Regreso al pasado

reloj al pasado

Era nuestro particular Everest. Desde la cima, sentados en grandes cartones, nos deslizábamos por la inclinada y larga pendiente. Cada niño, un cartón. A veces bajábamos en fila, sin apenas espacio entre nosotros, porque era divertido chocar con el amigo que iba delante y ver cómo en ocasiones niño y cartón seguíamos diferentes y alocadas trayectorias, o llegar abajo sin tiempo de apartarte, y quedar todos apelotonados en alegre barullo de piernas, brazos y cartones. Otras veces, más competitivos, bajábamos de dos en dos o de tres en tres, a lo ancho de la ladera, al mismo tiempo y a la orden de un, dos, tres, para ver quién bajaba más rápido.

Una vez abajo, sin apenas respiro, empezábamos a subir por aquel lateral de la montaña que tenía menos pendiente y que disponía de apoyos que hacían las veces de escaleras. De nuevo en la cima y vuelta a empezar: bajar y subir, bajar y subir, cada vez más cansados, alegremente cansados, y así se nos iban pasando las horas, hasta que la montaña, a la que no llegaban las luces de las farolas, se quedaba a oscuras y ya solo éramos sombras, sombras de niños felices.

Pasaron los años y volví al barrio. De mi montaña apenas quedaban restos, y lo poco que quedaba estaba dentro de una jaula de alambre con el cartel de SE VENDE TERRENO, rodeada de pisos nuevos. Me fue imposible imaginarme a la pandilla deslizándonos sobre los cartones por aquel ridículo montículo, por aquel grano de arena de mierda en que se había convertido. Supuse que fueron las excavadoras las que a mordiscos habían acabado con mi montaña para alimentar a los nuevos pisos que se habían construido.

Le pregunté a un hombre mayor que pasaba por allí. Era en realidad una pregunta retórica, un querer confirmar lo que ya sabía, o creía que sabía. Pero el hombre se encogió de hombros, como si no entendiera muy bien lo que le preguntaba, y me dijo que en breve quitarían el cartel de SE VENDE, pues una cadena de supermercados ya había comprado el terreno, y que, en lo referente a mi pregunta, nadie se había llevado arena de ese lugar, que él llevaba cuarenta años viviendo en el barrio y no tenía noticias de que allí hubiera habido una montaña.

En mi cara debió de ver un gesto de burla o de incredulidad, porque un poco molesto añadió: “Espere un momento, por favor. No se vaya”, atravesó la calle y se metió en uno de los portales del bloque que teníamos en frente.

A los pocos minutos le vi cruzar la calle, blandiendo ya desde la distancia un papel en la mano. “Mire”, me dijo cuando estuvo a mi altura ―era una fotografía―. “Aquí estoy yo con mi mujer, entonces mi novia. De esto hace ya treinta y cinco años. Como puede ver, nada ha cambiado, solo nosotros, mucho más viejos”, y soltó una risita.

Estuvimos unos minutos hablando de lugares comunes: la fugacidad de la vida, los pros y contras del progreso, de que no somos nada, apenas un suspiro en el cosmos… En fin, todas esas cosas que sirven para llenar los huecos del tiempo.  Le di las gracias por su amabilidad, estreché su mano y me fui sin mirar atrás, huyendo a paso rápido de aquel lugar, porque hay paisajes a los que es mejor no volver: paisajes que solo brillan en la memoria.

 

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