Los niños perro

Eran dos hermanos mellizos. No recuerdo cuándo llegaron al barrio, tampoco sus nombres. En mi memoria aparecen ya asomados a la ventana del piso bajo donde vivían y que daba a la pequeña plaza donde los niños jugábamos, todos menos ellos. Desde allí veían pasar la vida del barrio. En invierno, pegados al cristal, tras el vaho que formaba su anhelante respiración, o en los meses de buen tiempo asomando sus cabezas en fraternal simetría, nos veían jugar a las chapas, a la peonza, al balón prisionero, al rescate… En fin, a todos aquellos juegos que de forma natural se iban transmitiendo de generación en generación, nosotros dueños absolutos de las reglas, de las sanciones, del punto final a las disputas. Eran tiempos en que la calle era nuestra, sin estrictas fronteras, sin la escolta permanente de los padres, sin coches que la ocuparan, sin urbanizaciones encerradas en sí mismas con códigos de entrada. Pero allí, confinados en el diminuto territorio de la ventana, estaban los hermanos, espectadores pasivos en su soledad compartida. Porque sus padres no les dejaban bajar a la calle salvo para echar unas carreras desaforadas con las que desfogarse, calle arriba y calle abajo, como si corrieran detrás de un palo imaginario. Por eso les llamábamos “los niños perro”. Y más que correr parecían pisotear el asfalto machaconamente, no fuera a escapárseles, riendo todo el rato con una risa boba con la que festejaban la efímera escapada del cautiverio al que estaban condenados. Luego, cuando el padre hacía sonar un silbato, regresaban corriendo a su casa, sin quejas ni lamentaciones, exhaustos y sudorosos, obedientes como perros bien entrenados.

Por extraño que parezca, dada la natural tendencia de los niños a la chanza y a ver como enemigos a quienes no pertenecen al propio clan, nunca nos burlamos de ellos. Lo de “niños perros” no les llegaba a sus oídos, quedaba en la intimidad de nuestras conversaciones. Que yo recuerde, solo una vez hubo risas, pero no contra ellos, sino por lo que ocurrió. Estábamos jugando un partido de fútbol en la plaza mientras los niños perro, en uno de esos momentos de esparcimiento que sus padres les concedían, sin mezclarse con nosotros, se obstinaban en corretear por una de las calles que daban a la plaza, sin ton ni son, como era su costumbre. Entonces, en uno de los lances del partido, la pelota salió disparada hasta donde ellos se encontraban. Les hicimos señas y les gritamos para que nos la devolvieran, pero haciendo honor al apelativo que les habíamos dado, se pusieron a disputársela como cachorros juguetones. Se daban patadas, empujones, sin dejar de reír, con una risa estruendosa. Hasta que uno de ellos se hizo con la pelota y empezó a correr en nuestra dirección. Más que conducir la pelota, la barría, con la pierna rígida como una escoba. Cuando llegó a la plaza dio un punterazo, con tan mala suerte que hizo añicos el cristal de una ventana. Precisamente la ventana desde la que se asomaban para vernos jugar. “¡Quien rompe, paga!”, gritamos al unísono, muertos de la risa.

No, no nos burlábamos de ellos. Supongo que los niños perro nos daban más pena que envidia. Envidia ninguna, de esa existencia triste que llevaban. Y aunque no conocíamos nada de sus vidas de ventana para adentro, esos niños, siempre perfumados, impecablemente vestidos, que iban a un colegio y a una iglesia fuera del barrio, nos recordaban a los niños educadísimos y limpísimos que aparecían en las ilustraciones de la enciclopedia escolar, en los capítulos dedicados a las normas de urbanidad, como modelos de niños ejemplares frente a esos otros niños que servían de contraejemplo y escenificaban el desaliño y la mala educación, y que seguramente, en opinión de los padres de los niños perro, eran tan parecidos a nosotros, los niños de ese barrio al que el infortunio les había llevado. Porque quiero pensar que esos padres —tampoco ellos se relacionaban con el vecindario— no tenían el corazón de piedra, sino que estaban convencidos de que esa era la mejor educación que podían darles a sus hijos, alejándolos de nosotros, los niños de barrio humilde, de precario porvenir en sus pronósticos de padres calculadores, no fueran a contagiarse y desviarse del camino que ellos les habían trazado ya desde el nacimiento, porque solo por injusticias de la vida, pensarían, habían caído en ese barrio que no correspondía a su categoría y que más pronto que tarde deberían abandonar.

Y es lo que por fin hicieron un día: abandonar el barrio. Al volver del colegio nos encontramos con la noticia: un camión de mudanzas se los había llevado, nadie sabía adónde. Así que nos quedamos sin la estampa de los niños perro asomados a la ventana, sin sus carreras frenéticas. A veces pienso en ellos, en cómo serán ahora sus vidas, y rechazo la imagen que me asalta, la de los niños perro ya adultos corriendo por la calle, sin rumbo, perdidos, y confío en que aquellos cristales rotos fueran premonitorios y lograran escapar de esa ventana única, prejuiciosa, que sus padres les imponían, abiertos al fin a otras perspectivas.

Reencuentro

Cuando éramos niños, mi hermano y yo jugábamos a esconder nuestros indios de plástico por entre las plantas, en las macetas del patio de casa. Eran tantas y tan frondosas que nos recordaban la fascinante selva en las películas de Tarzán. Mamá las cuidaba y les hablaba como si también fueran hijas suyas, y cuando mi hermano y yo nos burlábamos de ese parloteo que se traía y del trato de favor que tenía con ellas, pues, al contrario que a nosotros, siempre les hablaba con cariño, mamá replicaba: “A ellas no tengo que educarlas”.

No era un impedimento para el juego el no disponer de figuras de selváticos indígenas en taparrabos, esas tribus que junto a Tarzán también habitaban la selva africana. Recurríamos a nuestra colección de indios del oeste americano, obligándoles a una tregua en la continua gresca que mantenían con la colección de vaqueros y el uniformado séptimo de caballería, para trasladarlos desde su hábitat natural, que eran las extensas llanuras por donde corrían obstinados bisontes y galopaban caballos salvajes, hasta la floresta de las macetas.

El juego consistía en escoger tres indios y esconderlos. Nos íbamos turnando, uno escondía y el otro buscaba. Ganaba quien menos tiempo tardaba en encontrarlos. Y solo había dos reglas. Una la dictaba el sentido común: no valía enterrar a los indios. La otra era imposición de mamá: “Como me rompáis una sola planta, se acabó el juego”.

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Han pasado los años y nuestros padres ya no están. Primero fue papá, y a los dos meses mamá, hace una semana. Y allí se han quedado la casa y el patio, sin ellos. Ayer, mi hermano y yo fuimos a enfrentarnos a la ingrata tarea de decidir qué hacer con todo aquello que contiene la casa y que para nosotros no es fría materia, sino extensiones del ser de nuestros padres. ¡Qué duro elegir de qué desprenderse! No solo del sillón favorito de papá o de la máquina de coser de mamá, que de eso tenemos la certeza de que no, que de eso no hay que desprenderse, sino de cualquier objeto que ellos hubieran tocado, por inútil y de escaso valor que fuera. Así, ¡cómo deshacerse de las horrorosas figuritas de porcelana!

Hemos empezado por las plantas. No podíamos dejar que se murieran, aunque a algunas ya se les habían caído las hojas, amarillentas, por exceso de agua. Y es que mamá, en los últimos meses, no se olvidaba de regarlas, sino de haberlas regado. Así que apartamos las irrecuperables, y las restantes las repartimos entre mi hermano y yo —según las posibilidades de espacio en nuestras respectivas casas— y algunos de los vecinos de nuestros padres.

Y fue al vaciar las macetas de las plantas desahuciadas cuando la tierra de un geranio que era puro esqueleto arrastró consigo uno de aquellos indios con los que jugábamos de niños. Era el mismísimo Toro Sentado, con el torso desnudo y las plumas de gran jefe ciñendo su cabeza. Con un arco apuntaba al frente, dispuesto a disparar la flecha que había cargado, con las piernas arqueadas, señal de que le faltaba el caballo, ahora imaginario. Mi hermano y yo nos miramos. ¿Quién rompió la regla de no enterrarlos? ¿Fuiste tú? No, serías tú. Ni siquiera recordábamos haberlo echado de menos. Muy raro, porque para nosotros Toro Sentado era especial. ¿Cómo había ido a parar allí? No teníamos respuesta y Toro Sentado, con los colores desvaídos y la cara desfigurada por la humedad y el paso del tiempo, nos observaba desde el pasado remoto, y de pronto mi hermano y yo éramos dos niños, niños huérfanos frente a la infancia exhumada.

Genética

Todas las mañanas, nada más levantarme, voy al cuarto de baño y me miro en el espejo con la misma atención con que un entomólogo estudia sus insectos. Creo firmemente que la cara es el espejo del alma, y mi costumbre de mirarme en el espejo por las mañanas es la forma de asegurarme de que mi alma (sea lo que sea eso del alma), a través de su expresión en el rostro, no muestra signos de abandono, o de corrupción cual retrato de Dorian Gray, y que no me estoy desviando de la persona que realmente quiero y debo ser. Por supuesto, no son los signos de la edad: las arrugas, las ojeras, la flacidez…, que inevitablemente van apareciendo, lo que escudriño. Es algo que está más allá de lo físico pero que se expresa en lo físico, y que he visto o he creído ver en algunas personas que han dejado de ser las personas que eran.

Así un día tras otro, hasta que hace un mes, a quien vi reflejado en el espejo fue a mi padre, que al instante dibujó una mueca de asombro cercana al espanto. Era mi padre ya mayor, a la edad a la que voy yo aproximándome. Empecé a hacer aspavientos para espantar aquella imagen, pero “mi padre” reprodujo idénticos gestos. Con flojera en las piernas, temblando, abrí el grifo de agua fría, metí la cabeza debajo y me lavé la cara. Cuando volví a mirarme en el espejo, allí seguía él, escurriéndosele el agua por las mejillas, el escaso pelo empapado. No podía ser. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era síntoma de alguna patología de mi cerebro? Por otra parte, todo alrededor seguía igual, mi percepción de las cosas no había variado, mi casa seguía siendo mi casa y desde la cocina me llegaba el soniquete de la emisora que cada mañana Lola, mi mujer, escucha mientras desayuna.

Sin saber muy bien qué hacer, me di la vuelta para darle la espalda al espejo. En buena lógica, aunque no lo podía comprobar sin girarme, el reflejo debería mostrar también mi espalda, pero lo que yo sentía era la intensa mirada de mi padre clavada en mi nuca. Para controlar el nerviosismo que me atenazaba empecé a respirar profunda y lentamente mientras me decía “tranquilo, esto pasará; ahora, cuando te vuelvas a mirar, serás tú otra vez y seguirás con tu vida, no le busques explicación”. Pero no ocurrió. Allí estaba mi padre, ahora alicaído, resignado.

Entonces me dirigí a la cocina, no sin cierto temor por la reacción que Lola pudiera tener. Aparentando naturalidad, entré estirándome y dando un largo bostezo, y me senté frente a mi mujer, que en ese momento se llevaba una tostada a la boca.

—Buenos días —dije mirándola fijamente.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? Ni que hubieras visto un fantasma.

—¿No me ves distinto?

—No, el mismo tonto de siempre. ¿Qué tendría que ver?

—Ahora que me estoy haciendo mayor, ¿no me parezco cada vez más a mi padre, que en paz descanse? —no quise decirle lo que me estaba pasando realmente; se lo habría tomado a broma o, de creerme, se habría asustado.

—Normal, siempre te has parecido a tu padre.

—¿Cómo que a mi padre? Todo el mundo dice que soy igual que mi madre.

—Sí, pero en los ojos, en el pelo, en el color de piel…, en lo que es más aparente. En muchos de tus gestos y en el esqueleto eres igual que tu padre. Sobre todo en el esqueleto.

—¿El esqueleto?

—Claro, a medida que vas cumpliendo años, la carne pierde consistencia, brillo los ojos, y mírate el pelo… Es el tiempo del esqueleto, que emerge. Tu madre se retira y emerge tu padre.

Fue oír esas palabras y pensar en esos pueblos sepultados bajo las aguas que, cuando llegan épocas de sequía, van dejando ver los restos que esconden, en primer lugar el campanario de la iglesia. Me levante sin decir palabra y me fui a pensar en los esqueletos emergentes.

Desde ese día he ido asumiendo que solo yo veo a mi padre cuando me miro en los espejos, y en el reflejo de los escaparates. Me voy acostumbrando, aunque siento cierta nostalgia del hombre que fui, y para recordar mi antigua fisonomía tengo que mirar las fotos de otro tiempo, porque en las recientes es mi padre quien aparece.

Una larga noche

  

   Le dicen al niño que tiene que irse a dormir. “A dormir”, le repiten, porque no basta con estar en la cama haciéndose el dormido. Si los Reyes se enteran de que está despierto, se marcharán sin dejarle los regalos. Y los Reyes son muy listos, con ellos no valen engaños, por algo son magos, saben cuándo un niño está fingiendo que duerme, por muy bien que imite la honda respiración de un sueño profundo, o unos cómicos ronquidos.

   No es la primera vez que el niño oye este discurso de sus padres, todos los años es lo mismo, y no entiende por qué los adultos repiten las cosas mil veces. Él nunca ha tenido dificultad para dormirse, cae rendido al rato de meterse en la cama. Ni siquiera los nervios por la llegada de los Reyes se lo han impedido. Pero hoy será distinto. No porque no pueda dormirse, sino porque no quiere dormirse. Quiere estar atento a todo cuanto pasa al otro lado de la puerta de su habitación, una vez que se acueste.

   Y es que ya son mayoría los amigos que aseguran que lo de los Reyes Magos es un cuento chino que solo los niños pequeños pueden creerse, que los Reyes son en realidad los padres. Algunos dicen que han sido sus propios padres quienes, por fin, han confirmado las sospechas que ya tenían. Otros dicen haber encontrado los regalos donde los habían escondido. El año pasado, los Reyes le trajeron al niño la bicicleta que había pedido, y piensa que es imposible esconder una bicicleta en ningún lugar de la casa. Aun así, también él empieza a sospechar. Pero no se ha atrevido a preguntarles a sus padres abiertamente: “¿sois vosotros los Reyes Magos?”, ni ha buscado los regalos por los rincones de la casa donde podrían haberlos escondido: dentro de los armarios, debajo de las camas, en la despensa…

   Pero el niño que ahora está en la cama, resistiendo a quedarse dormido, no es el niño de las Navidades pasadas. No solo porque dude de la existencia de los Reyes Magos, sino porque ahora ya no es, por decirlo de una forma gráfica, el niño de una pieza que era antes. Ahora el niño se ha desdoblado, es “dos níños”: un niño que actúa y otro que mira cómo el otro actúa, y que reflexiona. Le ha pasado en la cabalgata de esta tarde, a la que ha ido con sus padres. Otros años, se sumergía a fondo en el divertido río que formaban las carrozas, y se entusiasmaba con la lluvia de caramelos, y sus gritos se fundían con el griterío de los otros niños, pero hoy, una parte de él se ha quedado observando desde la orilla, y su sonrisa era menos franca, como si algo escapara a su comprensión. ¿Estás bien?, le preguntaron sus padres. También le ocurrió en la cena de Nochebuena, cuando la noticia de que hay niños que pasan hambre, que no reciben regalos, pasó de ser una fría información a remover y hurgar en su conciencia de niño privilegiado. O cuando el abuelo se puso a cantar, a la vez que tocaba la pandereta, ese villancico que dice “la nochebuena se viene, la nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más…” y por primera vez experimentó el angustioso paso del tiempo. Y se pregunta el niño si esto que le pasa es lo que llaman hacerse mayor.

   Después de dejarlo en la cama, también los padres se han ido a acostar. “Nadie tiene que estar despierto, o se irán”, le recordaron. Pero el niño ha tomado la firme decisión de no dormirse y estar atento a todos los sonidos de la casa. Aunque no es fácil, porque al rato de estar echado, empiezan a cerrársele los ojos. Enciende la luz de la mesilla, mira el despertador y comprueba que no ha pasado ni media hora desde que se acostó. No cree que aguante toda la noche. Se levanta y empieza a hacer ejercicio, flexiones de brazos y piernas. Cuando se ha espabilado, vuelve a acostarse, con la idea de repetir la misma rutina si ve que el sueño le vence.

   No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando oye ruidos en la casa. Sin encender la luz, se levanta de nuevo y pega la oreja a la puerta. Son pasos, pero amortiguados, pasos de pies descalzos que van y vienen, y un leve murmullo de voces que no llega a identificar. El niño contiene la respiración, agarra la manija de la puerta y empieza a girarla muy lentamente, pero de pronto, cuando apenas la puerta se ha separado de su quicio, se detiene. Le asalta un sentimiento para el que no encuentra palabras. Si las tuviera, diría que es una mezcla de angustia y tristeza, porque intuye que si abre la puerta, perderá algo que será ya imposible de recuperar.

   Han cesado los ruidos y el niño imagina de nuevo la casa a oscuras, solo encendidas las luces del belén y del árbol, intermitentes las del árbol, un corazón palpitando en la noche. El niño suelta la manija y la mira como si fuera un objeto cargado de maleficios. Se da la vuelta y se mete en la cama. Pronto se quedará dormido. Solo se levantará cuando sus padres entren en la habitación gritando arriba, dormilón, que ya llegaron los Reyes.

Pedaleando

Desde el banco donde estoy sentado veo la zona de juegos donde padres e hijos pasan parte de la mañana del sábado. Me fijo en el tobogán. La mayoría de los niños que se sube a él ha superado la primera fase, aquella en que subían ordenadamente por las escaleras y se deslizaban con precaución apoyándose en los pasamanos. Aburridos del trato convencional que le daban al tobogán, ahora experimentan nuevos usos, más creativos. Es decir, hacen el bestia de todas las formas posibles: se pelean por alcanzar las escaleras, suben de pie por la rampa, se tiran de cabeza, utilizan a otro niño de alfombra deslizante… “Os vais a hacer daño”, les advierten algunos padres mientras miran en el móvil.

Me llama la atención un niño de unos tres años. A diferencia de los otros de su edad que esperan a que la manada se desfogue o se mate para subirse ellos al tobogán, este niño se empecina en imitar a sus compañeros grandullones. Es admirable la voluntad que le pone, el esfuerzo que hace por estar a la altura de quienes sin duda son sus ídolos. Y a ellos parece gustarles la actitud del niño, pues no solo no le apartan sino que le animan en su aventura. Entonces, una de las veces en que el niño intenta bajar de rodillas por la rampa, agitando las manos como si festejara su hazaña, está a punto de darse de bruces con el suelo.

Es uno de los chavales mayores quien informa al padre del niño, también absorto en la pantalla de su móvil, de que su hijo se ha caído. El padre mira hacia el punto que el chico está señalando, picotea aún unas cuantas veces con el dedo en el móvil, se lo guarda en el bolsillo y corre en ayuda de su hijo. Lo levanta del suelo y empieza a limpiarle el polvo con más ímpetu del que es necesario. El niño no llora, parece feliz. Hasta que su padre dice: “Se acabó, ya no hay más tobogán”. Entonces el niño se pone a berrear. Quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán… El padre tira del niño para alejarlo de allí, pero el niño tiene uno de esos llantos irritantes, que taladra los oídos y que cual sirena de ambulancia nos advierte de que para él es una cuestión de supervivencia volver al tobogán. Al final, para satisfacción de todos los habitantes del parque, el padre cede: “Vale, pero tírate con cuidado”. Y el niño, que ya ha experimentado la atracción del riesgo, de la aventura, protesta con un llanto ahora entrecortado: “Con cuidado no, con cuidado no…”.

Al presenciar esta escena, he recordado el tiempo en que yo era un padre joven y tenía que lidiar con la tarea de imponer límites, de trazar líneas fronterizas entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, entre lo permitido y lo prohibido; y sobre todo, la ardua de tarea de reconocer aquellos riesgos que mis hijos deberían asumir a su edad para no ser unos niños apocados, medrosos —“con cuidado no; con cuidado no”— porque, como escribió no recuerdo quién, cuando tienes un hijo tu corazón caminará ya siempre fuera de tu cuerpo. Caminará por el estrecho filo que separa el miedo de la ilusión, y querrás que todo sea seguridad, certeza, pero sabes que es imposible, que eso no es la vida, que la gráfica que dibuja el corazón vivo en la pantalla es la del pálpito, la de la emoción, y no la línea recta de la muerte.

Y así, pensando en la difícil tarea de educar, me ha venido a la memoria el día en que mi padre me enseñó a montar en bicicleta. Aunque ese recuerdo viene coloreado por las palabras de mi madre, pues era ella quien siempre, en las reuniones familiares, nos contaba la anécdota para burlarse de mi padre, quien como todos los hombres, según mi madre, carecía de intuición y sentido común y sometía, don Perfecto, la realidad al cansino escrutinio de la lógica, de su lógica, claro. Porque ese día mi padre iba detrás de mí, soltando y agarrando mi sillín mientras yo me esforzaba en mantener el equilibrio a la vez que pedaleaba, sin mucho éxito, cuando de pronto él —siempre según mi madre— empezó a resoplar y a dar saltitos como un histérico gorrión, gritándome: “Si es que no tienes en cuenta el centro de gravedad, el centro de gravedad…, y así es imposible”.

¿Centro de gravedad? ¿A un niño de seis años? ¿Eres Newton? Mi madre se partía de la risa cada vez que lo contaba. E imagino a mi padre detrás de mí, su cara congestionada por efecto de la carrera, y su corazón fuera de su cuerpo, junto al mío, con miedo de que me estrellara, y aunque mi madre tenía buenos motivos para reírse de mi padre, de su cómica instrucción para que no me estampara con la bici, yo me pregunto qué padre no se ha sentido ridículo alguna vez instruyendo o educando a sus hijos, reconociendo al instante la estupidez de la respuesta o de la explicación que acaba de ofrecer; y qué padre no desearía saber a ciencia cierta dónde está ese centro de gravedad que ayude a los hijos mantenerse en equilibrio y pedaleando por la vida, subiendo y bajando toboganes, atravesando fronteras.

De cómo pude convertirme en psicópata

De niño no era malo, solo muy travieso. Así es como deseaba que mi padre me quisiera. Pero él me idealizaba, y eso que se lo ponía difícil: perdí su colección de sellos, destrocé el espejo del recibidor, regué las plantas con lejía… Aunque admitía mi culpa, él siempre encontraba otra explicación: el fontanero robó los sellos, una corriente de aire derribó el espejo, la contaminación secó las plantas. Yo sentía como que no existía porque mi padre amaba una versión falsa de mí. Desesperado, pensé en matar al canario un día que tuviéramos visita. Presentarme con Piolín ya sin vida y mentir, decir que lo había hecho por el placer de verlo retorcerse al clavarle el tenedor. No lo hice, porque soy incapaz de matar a una mosca y habría sentido remordimiento y una inmensa pena. Además, imaginé la respuesta de mi padre: “A mi hijo le entusiasma la ciencia, será un gran cirujano”.

Adrenalina

Desde el banco donde estoy sentado veo la zona de juegos donde padres e hijos pasan parte de la mañana del sábado. Me fijo en el tobogán. La mayoría de los niños que se sube a él ha superado la primera fase, aquella en que subían ordenadamente por las escaleras y se deslizaban con precaución apoyándose en los pasamanos. Aburridos del trato convencional al tobogán, ahora experimentan nuevos usos, más creativos. Es decir, hacen el bestia de todas las formas posibles: se pelean por alcanzar las escaleras, suben de pie por la rampa, se tiran de cabeza, utilizan a otro niño de alfombra deslizante… “Os vais a hacer daño”, les advierten algunos padres mientras miran en el móvil.

Me llama la atención un niño de unos tres años. A diferencia de los otros de su edad, que esperan a que la manada se desfogue o se mate para subirse ellos al tobogán, este niño se empecina en imitar a sus compañeros grandullones. Es admirable la voluntad que le pone, el esfuerzo que hace por estar a la altura de quienes sin duda son sus ídolos. Y a ellos parece gustarles la actitud del niño, pues no solo no le apartan sino que le animan en su aventura. Entonces, una de las veces en que el niño intenta bajar de rodillas por la rampa, agitando las manos como si festejara su hazaña, está a punto de darse de bruces con el suelo.

Es uno de los chavales mayores quien informa al padre del niño, también absorto en la pantalla de su móvil, de que su hijo se ha caído. El padre mira hacia el punto que el chico está señalando, picotea aún unas cuantas veces con el dedo en el móvil, se lo guarda en el bolsillo y corre en ayuda de su hijo. Lo levanta del suelo y empieza a limpiarle el polvo con más ímpetu del que es necesario. El niño no llora, parece feliz. Hasta que su padre dice: “Se acabó, ya no hay más tobogán”. Entonces el niño se pone a berrear. Quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán, quiere subirse al tobogán. El padre tira del niño para alejarlo de allí, pero el niño tiene uno de esos llantos irritantes, que taladra los oídos y que cual sirena de ambulancia nos advierte de que para él es una cuestión de supervivencia volver al tobogán, a la vida. Al final, para satisfacción de todos los habitantes del parque, el padre cede: “Vale, pero tírate con cuidado”. Y el niño, que ya ha experimentado la atracción del miedo, protesta con un llanto ahora entrecortado: “Con cuidado no, con cuidado no…”.

El monstruo fuera del armario

 

armario monstruo

El niño está ya en la cama cuando entra el padre a darle el beso de buenas noches. Entonces el niño, señalando con el dedo en dirección al armario, dice: “Ahí dentro hay un monstruo”. El padre, ya en el quicio de la puerta, antes de apagar la luz y salir de la habitación, le responde: “Pero, hijo mío, dentro del armario no hay ningún monstruo de grandes pezuñas y dientes afilados, de ojos como ensangrentados; un monstruo que con su enorme cuchillo vaya a descuartizarte y a comerte vivo. No tengas miedo y duérmete”

Días de fútbol

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UNO. Mi cuna, pintada en azul y con dibujos de Disney, está a seiscientos metros del Santiago Bernabéu. Los días de fútbol, a través del aire, llegan a mis oídos infantiles los gritos de euforia. Y a saber qué es lo que ya se va fraguando en mi cerebro bebé. Me gusta imaginar que en esos momentos es la mano de mi padre la que mece la cuna, pero no puede ser: uno de los gritos que me llegan desde el estadio es el suyo. Sigue leyendo