
Desde el banco donde estoy sentado veo la zona de juegos donde padres e hijos pasan parte de la mañana del sábado. Me fijo en el tobogán. La mayoría de los niños que se sube a él ha superado la primera fase, aquella en que subían ordenadamente por las escaleras y se deslizaban con precaución apoyándose en los pasamanos. Aburridos del trato convencional que le daban al tobogán, ahora experimentan nuevos usos, más creativos. Es decir, hacen el bestia de todas las formas posibles: se pelean por alcanzar las escaleras, suben de pie por la rampa, se tiran de cabeza, utilizan a otro niño de alfombra deslizante… “Os vais a hacer daño”, les advierten algunos padres mientras miran en el móvil.
Me llama la atención un niño de unos tres años. A diferencia de los otros de su edad que esperan a que la manada se desfogue o se mate para subirse ellos al tobogán, este niño se empecina en imitar a sus compañeros grandullones. Es admirable la voluntad que le pone, el esfuerzo que hace por estar a la altura de quienes sin duda son sus ídolos. Y a ellos parece gustarles la actitud del niño, pues no solo no le apartan sino que le animan en su aventura. Entonces, una de las veces en que el niño intenta bajar de rodillas por la rampa, agitando las manos como si festejara su hazaña, está a punto de darse de bruces con el suelo.
Es uno de los chavales mayores quien informa al padre del niño, también absorto en la pantalla de su móvil, de que su hijo se ha caído. El padre mira hacia el punto que el chico está señalando, picotea aún unas cuantas veces con el dedo en el móvil, se lo guarda en el bolsillo y corre en ayuda de su hijo. Lo levanta del suelo y empieza a limpiarle el polvo con más ímpetu del que es necesario. El niño no llora, parece feliz. Hasta que su padre dice: “Se acabó, ya no hay más tobogán”. Entonces el niño se pone a berrear. Quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán… El padre tira del niño para alejarlo de allí, pero el niño tiene uno de esos llantos irritantes, que taladra los oídos y que cual sirena de ambulancia nos advierte de que para él es una cuestión de supervivencia volver al tobogán. Al final, para satisfacción de todos los habitantes del parque, el padre cede: “Vale, pero tírate con cuidado”. Y el niño, que ya ha experimentado la atracción del riesgo, de la aventura, protesta con un llanto ahora entrecortado: “Con cuidado no, con cuidado no…”.
Al presenciar esta escena, he recordado el tiempo en que yo era un padre joven y tenía que lidiar con la tarea de imponer límites, de trazar líneas fronterizas entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, entre lo permitido y lo prohibido; y sobre todo, la ardua de tarea de reconocer aquellos riesgos que mis hijos deberían asumir a su edad para no ser unos niños apocados, medrosos —“con cuidado no; con cuidado no”— porque, como escribió no recuerdo quién, cuando tienes un hijo tu corazón caminará ya siempre fuera de tu cuerpo. Caminará por el estrecho filo que separa el miedo de la ilusión, y querrás que todo sea seguridad, certeza, pero sabes que es imposible, que eso no es la vida, que la gráfica que dibuja el corazón vivo en la pantalla es la del pálpito, la de la emoción, y no la línea recta de la muerte.
Y así, pensando en la difícil tarea de educar, me ha venido a la memoria el día en que mi padre me enseñó a montar en bicicleta. Aunque ese recuerdo viene coloreado por las palabras de mi madre, pues era ella quien siempre, en las reuniones familiares, nos contaba la anécdota para burlarse de mi padre, quien como todos los hombres, según mi madre, carecía de intuición y sentido común y sometía, don Perfecto, la realidad al cansino escrutinio de la lógica, de su lógica, claro. Porque ese día mi padre iba detrás de mí, soltando y agarrando mi sillín mientras yo me esforzaba en mantener el equilibrio a la vez que pedaleaba, sin mucho éxito, cuando de pronto él —siempre según mi madre— empezó a resoplar y a dar saltitos como un histérico gorrión, gritándome: “Si es que no tienes en cuenta el centro de gravedad, el centro de gravedad…, y así es imposible”.
¿Centro de gravedad? ¿A un niño de seis años? ¿Eres Newton? Mi madre se partía de la risa cada vez que lo contaba. E imagino a mi padre detrás de mí, su cara congestionada por efecto de la carrera, y su corazón fuera de su cuerpo, junto al mío, con miedo de que me estrellara, y aunque mi madre tenía buenos motivos para reírse de mi padre, de su cómica instrucción para que no me estampara con la bici, yo me pregunto qué padre no se ha sentido ridículo alguna vez instruyendo o educando a sus hijos, reconociendo al instante la estupidez de la respuesta o de la explicación que acaba de ofrecer; y qué padre no desearía saber a ciencia cierta dónde está ese centro de gravedad que ayude a los hijos mantenerse en equilibrio y pedaleando por la vida, subiendo y bajando toboganes, atravesando fronteras.