Mi madre era de Tenerife, de La Matanza de Acentejo (de La Matansa, pronunciaba Ella, claro). Mi madre era una mujer casi analfabeta porque de niña apenas fue a la escuela. Se quedó huérfana de madre y el lugar de la madre ausente lo ocupó una madrastra mala de cuento que la puso a barrer y a cocinar privándola de tantas cosas. Supongo que su padre, mi abuelo, al que no llegué a conocer, debía de ser un príncipe ensimismado en sus tareas de príncipe y no reparó en las carencias de aquella niña. Mi madre nunca se quejó, o se quejó muy poco, entrenada en la resignación de las mujeres de aquel tiempo.
Sí, mi madre, versada en sentimientos, era casi analfabeta, pero utilizaba palabras mágicas que en Madrid, donde luego ella vivió y nos criamos sus hijos, casi nadie conocía. Hace unos años, en no recuerdo qué medio de comunicación, tuvieron la iniciativa de elegir, a propuesta de los lectores, la palabra más bella del castellano. Yo elegí “alongarse”, en homenaje a mi madre y porque siempre me maravilló esa palabra con ecos de épocas remotas, y porque de niño me daba un toque de distinción, pues yo no me asomaba por la barandilla del balcón sin más como hacían mis amigos, yo me alongaba. “¡No te alongues, que te vas a caer!”, me gritaba mi madre. ¡Qué maravilla!, si hasta daban ganas de lanzarse al vacío. Luego imaginaría, ya en la adolescencia, a los suicidas románticos alongándose poéticamente a los acantilados. Tampoco yo hacía vulgares dibujos, yo dibujaba “machangos”. “Deja de hacer machangos y ponte a estudiar”, me rogaba Ella por enésima vez. Y cuando viajábamos no lo hacíamos en el vulgar autobús, sino en la guagua, cuyo solo nombre ya predisponía a la diversión.
Estos recuerdos me vienen mientras leo “Panza de burro”, la novela de Andrea Abreu, escritora tinerfeña de tan solo veintiséis años. Es la vida de dos niñas, en verano, en un pueblo del norte de Tenerife (aunque no se nombra), siempre nublado. Panza de burro es el color de esas nubes. Además de la fuerza de su poética, poética salvaje, nada sensiblera, una de las virtudes de la novela es la forma en que traslada el lenguaje oral a la escritura, sirviéndose de palabras y expresiones locales, pero también de neologismos y de préstamos del inglés, rompiendo con las reglas ortográficas para dotar al lenguaje de un vigor y una frescura que, fuera de normas, apunta directamente a las entrañas.
De “Panza de burro” se ha dicho que es una novela extraña, oscura, febril, divertida, dura, sucia, triste, incómoda… En el prólogo del libro, Sabina Urraca, su editora, dice: “Hay veces en las que he llegado a pensar que “Panza de burro” no era un libro, sino más bien un largo y poderoso exabrupto, un estallido de emoción a las faldas de un volcán, un corazón de mirlo latiendo bajo la tierra (…) De lo que me di cuenta era de que nunca había leído literatura actual, joven, vibrante, que transcurriese en la isla en la que me había criado (Sabina, aunque vasca por nacimiento, se crio también en Tenerife), que aprovechase su magia lingüística, que mostrase su extrañeza, su mezcla esquizoide (…).”
Escritora y editora decidieron no acompañar el texto con un glosario que tradujera las palabras y expresiones que tejen la novela. Pienso que es un acierto, pues de hacerlo rompería esa magia lingüística, mejor que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente.
Hace ya veinte años que murió mi madre, y leyendo “Panza de burro” me he sentido tan cerca de Ella como nunca me había sentido, sobre todo con la madre-niña que no conocí. Algunas de sus palabras y expresiones están en la novela. Pero no es la principal razón, pues el habla de la novela no es el habla canaria, sino el habla de un lugar concreto, de un barrio concreto, y las niñas, unas niñas muy concretas, muy alejadas del tiempo en el que vivió mi madre y con la rebeldía que yo hubiera deseado para Ella. Así que no son tanto las palabras, ni las vidas de las niñas, tan distintas de la de mi madre. Es la isla de la novela, con el majestuoso y amenazante volcán de fondo (los días en que el cielo estaba despejado se podía ver el vulcán. Muy pocas veces ocurría, pero todo el mundo sabía que detrás de las nubes vivía un gigante de 3718 metros que podía pegarnos fuego si quería), que gracias al lenguaje, pero más allá del lenguaje, no es solo un territorio, un entorno donde suceden las cosas, sino un organismo vivo: ese corazón de mirlo latiendo bajo la tierra. Y así me quedé yo después de leer la novela: latiendo todo entero, más unido a mi madre de lo que me habría sentido de haber leído una biografía suya sembrada de peripecias; latiendo con el perfume de su alma, con su esencia. No sé explicármelo mejor, misniños, o no quiero: las emociones no necesitan un “glosario”.