Reencuentro

Cuando éramos niños, mi hermano y yo jugábamos a esconder nuestros indios de plástico por entre las plantas, en las macetas del patio de casa. Eran tantas y tan frondosas que nos recordaban la fascinante selva en las películas de Tarzán. Mamá las cuidaba y les hablaba como si también fueran hijas suyas, y cuando mi hermano y yo nos burlábamos de ese parloteo que se traía y del trato de favor que tenía con ellas, pues, al contrario que a nosotros, siempre les hablaba con cariño, mamá replicaba: “A ellas no tengo que educarlas”.

No era un impedimento para el juego el no disponer de figuras de selváticos indígenas en taparrabos, esas tribus que junto a Tarzán también habitaban la selva africana. Recurríamos a nuestra colección de indios del oeste americano, obligándoles a una tregua en la continua gresca que mantenían con la colección de vaqueros y el uniformado séptimo de caballería, para trasladarlos desde su hábitat natural, que eran las extensas llanuras por donde corrían obstinados bisontes y galopaban caballos salvajes, hasta la floresta de las macetas.

El juego consistía en escoger tres indios y esconderlos. Nos íbamos turnando, uno escondía y el otro buscaba. Ganaba quien menos tiempo tardaba en encontrarlos. Y solo había dos reglas. Una la dictaba el sentido común: no valía enterrar a los indios. La otra era imposición de mamá: “Como me rompáis una sola planta, se acabó el juego”.

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Han pasado los años y nuestros padres ya no están. Primero fue papá, y a los dos meses mamá, hace una semana. Y allí se han quedado la casa y el patio, sin ellos. Ayer, mi hermano y yo fuimos a enfrentarnos a la ingrata tarea de decidir qué hacer con todo aquello que contiene la casa y que para nosotros no es fría materia, sino extensiones del ser de nuestros padres. ¡Qué duro elegir de qué desprenderse! No solo del sillón favorito de papá o de la máquina de coser de mamá, que de eso tenemos la certeza de que no, que de eso no hay que desprenderse, sino de cualquier objeto que ellos hubieran tocado, por inútil y de escaso valor que fuera. Así, ¡cómo deshacerse de las horrorosas figuritas de porcelana!

Hemos empezado por las plantas. No podíamos dejar que se murieran, aunque a algunas ya se les habían caído las hojas, amarillentas, por exceso de agua. Y es que mamá, en los últimos meses, no se olvidaba de regarlas, sino de haberlas regado. Así que apartamos las irrecuperables, y las restantes las repartimos entre mi hermano y yo —según las posibilidades de espacio en nuestras respectivas casas— y algunos de los vecinos de nuestros padres.

Y fue al vaciar las macetas de las plantas desahuciadas cuando la tierra de un geranio que era puro esqueleto arrastró consigo uno de aquellos indios con los que jugábamos de niños. Era el mismísimo Toro Sentado, con el torso desnudo y las plumas de gran jefe ciñendo su cabeza. Con un arco apuntaba al frente, dispuesto a disparar la flecha que había cargado, con las piernas arqueadas, señal de que le faltaba el caballo, ahora imaginario. Mi hermano y yo nos miramos. ¿Quién rompió la regla de no enterrarlos? ¿Fuiste tú? No, serías tú. Ni siquiera recordábamos haberlo echado de menos. Muy raro, porque para nosotros Toro Sentado era especial. ¿Cómo había ido a parar allí? No teníamos respuesta y Toro Sentado, con los colores desvaídos y la cara desfigurada por la humedad y el paso del tiempo, nos observaba desde el pasado remoto, y de pronto mi hermano y yo éramos dos niños, niños huérfanos frente a la infancia exhumada.

Katiuskas

En este tiempo de lluvias irregulares y de sequía, he recordado las botas Katiuskas de mi infancia. No eran las prodigiosas botas de siete leguas de los cuentos infantiles que leíamos, aquellas que nos permitían la hazaña de recorrer grandes distancias con la imaginación, veloces, incansables, junto al protagonista, sino las botas menos fantásticas pero reales que nos calzábamos en tiempos de lluvia abundante. Nos las poníamos no por los charcos, sino para los charcos, pues esa era la filosofía: meterse en los charcos y chapotear, no evitarlos. ¡Qué maravilloso juego, qué alegría con tan poco cosa! A veces ocurría que el charco ocultaba insospechadas profundidades y las botas se inundaban como barco que naufraga. Achicar el agua era fácil, bastaba con quitarte las botas y voltearlas. Lo de los calcetines no tenía arreglo. Según las circunstancias y el talante de cada cual, podías pasarte las horas con los calcetines mojados, guardártelos en los bolsillos y seguir con los pies desnudos dentro de las botas o ir a casa para cambiártelos, donde tus padres, si no se habían olvidado del niño que un día fueron, y entendían que la vida es ir de charco en charco, se dejaban de sermones y te animaban a seguir encharcándote

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Merodeando por internet, encontré esto:

El motivo por el que las botas de agua en España se conozcan popularmente con el nombre de ‘katiuskas’ proviene de una famosa zarzuela escrita por Emilio González del Castillo y Manuel Martí Alonso y música compuesta por Pablo Sorozábal, que se estrenó en el Teatro Victoria de Barcelona el 27 de enero de 1931. Dicha obra musical llevaba como título ‘Katiuska, la mujer rusa’ y la protagonista principal aparecía en escena provista de unas botas altas de media caña, las cuales recordaban a las utilizadas comúnmente en los días de lluvia. La popularización de dicha pieza teatral hizo que rápidamente a las botas de agua se les comenzase a llamar ‘katiuskas’ debido a que muchas eran las mujeres que acudían a la zapatería y pedían ‘unas botas como las que lleva Katiuska’.

Días de nieve

Nieva sobre Madrid como hacía tiempo que no nevaba. Hipnotizándonos con sus copos, sin ruido, como si anduviera de puntillas, la nieve lo va cubriendo todo y cuando nos damos cuenta, la ciudad, borradas las carreteras, parece un cuadro de Brueghel, un paisaje de otro tiempo. Y no importa que la ciudad se colapse, que los árboles se tronchen, que se hundan los tejados, que luego venga el hielo y con él las caídas y los accidentes de tráfico. No, nada de eso importa ahora, en este momento en que recuperamos al niño que fuimos y bajamos a la calle para zambullirnos en la nieve, cuanto más hondo mejor, y lanzarnos bolas y deslizarnos en improvisados esquís y trineos, deslumbrados por el espejismo de que bajo ese lienzo blanco la suciedad del mundo ha desaparecido y todo está por estrenar.

Y cómo apetece luego, cuando va cayendo la tarde con la luminosidad espectral que produce el reflejo de la nieve, ponerte a leer un libro, al calor del hogar, mientras fuera los copos siguen punteando la noche, y que en ese libro quiera la casualidad que también esté nevando, para que desde la ventana que se abre en tu cerebro veas la nieve de la realidad y la nieve de la ficción fundirse en un único paisaje.

“Morvan sentía la nieve depositarse en su sombrero, penetrar el paño de su sobretodo a la altura de los hombros. Si alzaba la cabeza, unas puntas afiladas y frías le acribillaban la piel de la cara. Avanzaba encogido entre los remolinos blancos de copos que el viento desgarraba, dándoles muchas formas, tamaños y consistencias diferentes, que iban desde el puñadito blando y clásico semejante a un pedazo de algodón, pasando por las gotas e incluso las astillas de nieve tan dura y brillante que ya era hielo, hasta el polvillo blanco que flotaba entre los copos y que espolvoreaba la respiración penetrando hasta los pulmones como una nubecita en suspensión de cocaína helada (…). A medida que entraba en la noche, el silencio crecía, las luces de los negocios e incluso las de los departamentos se iban apagando, y el espesor de la nieve aumentaba, acolchando hasta el ruido de sus pasos en las calles irreales y oscuras de la ciudad fantasmática. Las bolsas de basura, de plástico azul o negro, amontonadas en los cordones de las veredas, se endurecían como cadáveres y la nieve que caía se acumulaba en sus pliegues y en sus anfractuosidades. A pesar de las solapas del sobretodo levantadas, Morvan sentía la nieve en polvo penetrar en sus fosas nasales y el aire helado enfriarle las orejas, la frente y la punta de la nariz. El frío lo adormecía, o, mejor, parecía poner una distancia cada vez más grande entre él y las cosas. De un modo gradual, la ciudad desierta, empezó a parecerse a la de un sueño”.

Del libro “La pesquisa”, de Juan José Saer

Cangrejos

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Los cangrejos con que mi madre preparaba la paella hervían vivos en una gran olla. “No sienten dolor, por eso no gritan”, me decía ella en respuesta a mi angustia por la suerte de aquellos animales. Desde niño uno intuye que los adultos mienten, y mucho, y tú vas aprendiendo a creerte sus mentiras para no enfrentarte a tu propia conciencia.

Uno de esos días, días de paella, estaba leyendo un tebeo en el salón de casa cuando oí un leve ruido, como de hoja de papel que se arruga. Levante los ojos del tebeo y me quedé expectante, aguzando el oído. El ruido seguía ahí, y crecía. Finalmente descubrí su origen. Era un cangrejo que avanzaba en mi dirección. Dejé el tebeo y me levanté como si me hubieran pinchado. Mis pies se quedaron pegados al suelo, incapaz de moverme por miedo a aplastar al animal, y también por miedo a que se subiera a mis pies y escalara por la pierna.

Pensé que aquel cangrejo había escapado al destino de la olla y me pedía ayuda, pero ¿qué hacer? ¿Llevarlo a la pescadería? Absurdo, terminaría sus días en otra olla. ¿Devolverlo al río? Más absurdo aún. ¿Y sí lo escondía en una caja y lo cuidaba como cuidaba al hámster? Pero ¿de qué se alimentaban los cangrejos de río? ¿Se pasearía por mis brazos y cuello haciéndome cosquillas con sus grandes tenazas?

Puse el tebeo frente al cangrejo para que se subiera en él, y en ese ilustrado vehículo se lo lleve a mi madre para que lo echara a la olla. Me dije que mejor morir en compañía, con los suyos y en el agua, que no vagar solo por el mundo. Además, los cangrejos —lo decía mi madre— no sentían dolor.

Ahora, ya de adulto, en esos días turbios en que uno se siente tan desvalido como un niño y los pensamientos adquieren la textura de lo irracional, cuando estoy solo en el silencio de la casa, me parece oír el lento andar de un invisible cangrejo que araña el suelo, y luego el acusador borboteo del agua hirviendo.

El niño patata

Patata niñoTuve una infancia difícil. Mientras los otros niños jugaban al corro de la patata en el patio de recreo, yo era la patata. Me pelaban y me hacían rodar dando puntapiés. Yo me mondaba, pero no de la risa, naturalmente. Se burlaban de mí y me dejaban maltrecho en un rincón del patio, en ese rincón donde se acumulan los desechos infantiles: cromos repetidos, balones rajados, peonzas sin punta, suelas de zapatos, y también el preservativo que algún desaprensivo lanzaba desde el otro lado de la tapia (eran otros tiempos; hoy los preservativos los llevan los propios niños).

Los niños del corro eran afortunados y soñaban futuros de fábula: astronautas, bomberos, futbolistas… Yo, en cambio, identificándome siempre con los desposeídos, me imaginaba ministro sin cartera, que es algo que había oído en la tele y que suponía el colmo de la desposesión, pues no era raro el día en que mi cartera volara por los aires o despareciera para regresar luego, también ella desposeída de libros, cuadernos y lápices.

Yo, simple niño patata, me aislaba en mi mundo de tubérculo (o pubérculo) y me resignaba a mi condición patatil. Y envidiaba especialmente a aquellos niños que se soñaban escritores. Allí estaba Sánchez Dragó mirando ensimismado el canalón por donde caía el agua de la lluvia, y, como tenía un cerebro florido y ya medio oriental, empezó a escribir un libro que, con el tiempo, acabaría llamándose “Las fuentes del Nilo”. “Joder, lo que da de sí un canalón”, me decía yo. Y es que eso es lo que tienen los genios. Yo miro una piedra y veo una piedra. Un genio mira una piedra y ve un iglú, o una geisha, o un elefante. Para los genios no existen los límites geográficos; o mejor, para los genios no existen los límites. Los niños patata, en cambio, nos vemos abocados a un destino de felices patatas al montón.

En marcha

 

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Ya tiene Dani el carné para conducir cajas de cartón. Nada más entrar en el vehículo, después de aferrarse con cara de asombro a la carrocería y comprobar su relativa estabilidad, ha empezado a emitir unos sonidos ummaumaam prarrrrpraa que los entusiastas padres han interpretado como papá y mamá, pero que en realidad es la forma que tiene Dani de calentar motores, algo que resulta evidente cuando el tierno conductor empieza a moverse hacia adelante y hacia atrás dando a entender que no le gusta el modo estático, que necesita urgentemente un sistema de tracción paterna para recorrer el mundo-casa.

Y así, arrastrado por una suerte de cuerda umbilical, circula Dani por la vida, con los ojos muy abiertos y una tersa sonrisa. Quizá algún día conduzca vehículos hoy impensables, y pilote naves espaciales más allá de Orión, pero de momento se divierte derrapando en las improvisadas curvas y frenando en seco por la autopista del pasillo. Y para que quede claro quién controla la situación, cuando le apetece, ajeno a las multas de tráfico, levanta el pie del acelerador y lo airea por la ventanilla.

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