Blanca Navidad

Lo que ahora está contemplando el hombre es una pintoresca casa de campo en medio de un paraje nevado, rodeada de abetos también cubiertos de nieve. Es una casa con todas sus luces encendidas a la espera de un Papa Noel que se aproxima conduciendo un trineo tirado por dos renos. Aunque de niño le gustaba imaginar que sí, en la casa no vive nadie, porque la casa, los abetos y Papa Noel son miniaturas dentro de una pequeña esfera de cristal transparente que, tras agitarla, se cubre de una fina nieve que revolotea durante un tiempo para luego languidecer lentamente y volver a su estado inicial de reposo

Así es esta pequeña bola de cristal que le ha acompañado desde que tenía ocho años. Ha resistido el paso del tiempo, las mudanzas, el trasiego de toda una vida. En algún momento, ya adulto, decidió guardarla en una caja, dentro de uno de los cajones de su escritorio, porque no quería que se perdiera, ni que formara parte de la decoración habitual, de la rutina, de esos objetos que nos rodean y que, de tanto verlos, dejamos de verlos. Quería que fuera especial, un rito que se repitiera cada año, que formara parte de la liturgia de la Navidad. Es por eso que solo la saca de su escondite por estas fechas, pues fue en una Navidad cuando la bola de cristal y el hombre, entonces un niño, se encontraron por primera vez.

Aquel año les había pedido a los Reyes un traje de sheriff. Los Reyes le trajeron el traje, y también algo que no había pedido, una caja aparte donde se encontraban los habituales regalos prácticos: calcetines, guantes, una bufanda y, ¡no podía faltar!, el estuche de dos pisos con material escolar, donde se encontraban esos útiles de extraños nombres como escuadra, cartabón, transportador… Y es que los Reyes —sonríe al recordarlo—, sin necesidad de que se les dijera por carta, estaban al tanto de sus prosaicas necesidades. Por eso le extrañó que en la misma caja, como si se hubiera colado allí por error, ajeno a la utilidad de los otros regalos, estuviera la bola de cristal. Nunca hasta entonces había tenido una en sus manos, pero sí las había visto en los escaparates, donde se exhibían impasibles, sin descubrir sus verdaderas habilidades. Y mentiría si dijera que ver lo que sucedía cuando empezó a agitarla le produjo mayor entusiasmo que disfrazarse de sheriff, porque cómo competir con las dos pistolas metálicas, y no esas de frágil plasticucho que vendían en las ferias, las suyas enfundadas en las cartucheras de un cinturón con cananas, y que al sopesarlas le hacían sentir como un verdadero sheriff, armado de valor para enfrentarse a los delincuentes y ponerles las esposas, artilugio que junto al chaleco, la estrella y el sombrero formaba parte de la vestimenta.

Aun así, para aquel niño de ocho años fue mágico que sin tener que darle cuerda al invento ni recurrir a cualquier otro mecanismo, con el solo movimiento de su mano, se desprendieran del fondo de la bola, como por encantamiento, lo que parecían diminutos copos de nieve que luego se dispersaban flotando en el aire, envolviendo en una suerte de nebulosa todo lo que se hallaba dentro de aquella esfera de cristal, velando la visión de la casa, de los abetos, de Papa Noel y su trineo, que ahora, sin la nitidez de antes, parecían habitar un territorio de ensueño. Era algo tan sencillo, y a la vez tan espectacular, que ejerció sobre el niño un efecto hipnótico, extasiado en su contemplación. Y esperaba a que la nieve toda se hubiera depositado en el fondo, para que el paisaje recobrara su original luminosidad, y vuelta a empezar, una y otra vez. Y así, en los días siguientes, fue comprobando que la bola le ayudaba a relajarse y a pensar, a fijarse en cosas que antes le pasaban desapercibidas. Se imaginaba que dentro de la casa vivía una familia muy parecida a la suya, los padres y sus tres hijos, y les inventaba historias que iban ganando en aventuras. Y justificó la presencia de Papa Noel, ese forastero, con el secuestro de los Reyes Magos por una banda de forajidos. Un día, su profesor de Naturales les dijo que la Tierra, vista desde el espacio, parecía una canica azul, y él imaginó que la gigantesca mano de Dios sostenía el planeta Tierra, y que si a Dios se le ocurriera agitarlo, saldrían todos sus habitantes despedidos hacia el espacio para luego caer como copos de nieve. Al niño se le desbocaba la imaginación.

Hoy, ya en fechas navideñas, cuando después de un año el hombre ha vuelto a sacar la bola de su caja, descubre una fisura en el cristal, que lo recorre de arriba abajo, aunque no impide su normal funcionamiento. No cree que sea una señal de deterioro por el paso del tiempo, y encuentra una explicación, un sospechoso muy sospechoso: su nieto de siete años, que está pasando unos días en la casa, sin sus padres. Sabe de su afición a hurgar en cajones y armarios. No se lo reprocha, todo niño es un explorador en busca de tesoros. Lo llama y el niño acude, a pasos cortos, cabizbajo, parece ya un reo, el pobre. Le dice que no le mienta, que no se va a enfadar, pero que necesita saber la verdad. El niño confiesa que se le cayó, que una de las veces sacudió la bola con tanta fuerza que…ufff. El hombre acaricia la cabeza del niño y piensa que es un buen momento para traspasarle la bola con sus poderes, un traspaso generacional, que es así como funciona el mundo. Y al niño se le ilumina la cara cuando le dice que no se preocupe, que incluso se alegra de que la bola tenga ahora una bonita cicatriz, porque así nunca se olvidará de este día en que su abuelo le regaló la bola de cristal.

Una larga noche

  

   Le dicen al niño que tiene que irse a dormir. “A dormir”, le repiten, porque no basta con estar en la cama haciéndose el dormido. Si los Reyes se enteran de que está despierto, se marcharán sin dejarle los regalos. Y los Reyes son muy listos, con ellos no valen engaños, por algo son magos, saben cuándo un niño está fingiendo que duerme, por muy bien que imite la honda respiración de un sueño profundo, o unos cómicos ronquidos.

   No es la primera vez que el niño oye este discurso de sus padres, todos los años es lo mismo, y no entiende por qué los adultos repiten las cosas mil veces. Él nunca ha tenido dificultad para dormirse, cae rendido al rato de meterse en la cama. Ni siquiera los nervios por la llegada de los Reyes se lo han impedido. Pero hoy será distinto. No porque no pueda dormirse, sino porque no quiere dormirse. Quiere estar atento a todo cuanto pasa al otro lado de la puerta de su habitación, una vez que se acueste.

   Y es que ya son mayoría los amigos que aseguran que lo de los Reyes Magos es un cuento chino que solo los niños pequeños pueden creerse, que los Reyes son en realidad los padres. Algunos dicen que han sido sus propios padres quienes, por fin, han confirmado las sospechas que ya tenían. Otros dicen haber encontrado los regalos donde los habían escondido. El año pasado, los Reyes le trajeron al niño la bicicleta que había pedido, y piensa que es imposible esconder una bicicleta en ningún lugar de la casa. Aun así, también él empieza a sospechar. Pero no se ha atrevido a preguntarles a sus padres abiertamente: “¿sois vosotros los Reyes Magos?”, ni ha buscado los regalos por los rincones de la casa donde podrían haberlos escondido: dentro de los armarios, debajo de las camas, en la despensa…

   Pero el niño que ahora está en la cama, resistiendo a quedarse dormido, no es el niño de las Navidades pasadas. No solo porque dude de la existencia de los Reyes Magos, sino porque ahora ya no es, por decirlo de una forma gráfica, el niño de una pieza que era antes. Ahora el niño se ha desdoblado, es “dos níños”: un niño que actúa y otro que mira cómo el otro actúa, y que reflexiona. Le ha pasado en la cabalgata de esta tarde, a la que ha ido con sus padres. Otros años, se sumergía a fondo en el divertido río que formaban las carrozas, y se entusiasmaba con la lluvia de caramelos, y sus gritos se fundían con el griterío de los otros niños, pero hoy, una parte de él se ha quedado observando desde la orilla, y su sonrisa era menos franca, como si algo escapara a su comprensión. ¿Estás bien?, le preguntaron sus padres. También le ocurrió en la cena de Nochebuena, cuando la noticia de que hay niños que pasan hambre, que no reciben regalos, pasó de ser una fría información a remover y hurgar en su conciencia de niño privilegiado. O cuando el abuelo se puso a cantar, a la vez que tocaba la pandereta, ese villancico que dice “la nochebuena se viene, la nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más…” y por primera vez experimentó el angustioso paso del tiempo. Y se pregunta el niño si esto que le pasa es lo que llaman hacerse mayor.

   Después de dejarlo en la cama, también los padres se han ido a acostar. “Nadie tiene que estar despierto, o se irán”, le recordaron. Pero el niño ha tomado la firme decisión de no dormirse y estar atento a todos los sonidos de la casa. Aunque no es fácil, porque al rato de estar echado, empiezan a cerrársele los ojos. Enciende la luz de la mesilla, mira el despertador y comprueba que no ha pasado ni media hora desde que se acostó. No cree que aguante toda la noche. Se levanta y empieza a hacer ejercicio, flexiones de brazos y piernas. Cuando se ha espabilado, vuelve a acostarse, con la idea de repetir la misma rutina si ve que el sueño le vence.

   No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando oye ruidos en la casa. Sin encender la luz, se levanta de nuevo y pega la oreja a la puerta. Son pasos, pero amortiguados, pasos de pies descalzos que van y vienen, y un leve murmullo de voces que no llega a identificar. El niño contiene la respiración, agarra la manija de la puerta y empieza a girarla muy lentamente, pero de pronto, cuando apenas la puerta se ha separado de su quicio, se detiene. Le asalta un sentimiento para el que no encuentra palabras. Si las tuviera, diría que es una mezcla de angustia y tristeza, porque intuye que si abre la puerta, perderá algo que será ya imposible de recuperar.

   Han cesado los ruidos y el niño imagina de nuevo la casa a oscuras, solo encendidas las luces del belén y del árbol, intermitentes las del árbol, un corazón palpitando en la noche. El niño suelta la manija y la mira como si fuera un objeto cargado de maleficios. Se da la vuelta y se mete en la cama. Pronto se quedará dormido. Solo se levantará cuando sus padres entren en la habitación gritando arriba, dormilón, que ya llegaron los Reyes.

Un bloqueo navideño

  El señor K mueve los dedos en el aire sobre el teclado de su ordenador, como si estuviera haciendo ejercicios de calentamiento. Espera que le llegue la inspiración, pero no le llega. La página sigue en blanco. Hace horas paseaba por entre los puestos navideños de la Plaza Mayor y por las calles de la ciudad adornadas con juegos de luces. Buscaba contagiarse de la atmósfera de la Navidad, de sus imágenes, de sus olores y sabores, de sus sonidos, para luego escribir un relato que quiere presentar a un concurso literario de tema navideño. Pero nada, ahí sigue, sentado a su escritorio, con cara de alelado, y eso que adaptando a su manera la experiencia de Proust con la famosa magdalena, se ha comido un polvorón acompañado de una copita de anís, para ver si así se le abrían las compuertas de la creatividad. Ni por esas, su estreñimiento mental es severo.

   Siguiendo los consejos del maestro Poe —Edgar para los amigos—, el señor K quiere escribir a partir de un final. Es decir, tener un final claro para luego escribir un texto que le conduzca a ese final. Y sabe que los relatos con finales emotivos, de esos que encogen o ensanchan el corazón, según se mire, tienen más probabilidades de éxito. Conseguir derramamiento de lágrimas es el no va más. Así que para dar forma a sus personajes ha pensado en niños de hospicio necesitados de cariño; en indigentes que viven a la intemperie en soledades compartidas; en viejitos con demencia senil que en un destello de lucidez recuerdan las Navidades de su infancia; en padres en paro que rompen con el sagrado principio de honradez para que sus hijos no se queden sin regalos; en un relato coral donde los personajes montan un Nacimiento entre los escombros de un conflicto bélico, a luz de una hoguera… También podría hacer crítica social a propósito del consumismo que impera en estas fechas y ensalzar valores como la familia, la amistad, la solidaridad.

   Pero el señor K no quiere caer en ese sentimentalismo facilón, de cliché, y para contrarrestar la tentación de lo edulcorado, empieza a inventarse títulos que, alejándole de lo que él considera sensiblero, le lleven por caminos menos amables. Títulos como “La psicopatía de los Reyes Magos”, “El virus turronero”, “La zambomba de la discordia”… La idea es llegar a un final que no deje lugar a la esperanza, que hunda al lector en el sofá del pesimismo más absoluto.

   No obstante, el señor K reflexiona, y tampoco le convence esta opción. Él mismo está incurriendo en algo que detesta, el tremendismo. ¿Y no sería acaso la otra cara de la moneda, el reverso de la sensiblería? Por otra parte, desprecia los relatos con trama, sobre todo aquellos que se mantienen rigurosamente fieles a la regla de principio, nudo y desenlace. Es verdad que la literatura intenta poner orden en el caos de la vida, pero es que la vida es caos; el argumento es una ficción que nos montamos para darle sentido, piensa el señor K. Así que seguramente se decidirá por un relato cuya sinopsis sea difícil de realizar para el lector. Recuerda lo que Woody Allen dijo con su característico humor: “He hecho un curso de lectura rápida, he leído GUERRA Y PAZ y sé que va de Rusia”. Eso es lo que hará, escribirá un relato que cuando pregunten a los lectores ¿de qué va?, solo puedan decir “de la Navidad”, pero no porque lo hayan leído precipitadamente, como Woddy, sino porque no habrá historia, solo impresiones, ráfagas de verborrea, juegos de lenguaje, extravagantes metáforas y cosas así. En definitiva, el señor K está hecho un lío, paralizado por la indecisión. Además, ¿no está ya todo dicho, escrito? ¿No es toda la literatura un refrito, macedonia de ideas pasadas, suflé de viejos argumentos? —parece que el señor K no ha quedado satisfecho con la ingesta del polvorón—. Lo que sí tiene claro, pero muy, muy claro, es que no habrá metaficción, esa obsesión de algunos escritores por enfrascarse en la narración del mismo proceso de escritura.

   Y en estas disquisiciones está cuando de súbito le viene la inspiración. ¡Ya lo tiene! En su rostro se dibuja ese gesto beatífico que a uno se le queda tras resolver un arduo conflicto. ¿No se dice que el texto literario es un diálogo entre el escritor y el lector, que el lector tiene que colaborar en la comprensión del texto? Pues eso, enviará al concurso un relato que llevará por título LA NAVIDAD, y el contenido del relato será el blanco de la página. Que el lector sea el que diga, el que rellene el vacío según su particular sentir acerca de la Navidad. Y aunque el señor K cree que el jurado —seguramente que formado por miembros de gustos convencionales— tachará su propuesta de mamarrachada, o llevará a cabo una lectura simplona interpretando el blanco de la página como una alusión a la nieve, a una BLANCA NAVIDAD, él se siente muy satisfecho con su idea, con su grandísima capacidad de síntesis para no diciendo nada, decir todo, pues ¿no es el objetivo de todo verdadero artista realizar su obra según su propio criterio y no guiado por intereses comerciales, por muy bien que le vengan, como sería en el caso del señor K, los eurillos del premio?

Cena de Reyes

Es Navidad y un artístico techo de luces se extiende a lo largo de la calle Mayor, por donde ahora camina Aurora, que para sus ochenta años se mueve con paso ágil entre el gentío, con la ayuda de su bastón. Las tiendas están a rebosar y por sus puertas entra y sale gente en un continuo fluir. Pero Aurora pasa de largo. Esta noche será la noche de Reyes, y siempre que se aproxima esta fecha siente una profunda congoja que le anuda el pecho, una nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue, porque a ella los Reyes nunca le trajeron lo que pedía en las cartas. Siempre era material escolar y ropa lo que encontraba junto a los zapatos, y alguna escuálida muñeca de trapo que distaba mucho de la maravillosa muñeca que cada Navidad describía en la carta con su letra menuda. Y este año, desde hace meses, aquella niña que Aurora fue en otro tiempo viene a visitarla con frecuencia, y la envenena con el recuerdo.

Aurora deja la calle Mayor y entra en una callejuela que parece pertenecer a un mundo muy distinto, alejado de las luces navideñas, sombrío, habitado por mendigos que, desperdigados por las aceras, parecen los desechos que el río de la calle Mayor ha ido arrumbando. Aurora los observa con atención. Finalmente se detiene delante de uno. Puede valer, se dice. El hombre está tendido a la puerta de un local abandonado, su cabeza asoma por el borde del cartón que lo cubre. Tiene la mirada perdida, absorto en vete a saber qué. Aurora da dos golpes en el cartón con su bastón, TOC TOC, y el hombre sale de su ensimismamiento, asustado, aunque se relaja cuando comprueba que es una anciana quien está delante de él y no uno de esos tipos que se divierten agrediéndolo. Aurora le dice que no debería pasar solo el día de Reyes, a la intemperie, y lo invita a cenar a su casa. Al mendigo no le sorprende el ofrecimiento, y menos en estas fechas. No es la primera vez que le pasa. Suelen ser mujeres ya mayores que ofrecen afecto y compasión cuando en realidad son ellas las que los necesitan. La soledad las vuelve temerarias y superan el miedo de acoger a un extraño.

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La casa de Aurora también luce con adornos navideños, y hay un pequeño belén en el salón, encima de una cómoda. En el centro ya está la mesa puesta, rectangular, con mantel y servilletas de hilo, y una vajilla que al mendigo le parece de las reservadas para ocasiones especiales.

—Vaya al cuarto de baño, al final de ese pasillo —le indica Aurora—. Podrá ducharse. Deje su ropa en la cesta de la ropa sucia, la meteré en la lavadora después de cenar. Verá que le he dejado una muda, era de mi difunto marido. Luego vístase con el traje de Rey Mago que cuelga de una percha.

El mendigo parece dudar. ¿Ha perdido el juicio la mujer? ¿Y ese tono imperativo? Por otra parte, le apetece tanto darse una ducha y ponerse ropa limpia. Y aunque es una petición extraña, ¿qué hay de malo en vestirse de Rey Mago? ¿No se vistió de ridícula hamburguesa para un Burger? Y si consigue contentar a la vieja, seguro que puede sacarle unos buenos euros.

—Se lo ruego, póngase el traje, me haría muy feliz —las palabras de Aurora terminan por convencerlo.

Cuando pasados veinte minutos reaparece el mendigo, vestido de Rey Mago, con la barba blanca y la melena limpias, y sin la capa de mugre que cubría su cara, ya no parece un mendigo. Aunque tampoco parece un rey. Por el corte del traje y las burdas imitaciones del terciopelo rojo y del armiño, es evidente que Aurora lo compró en uno de los bazares chinos que abundan en la ciudad.

—Está usted perfecto, Gaspar —dice Aurora, dando palmas—. Ahora siéntese a cenar. Voy a por la sopa. Pero antes…

Aurora se acerca a la cómoda, abre un cajón y saca una corona dorada de cartulina y un sobre.

—Póngase la corona y guárdese la carta.

El mendigo obedece sin rechistar, y hasta le parece bonito el nombre que le ha adjudicado la vieja: Gaspar. Suena bien. Hace tiempo que el suyo ya no le dice nada, pertenece a otra vida. La corona le queda un poco grande, pero no llega a taparle los ojos.

—Mucho mejor —dice Aurora, y se marcha a la cocina.

Alrededor de la mesa hay cuatro sillas, una en cada lado, con apoyabrazos y alto respaldo. Sentado en una de ellas, el mendigo parece uno de esos Reyes Magos de los centros comerciales, a la espera de que acudan los niños. Pero es Aurora quien vuelve, con la sopera. Cuando le quita la tapa, el vapor forma volutas en el aire y el mendigo cierra los ojos mientras aspira por la nariz.

—Ummm, ¡qué bien huele!

—Mejor sabe —dice Aurora, cogiendo el cucharón para llenar el plato del hombre.

—¿Usted no se sirve?

—No, Gaspar, ya tomé esta mañana. Pasaré directamente al segundo plato: cordero.

El mendigo empieza a comer, y mientras come no deja de hacer gestos de aprobación. Realmente le está gustando. Aurora, que se ha sentado al otro lado de la mesa, lo observa complacida. Sus ojos son ahora los de una niña entusiasmada, y su boca, por mimetismo, se va abriendo al ritmo de la del Rey Mago, como si estuviera dando de comer a un bebé. Y parece que el Rey va a alcanzar el éxtasis con cada cucharada, cuando una mueca de dolor se dibuja en su cara, que empieza a enrojecer, las manos aferrándose al cuello como si pretendiera ahogarse a sí mismo, los ojos desorbitados y suplicantes. El final llega pronto: la cabeza vencida sobre el pecho, el cuerpo derrengado en la silla, la corona torcida a punto de caérsele. Y Aurora que sigue mirándolo, sin dejar de sonreír.

Montando el belén

Lo que pasó es que ayer estuvimos toda la tarde montando el belén, papá, mamá y yo, porque les había dicho que este año además del árbol quería un belén y los muy listos pensaron enviarme a casa de los abuelos para montarlo a escondidas y darme una sorpresa, pero oí cómo lo planeaban y les dije que yo quería estar con ellos porque no hacen más que discutir y discutir y a lo mejor estando yo pues no discutían tanto y se dedicaban solo al belén, y yo tenía razón porque se portaron bien y se rieron y se gastaron bromas como hacían antes cuando no discutían, y cuando terminamos el belén me dejaron solo y estuve mirándolo un buen rato, las luces, el río con el agua que corría porque le habían puesto un motorcito, el Portal con el Niño y sus padres, el castillo de Herodes, las montañas de corcho…, y moví un poco los Reyes porque es lo que hay que hacer cada día hasta que el día de Reyes lleguen al Portal, y al principio no estuvo mal pero mirar el belén sin hacer nada es muy aburrido y fui a por mis muñecos y juguetes y los metí dentro para que interactuaran con las figuritas del belén, que eso de interactuar lo he aprendido de mi seño de Sociales que se pasa el día diciéndonos tenéis que interactuar entre vosotros tenéis que interactuar y menos pantallita, y es lo que hice porque es más divertido interactuar que solo mirar las figuritas del belén porque Spiderman y el ángel de la Anunciación se hicieron colegas uno con sus súperhilos y el otro con sus alas y qué pasada Buzz Lightyear encima de un camello gritando eso de hasta el infinito y más allá, y también metí policías y bomberos con sus coches porque fuegos y delincuentes los hay en todos lados y también molaban el tiranosaurio y al triceratops con esas caras que dan miedo asustando a los pastores, y metí muchos más todos mezclados con las figuritas del belén y me lo estaba pasando genial cuando papá que seguro que estaba espiándome me grita vaya cachondeo de belén, es una falta de respeto a la tradición, ya estás sacando de ahí a todos eso muñecajos, y mamá que estaba detrás de él le dijo deja al chico que es muy creativo lo que está haciendo, viva la diversidad, viva la solidaridad, viva el compromiso y la fidelidad, y es que cuando mamá se lanza no hay quien la pare y habla así de raro aunque yo me sé esas palabras de tanto como las repite, y papá dijo qué leches de solidaridad si los pokemon se pegan con los romanos y el gato Doraemon acosa a las ovejas, y mamá con esa risita que parece de mentira respondió ay no te preocupes que san José hará de mediador y pondrá la paz, y yo sé lo que es un mediador porque en el cole hay un equipo de alumnos mediadores pero no sé a qué venía esa tontería de mamá, y luego por la noche no me podía dormir porque no quería que mis padres discutieran por mi culpa pero entonces se me ocurrió un plan y ya sí me dormí, y a la mañana siguiente nada más levantarme fui al belén, y es que como el río estaba justo en medio igualito que la línea que divide en dos un campo de fútbol puse a todos mis muñecos en el lado izquierdo donde estaba el castillo de Herodes, y el lado derecho donde estaba el Portal lo dejé con las figuritas del belén, y el lado izquierdo quedó como el metro a primera hora de la mañana cuando mamá me lleva al cole y es lo que se llama densidad de población, que también me lo ha enseñado mi seño de Sociales, y papá y mamá se pusieron contentos cuando vieron mi invento y mucho más contentos cuando les dije que los habitantes de la izquierda solo podrían entrar al territorio de la derecha si iban en fila india y después de jurar que solo pasaban para adorar al Niño, y entonces pensé que ya iban a dejar de discutir pero mamá dijo qué listo es este chico que está aprendiendo a resolver conflictos, no como otro que yo me sé, y papá respondió qué conflictos ni qué conflictos este niño va a terminar con la cabeza dividida hecha un lío porque le estás maleducando, y mamá dijo que mucho mejor tener la cabeza dividida que como una piedra y eres tú quien le está maleducando que menudo ejemplo que eres, y así siguieron y a mí me da mucha rabia que discutan como si yo no estuviera delante o fuera sordo porque es como si no existiera, y entonces tuve un ataque de nervios o algo así y empecé a darle manotazos al belén, venga manotazos y manotazos como un gato enfadado, y cuando paré me di cuenta de que la había liado parda como dice el abuelo Matías pero papá y mamá no me dijeron nada y se quedaron un buen rato mirando el belén con los ojos muy abiertos y papa dijo joder parece un campo después de la batalla y se rieron los dos como si también a ellos les hubiera dado un ataque y papá cogió luego la mano de mamá y dijo ¿crees que merece la pena intentarlo de nuevo? y mamá dijo sí lo creo, y eso es lo que pasó y digo yo que a mis padres no hay quien los entienda pero lo bueno es que vamos a montar el belén otra vez y mis muñecos podrán hacer lo que les dé la gana.

Jugando al escondite

Mientras Mateo cuenta hasta veinte, Pablo va alumbrando con su linterna los rincones de la casa, buscando de nuevo un sitio donde esconderse. Solo las luces del árbol de Navidad y del belén están encendidas en el salón, el resto de la casa permanece a oscuras. La idea ha sido de Mateo, que ha venido a hacer compañía a Pablo hasta que los padres vuelvan del cine. Nunca antes, cuando se han quedado solos, había tenido Mateo esta ocurrencia de jugar al escondite en la casa. Lo de dejarla a oscuras es para darle más emoción, dice.

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Los peces de la memoria

Hay palabras que nacen ya con un prestigio, y aunque siempre se corre el riesgo de usarlas sin ton ni son y desgastarlas, es posible, con esfuerzo, devolverles su brillo, su grandeza. Palabras tales como libertad, amor, amistad, tolerancia… Mas hay otras que nacen anodinas, simples etiquetas que se les pone a las cosas del mundo en el que vivimos para distinguir las unas de las otras, pero que al ligarse a nuestras más emotivas vivencias, su sola evocación hace estallar toda su poesía escondida.  

La historia que voy a contar tiene que ver con una de esas palabras en principio “pequeñas”, que ponen nombre a lo aparentemente trivial. Aunque en realidad es más una anécdota que una historia, una anécdota mínima, nada épica, pero que dado el carácter legendario que adquirió para mi familia, me atrevo a llamarla «historia».

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Campanadas a medianoche

La mujer y el hombre se han quedado en casa, frente al televisor. Han sido tantos los mensajes de las autoridades sanitarias acerca de la pandemia y del riesgo de desplazarse en Navidad, que este año decidieron no salir. Hace un rato que han cenado y, mientras llega la hora de las campanadas de fin de año, se disponen a ver una película. El zapping les lleva por títulos sospechosamente similares: “Infectados”, “Epidemia”, “Contaminados”, “Virus”, “Mutaciones”… La pareja se pregunta si los que programan las películas son pedagogos o sadomasoquistas, o las dos cosas a la vez. Al final deciden ver por enésima vez “Qué bello es vivir”, que ya es una tradición en la programación navideña, esa película en la que un tal George Bailey (James Stewart), a punto de suicidarse en Nochebuena, recibe la visita de un ángel para convencerle de que su vida fue útil, que con su existencia ayudó a mucha gente.

La mujer y el hombre siempre han llorado con esa película. Ahora, además, no se avergüenzan de hacerlo, porque desde que empezó la pandemia con las rachas de confinamiento, la sensibilidad de los dos se ha exacerbado. Y eso es lo que dice ella:

—¿Verdad, cariño, que con la pandemia nuestra sensibilidad se ha exacerbado?

—Ya te digo —dice el hombre.

—¿Verdad, cariño, que somos mejores personas, más tolerantes y comprensivas?

—Uf, ya lo creo.

—¿No sientes, cielo, que hemos recuperado el amor y sabemos apreciar lo que verdaderamente importa?

—Sin duda.

—¿Verdad, mi vida, que somos más solidarios y hasta reciclamos mejor?

—Es evidente.

Al llegar a este punto de la escena, tenemos que decir que no deberíamos dudar del hombre. Es sincero y alberga los mismos sentimientos que la mujer, es solo que está algo mermado de habilidades lingüísticas.

—¿No te parece que estamos viviendo una segunda juventud. Que volvemos a ser como aquellos jóvenes apasionados que fuimos? —insiste la mujer.

—Totalmente de acuerdo contigo. Pero ahora deberíamos ir a por las uvas. Quedan cinco minutos para que den las campanadas.

—¡Ostras! ¡Las uvas! —dice la mujer llevándose las manos a la boca.

El hombre se la queda mirando, parece que va a perforarla con los ojos.

—¡No me digas que has olvidado las uvas!

—¡¿Cómo que no te diga?! —se enfurece ella— ¿Por qué tú no te has acordado hasta ahora de las uvas? ¿Es acaso mi obligación comprarlas, señor machista?

La mujer y el hombre se ponen de pie, los músculos en tensión, las manos crispadas, las líneas de los labios como inhóspitas fronteras. Parecen dispuestos al enfrenamiento, pero entonces la mujer, como quien lanza una consigna cargada de ironía, grita: ¡Qué bello es vivir, querido! Y se echa a reír. El hombre también ríe. Se ríen tanto que tardan un buen rato en parar.

—¡Jodidas uvas! —dice el hombre, aún retorciéndose de la risa, y se va a la cocina.

Al rato regresa con un bote y dos tazas. Abre el bote y reparte parte del contenido entre las dos tazas. Una de ellas se la da a la mujer, que asiente con la cabeza y sonríe. Luego cambia de canal con el mando a distancia. En la pantalla ya están la guapa y el cómico feo que el canal ha fichado para la noche de fin de año y que en unos instantes guiarán a los telespectadores en las campanadas. Entonces el hombre y la mujer, al ritmo que marque la pareja televisiva, se irán tomando las negras aceitunas, una a una. Sin hueso, claro. Y después se besarán y se desearán un feliz 2021.

Pedagogía Navideña

Cuando terminamos de montar el belén, a mi hermano y a mí se nos ocurrió hacer unas mascarillas para las figuras. No es una idea original; con el rollo este del coronavirus, a todo el mundo se le ha ocurrido. Pero pensamos que podíamos echarnos unas risas, que falta hacen en esta familia. Y fue pesado y no tan fácil como parece, el hacer mascarillas tan pequeñas, diminutas, sobre todo por las gomitas que las sujetan. Pero mola el resultado de ver las figuras del belén con sus mascarillas tapándoles la nariz y la boca, desde los Reyes Magos hasta el más humilde de los pastores. Bueno, no todas las figuras. El niño Jesús y Herodes se han librado, también los animales. El niño Jesús porque es un recién nacido y no la necesita, Herodes porque mi hermano y yo hemos decidido que haga el papel de negacionista. Para el que no lo sepa, los negacionistas son los que dicen que el virus NO existe. Herodes y sus amigos —que están dentro del castillo pero no se les ve— son negacionistas y hacen fiestas, todos apelotonados, sin guardar la distancia de seguridad. En casa estamos muy enfadados con los negacionistas. Mi padre el que más. Mucho. Y triste. A mí me gustaría hacer algo para que mantuviera la ilusión, como cuando mi hermano y yo éramos también negacionistas, pero de la no-existencia de los Reyes Magos. Ya sabíamos que no existían, pero lo callábamos para que nuestros padres siguieran con la ilusión de creernos ingenuos. ¡Qué tiempos aquellos!

Hoy, de noche, papá ha regresado de la calle con unos circulitos de papel adhesivo de color verde fosforescente y los ha ido pegando por todo el belén. Mamá, mi hermano y yo expectantes. “Aunque no lo veamos, el virus está ahí”, decía papá, con tanta rabia que parecía que se iba a echar a llorar. “Está en las aspas del molino, en las puertas de las casas, en las capas de los Reyes, en la lana de las ovejas, en las alas de los ángeles…”, decía mientras pegaba los circulitos. Y luego ha apagado las luces del salón y ha encendido las del belén, para que viéramos el efecto que producían en la oscuridad: las luces de las casas, la de la hoguera de los pastores, los círculos fosforescentes del virus, y en el tejado del Portal, entre dos estrellas de luz, un marco con la foto del abuelo.

Melchor, «el profeta»

 

Reyes Magos

Aquí estoy, junto a Gaspar y Baltasar. Somos reyes y como reyes vestimos. Durante el viaje, las figuras de los tres montados en sendos camellos, recortadas sobre el fondo del cielo en el horizonte, debían de ofrecer una magnífica composición para los ojos con sensibilidad artística. Y no es falta de modestia, pero nadie que nos haya visto podrá deducir que personajes tan imponentes fuéramos camino de un humilde establo para adorar a un recién nacido.

La ocurrencia fue de Gaspar y Baltasar. Al principio pensé que se habían pasado con la bebida, pero estaba equivocado, solo son dos locos que creen en las profecías. Yo no creo en nada, y no debería haber emprendido este absurdo viaje, pero hay algo en mí que tiende a lo extravagante, por eso he venido con ellos, siguiendo el rumbo de una estrella que nos ha guiado para llegar a Belén, donde ahora nos hallamos, frente a este pesebre en el que, según esas profecías, el Mesías, el hijo de Dios, ha nacido.

Los tres ponemos los pies en tierra y nos acercamos al improvisado lecho de paja donde el niño reposa. Felicitamos a los padres por el nacimiento de su hijo y depositamos tres cofres como ofrenda. En uno hay oro; en otro, incienso; y mirra en el tercero. Yo no le veo el sentido a estos regalos. Si acaso al oro, porque se puede vender a los mercaderes, pero ¿incienso y mirra? ¿Qué clase de regalos son? Fue idea de Gaspar, experto en rituales y simbolismos. Dice que el oro se lo ofrecemos por ser el rey de los judíos; el incienso, por su naturaleza divina; y la mirra, que es el cofre que me ha tocado en suerte, por su condición de mortal, pues esta resina se usa en el embalsamamiento de los cadáveres. Tonterías, un niño no se alimenta de símbolos. Mucho mejor hubiera sido surtirles a él y a sus padres de ropa y alimentos. Pero no digo nada, no quiero estropear este instante de arrobamiento en que Gaspar y Baltasar se encuentran, con la estrella presidiendo la escena desde el cielo.

He observado al niño con mucha atención y no percibo en él nada fuera de lo común. No hay un aura alrededor de su cabeza, sí en cambio tiene el colgajo del ombligo y el rostro enrojecido por el esfuerzo del parto, y una mula y un buey que le dan calor con sus alientos. Todo demasiado terrenal. Me cuesta creer que en este cuerpecito esté contenida la Divinidad, que este niño sea la encarnación de Aquel que creó el Mundo en seis días, de Aquel que envió al ángel exterminador para matar a los primogénitos de los egipcios (por cierto, ¡¿qué clase de dios haría eso?!). ¡Tanto poder ahora reducido a la indefensión de un niño!

Todas estas historias me parecen un gran disparate, pero reconozco su poder de sugestión, porque son el reflejo de nuestros miedos y deseos, y pueden llegar a ser tan consoladoras como un oasis en el bello pero inhóspito desierto. Incluso a mí, el incrédulo, me conmueve esa vida que las profecías ya han escrito para el niño: le perseguirán por sus ideas, será traicionado y vendido por treinta monedas de plata, y condenado a muerte en la cruz, resucitará y subirá al cielo. Aun así, y aunque no soy profeta, puedo predecir sin temor a equivocarme que en el futuro nadie celebrará este nacimiento: en un par de meses, el recuerdo del Mesías habrá caído en el olvido.