UNO. Mi cuna, pintada en azul y con dibujos de Disney, está a seiscientos metros del Santiago Bernabéu. Los días de fútbol, a través del aire, llegan a mis oídos infantiles los gritos de euforia. Y a saber qué es lo que ya se va fraguando en mi cerebro bebé. Me gusta imaginar que en esos momentos es la mano de mi padre la que mece la cuna, pero no puede ser: uno de los gritos que me llegan desde el estadio es el suyo.
DOS. Tengo nueve años. Ya soy socio del Real Madrid. Ya puedo mostrar a los amigos mi carné: una carterita de plástico marrón que a mí me parece de auténtica piel y que abro con la parsimonia con que se abren los tesoros para que los otros niños vean con envidia mi foto, el número de socio y los recibos embutidos en una pestaña transparente.
TRES. Llegamos al estadio en el seiscientos. Ahora mi padre está en las gradas del fondo sur, con esa peña que se ha ido formando domingo tras domingo, discutiendo las alineaciones, las jugadas, las decisiones del árbitro y gritando a coro “Hala Madrid”, abrazándose en una piña cuando nuestro equipo marca un gol. Yo estoy abajo, detrás de la portería, agarrado a la barandilla donde nos ponemos los niños. Todavía no hay alambradas y el césped está a un paso. Me gusta el olor fresco de la hierba y el sonido del balón al golpear en la red. En el descanso y mientras anochece, me tomo el pan con chocolate que mi madre me ha preparado de merienda, y, cuando al empezar el segundo tiempo encienden las luces, el campo parece otro, un espectáculo distinto. Todo resplandece y los jugadores son los habitantes de un mundo mágico, soñado. De un videojuego, diríamos hoy.
CUATRO. Siete amigos del barrio formamos un disminuido equipo de fútbol. La camiseta que hemos elegido es a rayas rojas y blancas como la del Atlético de Madrid. La del Madrid nos parece sosa, ropa interior, a juego con los blancos calzoncillos. Mi padre, descontento con nuestra elección (es lo que pienso entonces, y no que el presupuesto familiar era escaso), me compra unas botas de goma, no las de cuero que yo le he pedido. Son blandengues al tacto y con olor a neumático. Largos tacos de madera atraviesan las suelas, como en las botas antiguas, de cuando los balones tenían una especie de boca cosida que mordía la frente de los futbolistas al rematar. Cuando corro, las botas tiran de mis pies hacia abajo. Me siento como un pato que no puede emprender el vuelo. Miradas de burla y compasión. Me pongo de portero, y es peor. Soy un muñeco tentetieso. Al desplazarme lateralmente a lo largo de la línea de la portería, formada por dos grandes piedras que hacen de postes, mis pies chocan entre sí, y cuando me impulso para saltar y alcanzar el balón que llega por los aires, las punteras se vencen y entonces parezco una especie de bailarín anémico. Vuelvo a casa como un combatiente que regresa de una guerra perdida, los pies en carne viva. Ese día odio a mi padre, no quiero verlo.
CINCO. Tengo trece años. El Madrid se disputa la sexta copa de Europa con el Partizan. Mi padre y yo estamos frente al televisor. Decía Gila, el humorista, que un jersey es una prenda que se ponen los niños cuando sus madres tienen frío. Yo, ese día, me pongo los nervios de mi padre y nos vamos los dos a la calle. Allí nos encontramos con un alma gemela, un tipo flaco y pálido que se aproxima mordiéndose las uñas. Solidariamente unidos los tres decimos frases banales que nos ayudan a matar el tiempo, pero al rato ya vamos caminando en silencio como animales al acecho de algún ruido delator, y a través de las ventanas oímos los ¡uys! y, sobre todo, los silencios, esas largas pausas que llenamos con los goles del equipo contrario, el Partízan, y que el comentarista narra en nuestra imaginación con voz apagada y lúgubre. Luego, en diferido, mi padre y yo vemos el resumen de la victoria del Madrid.
SEIS. Juego en el equipo del colegio. Nos enfrentamos a los juveniles del Real Madrid. Parecen de otra raza: más altos y más fuertes, y relucen igual que caballeros medievales. A su lado somos famélicos niños de posguerra. Mientras nosotros corremos como pollos sin cabeza, ellos parecen no moverse. Nos ganan por once a cero. Descubrimos que no basta con la pasión, que también cuenta la estrategia. La cara de mi padre se ha dividido en dos; una está triste, la otra sonríe.
SIETE. Después de treinta y dos años de sequía, el Madrid gana la séptima copa de Europa. El gol de Mitjatovic a la Juve alcanza dimensiones de leyenda. Oigo otros gritos que se unen al mío y que parece venir de un planeta remoto, y tiemblan las paredes y el techo de la casa. Lloro de alegría y decido que es el momento de llamar por teléfono a mi padre para celebrar la victoria. Cuando por fin descuelgan, oigo ruidos, como si al otro lado un niño manipulara un objeto que no sabe para qué sirve. “La séptima, papá”. “Sí, la séptima, Di Stéfano, Puskas, Gento…”, dice mi padre al fin. Y luego mi madre, como si dictara sentencia: “Ya no se acuerda de que ha visto el partido. De nada”.
OCHO. Día soleado y triste. Estoy haciendo cola en las oficinas del Bernabéu. Cuando llega mi turno le entrego al hombre de la ventanilla el certificado de defunción. Luego camino deprisa por el Paseo de la Castellana, escapando de la tristeza. Quiero llegar pronto a casa para ponerme a escribir y atrapar los recuerdos: “Mi cuna, pintada de azul y con dibujos de Disney, está a seiscientos metros del Santiago Bernabéu…”