Campanadas a medianoche

La mujer y el hombre se han quedado en casa, frente al televisor. Han sido tantos los mensajes de las autoridades sanitarias acerca de la pandemia y del riesgo de desplazarse en Navidad, que este año decidieron no salir. Hace un rato que han cenado y, mientras llega la hora de las campanadas de fin de año, se disponen a ver una película. El zapping les lleva por títulos sospechosamente similares: “Infectados”, “Epidemia”, “Contaminados”, “Virus”, “Mutaciones”… La pareja se pregunta si los que programan las películas son pedagogos o sadomasoquistas, o las dos cosas a la vez. Al final deciden ver por enésima vez “Qué bello es vivir”, que ya es una tradición en la programación navideña, esa película en la que un tal George Bailey (James Stewart), a punto de suicidarse en Nochebuena, recibe la visita de un ángel para convencerle de que su vida fue útil, que con su existencia ayudó a mucha gente.

La mujer y el hombre siempre han llorado con esa película. Ahora, además, no se avergüenzan de hacerlo, porque desde que empezó la pandemia con las rachas de confinamiento, la sensibilidad de los dos se ha exacerbado. Y eso es lo que dice ella:

—¿Verdad, cariño, que con la pandemia nuestra sensibilidad se ha exacerbado?

—Ya te digo —dice el hombre.

—¿Verdad, cariño, que somos mejores personas, más tolerantes y comprensivas?

—Uf, ya lo creo.

—¿No sientes, cielo, que hemos recuperado el amor y sabemos apreciar lo que verdaderamente importa?

—Sin duda.

—¿Verdad, mi vida, que somos más solidarios y hasta reciclamos mejor?

—Es evidente.

Al llegar a este punto de la escena, tenemos que decir que no deberíamos dudar del hombre. Es sincero y alberga los mismos sentimientos que la mujer, es solo que está algo mermado de habilidades lingüísticas.

—¿No te parece que estamos viviendo una segunda juventud. Que volvemos a ser como aquellos jóvenes apasionados que fuimos? —insiste la mujer.

—Totalmente de acuerdo contigo. Pero ahora deberíamos ir a por las uvas. Quedan cinco minutos para que den las campanadas.

—¡Ostras! ¡Las uvas! —dice la mujer llevándose las manos a la boca.

El hombre se la queda mirando, parece que va a perforarla con los ojos.

—¡No me digas que has olvidado las uvas!

—¡¿Cómo que no te diga?! —se enfurece ella— ¿Por qué tú no te has acordado hasta ahora de las uvas? ¿Es acaso mi obligación comprarlas, señor machista?

La mujer y el hombre se ponen de pie, los músculos en tensión, las manos crispadas, las líneas de los labios como inhóspitas fronteras. Parecen dispuestos al enfrenamiento, pero entonces la mujer, como quien lanza una consigna cargada de ironía, grita: ¡Qué bello es vivir, querido! Y se echa a reír. El hombre también ríe. Se ríen tanto que tardan un buen rato en parar.

—¡Jodidas uvas! —dice el hombre, aún retorciéndose de la risa, y se va a la cocina.

Al rato regresa con un bote y dos tazas. Abre el bote y reparte parte del contenido entre las dos tazas. Una de ellas se la da a la mujer, que asiente con la cabeza y sonríe. Luego cambia de canal con el mando a distancia. En la pantalla ya están la guapa y el cómico feo que el canal ha fichado para la noche de fin de año y que en unos instantes guiarán a los telespectadores en las campanadas. Entonces el hombre y la mujer, al ritmo que marque la pareja televisiva, se irán tomando las negras aceitunas, una a una. Sin hueso, claro. Y después se besarán y se desearán un feliz 2021.

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