche

Diseño de Manuel Estrada (portada de un libro de la editorial Alianza)

Lo inesperado nos acecha siempre, es una animal invisible, agazapado, que de pronto puede adoptar una de sus múltiples formas, desde la más siniestra hasta la más festiva. Necesitas la existencia de ese animal para que la vida no sea un tedioso transitar, y desearías que siempre obrara a tu favor, que fuera como un dócil perro que se subiera a tu regazo. Pero no puedes elegir el rostro con el que se te va a aparecer, ni sus intenciones, porque en su naturaleza está el romper con tus cálculos. Ahora acaba de sonar tu móvil en la madrugada: ha salido el animal de su guarida, y aunque aún no puedes ver su verdadera faz porque camina entre sombras, intuyes que lo más probable a esa hora es que se muestre para desgarrarte el alma. Quisieras silenciar el móvil y volverte a dormir, pero sabes que no puedes: él te está esperando.

Alambradas

Están frente a frente, separados por una mesa. El comandante es un héroe de guerra condecorado por su valor. El prisionero es solo un número, el 301. El comandante juega con las fotos que le requisaron al prisionero cuando llegó al campo de concentración, y al prisionero se le humedecen los ojos al ver a su mujer y a sus dos hijos manoseados por manos infames.

Antes de hablar, el comandante sonríe. Es una sonrisa cruel en la que reluce un diente de oro. Le dice al prisionero: “Perdí un ojo en combate. En su lugar hay un perfecto ojo de cristal. Si adivinas cuál es, las fotos serán tuyas”. El prisionero reprime su rabia, traga saliva y mira fijamente los ojos del comandante. “El izquierdo es el de cristal”, dice, sin titubear. El comandante hace una mueca de fastidio, le hubiera gustado verlo removerse, sudar, suplicar… “¿Por qué estás tan seguro?”, pregunta. Tampoco ahora duda el prisionero, sabe que su respuesta avivará el sádico orgullo del comandante. “Porque en el izquierdo veo un destello de humanidad que el otro no tiene”, dice, y comprueba que no se ha equivocado: el héroe suelta una estruendosa y larga carcajada.

El gran hermano cuida de ti (II)

GRAN HERMANO

Estimada señorita X.

Quién sea yo, no importa. Pero hace unos días intentó usted convencerme para que contratara un Seguro de Decesos con su Compañía. Y, después de nuestra conversación telefónica, quiso la casualidad que escuchara en la radio “El trato”, de Alejandro Sanz, y como me seducen estos cruces que la vida nos presenta, no he podido resistirme a pedirle a usted que escriba al cantautor para que la estrofa donde dice “No podemos llegar al final de la vida en un estado perfecto. Tenemos que llegar al final de nuestros días derrapando y medio muertos, sucios, cansados, gastados, heridos, doloridos, sonriendo”, para que esa estrofa, digo, le sugiera usted a don Alejandro finalizarla con “sonriendo y con un buen Seguro de Decesos”.

Querida señorita X, no se enfade conmigo, y no me tome muy en serio. Sé que está cumpliendo con su trabajo. Aquí le dejo la canción. Espero que, entre Seguro y Seguro, pueda abandonarse y disfrutar de ella.

EL TRATO

 

 

La alegoría

 

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En todo relato literario los pensamientos e ideas que el escritor quiere transmitir se apoyan en acciones e imágenes concretas, de forma que den plasticidad a aquellas abstracciones que no tienen visibilidad. De lo contrario estaríamos ante un texto ensayístico. Así, por ejemplo, en “Romeo y Julieta” no se reflexiona sobre el amor en abstracto, sino que se nos cuenta la historia de dos enamorados cuyas familias están enfrentadas.

¿Qué diferencia hay, entonces, entre un relato alegórico y otro que no lo es? La alegoría pretende ofrecer una correlación entre una determinada concepción del mundo y aquellas imágenes que puedan representar dicha concepción, de manera que esas imágenes, si bien concretas e individualizadas, representen conceptos universales. En un relato no alegórico un personaje puede ser, entre otras cosas, envidioso o lujurioso, o las dos cosas a la vez; pero en una alegoría se tiende al arquetipo, y entonces el personaje X no es que sea envidioso, sino que representará la ENVIDIA. Es decir, la envidia aparece encarnada en un personaje. En la «Divina Comedia», relato alegórico de Dante, el narrador viaja a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, encontrándose con personajes y situaciones que representan conceptos teológicos y políticos.

Además de con la personificación de ideas, la correlación entre conceptos e imágenes en la alegoría se consigue con metáforas sucesivas y símbolos, en un todo coherente y dotado de sentido. En definitiva, una alegoría es una historia que se sirve de estos procedimientos (personificación de ideas, metáforas, símbolos) para trabajar a dos niveles: el nivel literal, lo que se dice de forma explícita; y el nivel oculto o profundo, que hay que interpretar a partir del primer nivel.

La interpretación que nos lleva a desentrañar el sentido oculto de la historia, puede ser más o menos problemática, dependiendo del grado de dificultad que comportan las asociaciones entre un nivel y otro. En algunos casos es muy fácil, pues los mismos nombres de los lugares y personajes nos dan las pistas. Así, en “El progreso del peregrino”, una novela alegórica del siglo XVII, los lugares tienen nombres tales como: Ciudad Destrucción, Ciudad Celestial, El Castillo de las Dudas, El Pantano del Desaliento. Y los personajes son: Cristiano (el protagonista), Evangelista, Esperanza, Ignorancia… En otros casos será el texto en su conjunto —las relaciones que se establecen entre sus partes, así como los nexos entre los distintos campos semánticos— lo que facilita su interpretación. Sirva como ejemplo el poema alegórico “Pobre barquilla mía”, de Lope de Vega. Empieza así: «Pobre barquilla mía/ entre peñascos rota/ sin velas desvelada/ y entre las olas sola…”. Leído el poema entero, podemos establecer las siguientes asociaciones: barquilla = vida/alma; peñascos = dificultades; sin velas desvelada = indefensión; olas = peligros.

Si quieres escribir un relato alegórico, piensa primero en la historia de fondo que quieres contar y en los conceptos e ideas que la sustentan. Busca luego personajes, metáforas y símbolos que te permitan traducir aquellos conceptos e ideas a imágenes sensoriales, dentro de una historia dotada de sentido. Es importante que la historia funcione en los dos niveles: el literal y el figurado. Si la alegoría no es de fácil interpretación, algunos lectores entenderán al menos la historia en su literalidad, quedando reservado el sentido profundo y oculto a los lectores que conozcan los “códigos” para descifrarlo.

Las líneas que separan la parábola y la fábula de la alegoría son sutiles. Quizá algún día les dediquemos un espacio en esta página. De momento, y como ejercicio previo a escribir alegorías, te proponemos que escribas una fábula similar a esta de Monterroso:

La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica. Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

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Ahora coge el lápiz y ponte a CROAR.

Las niñas ya no quieren príncipes azules

sapo princesa

Al despertar, la princesa encontró a los pies de su cama una gran vasija llena de sapos, tal y como había pedido. Se frotó las manos, loca de contenta, y luego los fue sacando uno a uno para de un mordisco arrancarles la cabeza. Solo se detuvo cuando vio que en el suelo, bañado en sangre, yacía un príncipe sin vida, decapitado.