Los niños perro

Eran dos hermanos mellizos. No recuerdo cuándo llegaron al barrio, tampoco sus nombres. En mi memoria aparecen ya asomados a la ventana del piso bajo donde vivían y que daba a la pequeña plaza donde los niños jugábamos, todos menos ellos. Desde allí veían pasar la vida del barrio. En invierno, pegados al cristal, tras el vaho que formaba su anhelante respiración, o en los meses de buen tiempo asomando sus cabezas en fraternal simetría, nos veían jugar a las chapas, a la peonza, al balón prisionero, al rescate… En fin, a todos aquellos juegos que de forma natural se iban transmitiendo de generación en generación, nosotros dueños absolutos de las reglas, de las sanciones, del punto final a las disputas. Eran tiempos en que la calle era nuestra, sin estrictas fronteras, sin la escolta permanente de los padres, sin coches que la ocuparan, sin urbanizaciones encerradas en sí mismas con códigos de entrada. Pero allí, confinados en el diminuto territorio de la ventana, estaban los hermanos, espectadores pasivos en su soledad compartida. Porque sus padres no les dejaban bajar a la calle salvo para echar unas carreras desaforadas con las que desfogarse, calle arriba y calle abajo, como si corrieran detrás de un palo imaginario. Por eso les llamábamos “los niños perro”. Y más que correr parecían pisotear el asfalto machaconamente, no fuera a escapárseles, riendo todo el rato con una risa boba con la que festejaban la efímera escapada del cautiverio al que estaban condenados. Luego, cuando el padre hacía sonar un silbato, regresaban corriendo a su casa, sin quejas ni lamentaciones, exhaustos y sudorosos, obedientes como perros bien entrenados.

Por extraño que parezca, dada la natural tendencia de los niños a la chanza y a ver como enemigos a quienes no pertenecen al propio clan, nunca nos burlamos de ellos. Lo de “niños perros” no les llegaba a sus oídos, quedaba en la intimidad de nuestras conversaciones. Que yo recuerde, solo una vez hubo risas, pero no contra ellos, sino por lo que ocurrió. Estábamos jugando un partido de fútbol en la plaza mientras los niños perro, en uno de esos momentos de esparcimiento que sus padres les concedían, sin mezclarse con nosotros, se obstinaban en corretear por una de las calles que daban a la plaza, sin ton ni son, como era su costumbre. Entonces, en uno de los lances del partido, la pelota salió disparada hasta donde ellos se encontraban. Les hicimos señas y les gritamos para que nos la devolvieran, pero haciendo honor al apelativo que les habíamos dado, se pusieron a disputársela como cachorros juguetones. Se daban patadas, empujones, sin dejar de reír, con una risa estruendosa. Hasta que uno de ellos se hizo con la pelota y empezó a correr en nuestra dirección. Más que conducir la pelota, la barría, con la pierna rígida como una escoba. Cuando llegó a la plaza dio un punterazo, con tan mala suerte que hizo añicos el cristal de una ventana. Precisamente la ventana desde la que se asomaban para vernos jugar. “¡Quien rompe, paga!”, gritamos al unísono, muertos de la risa.

No, no nos burlábamos de ellos. Supongo que los niños perro nos daban más pena que envidia. Envidia ninguna, de esa existencia triste que llevaban. Y aunque no conocíamos nada de sus vidas de ventana para adentro, esos niños, siempre perfumados, impecablemente vestidos, que iban a un colegio y a una iglesia fuera del barrio, nos recordaban a los niños educadísimos y limpísimos que aparecían en las ilustraciones de la enciclopedia escolar, en los capítulos dedicados a las normas de urbanidad, como modelos de niños ejemplares frente a esos otros niños que servían de contraejemplo y escenificaban el desaliño y la mala educación, y que seguramente, en opinión de los padres de los niños perro, eran tan parecidos a nosotros, los niños de ese barrio al que el infortunio les había llevado. Porque quiero pensar que esos padres —tampoco ellos se relacionaban con el vecindario— no tenían el corazón de piedra, sino que estaban convencidos de que esa era la mejor educación que podían darles a sus hijos, alejándolos de nosotros, los niños de barrio humilde, de precario porvenir en sus pronósticos de padres calculadores, no fueran a contagiarse y desviarse del camino que ellos les habían trazado ya desde el nacimiento, porque solo por injusticias de la vida, pensarían, habían caído en ese barrio que no correspondía a su categoría y que más pronto que tarde deberían abandonar.

Y es lo que por fin hicieron un día: abandonar el barrio. Al volver del colegio nos encontramos con la noticia: un camión de mudanzas se los había llevado, nadie sabía adónde. Así que nos quedamos sin la estampa de los niños perro asomados a la ventana, sin sus carreras frenéticas. A veces pienso en ellos, en cómo serán ahora sus vidas, y rechazo la imagen que me asalta, la de los niños perro ya adultos corriendo por la calle, sin rumbo, perdidos, y confío en que aquellos cristales rotos fueran premonitorios y lograran escapar de esa ventana única, prejuiciosa, que sus padres les imponían, abiertos al fin a otras perspectivas.

Plegarias

Tenía las facciones de un galán de cine en esas películas en blanco y negro que veíamos por la televisión, con el pelo muy negro y abundante, peinado hacia atrás formando ondas, con un tupe que parecía esculpido. Se llamaba don Tomás y era el director del colegio. Un hombre guapo, decían las madres, pero a mí me parecía un hombre realmente feo, muy feo. Era él quien principalmente velaba por mantener la disciplina y por encarrilarnos —eran sus palabras— por el recto camino de la moral. Presumía de ello. “Si no fuera por mí…”, decía, y ya todos sabíamos, especialmente los profesores, que en aquellos puntos suspensivos se escondía el caos que sería el colegio de no ser por él. Sus métodos eran el palo y la humillación. En su “favor” hay que decir que no discriminaba a nadie. Todos éramos víctimas. Cierto que algunos alumnos recibían más golpes y más desprecio, pero en los días en que, según su criterio —bastante variable, por cierto—, el mal comportamiento era generalizado, cogía un gruesa regla de madera que tenía a la vista, sobre su mesa, y empezaba a golpearnos con ella, no en las palmas de las manos, que era lo habitual, sino en la cabeza, como picotazos de pájaro carpintero, desde el primero hasta el último alumno, incluso a los de sobresaliente y buen comportamiento.

Se rumoreaba que esas fases de especial ensañamiento las provocaba una úlcera de estómago que padecía. Yo no sabía qué era una úlcera, pero deduje que era como un animal que mordía las entrañas del director hasta enfurecerlo. El caso es que, úlcera o no úlcera, todos aprendimos a distinguir cuándo venía ya con el talante retorcido desde su casa: el paso rotundo, envalentonado, con la determinación de quien va directo a enfrentarse con el enemigo, el ceño fruncido, los ojos turbios y husmeando para escoger a sus presas. Unos a otros nos decíamos “ya viene con úlcera”, como si efectivamente úlcera fuera un perro que don Tomás llevara aferrado a su estómago. Pero, aunque advertíamos estas señales, de poco nos servía.

Sucedió en una clase de Religión, asignatura que don Tomás impartía, y que aprovechaba para adoctrinarnos con relatos inverosímiles. En una ocasión —valga como ejemplo—, nos contó que años atrás había tenido un alumno que suspendía todas las asignaturas, y no por falta de inteligencia o de voluntad, de las que iba sobrado, sino porque sus padres vivían en pecado y no bajo el manto del santo matrimonio. Los padres, siguiendo sus buenos consejos, aceptaron casarse, y fue casarse y el chaval empezar a sacar excelentes notas, incluso matrículas de honor. Ese día estuve a punto de levantarme del asiento para burlarme de la veracidad de la historia, pero me arrepentí en el último momento. Sería unas semanas después cuando ocurrió lo que ocurrió. El día que entró en clase con la noticia de que un niño se había caído desde un séptimo piso y milagrosamente se había salvado. No era mentira, lo habíamos oído en televisión. Pero añadió: “Los niños tienen un ángel de la guarda que los protege”, y entonces, como si unas avispas me picaran en la boca del estómago, y sin tener en cuenta que don Tomás estaba en uno de esos días ulcerosos, le pregunte: “¿Y qué pasa con los niños de África que vemos por la televisión, con la barriga hinchada y que se mueren de hambre? ¿Dónde está su ángel de la guarda? No se molestó en coger la regla, se acercó a mi pupitre y me abofeteó a dos manos, izquierda derecha, izquierda derecha…, hasta hartarse. Pero no le di la satisfacción de echarme a llorar, y ese fin de semana —estábamos a viernes— empecé a rezar obstinadamente no al Dios benevolente que perdonaba las ofensas, sino al Dios sádico que podía condenarte a arder en el fuego para toda la eternidad, rogándole que nos librara del mal, que nos librara de don Tomás, amén.

El lunes siguiente, profesores y alumnos esperábamos en la calle, frente a la puerta del colegio, con un griterío atenuado aún por la somnolencia que nos acompañaba en esa primera hora de la mañana. Era el colegio un humilde colegio de barrio obrero, con una fachada tan simple que recordaba los dibujos de edificios que hacen los niños en el parvulario. Estaba situado en la parte baja de una calle con mucha pendiente, y era arriba de la calle por donde cada mañana, tras doblar una esquina, aparecía don Tomás enfilando en dirección al colegio, cuesta abajo, para abrirnos el redil de supuesta sabiduría al que todos entrábamos como obedientes corderillos. A veces, en muy raras ocasiones, sucedía que no aparecía en los quince minutos de margen convenidos, y entonces era la señorita Conchita, la secretaria, la encargada de abrir la puerta, y ese día, si la ausencia de don Tomás resultaba definitiva para toda la jornada, el colegio parecía más luminoso, y más ligero el aire que respirábamos, y nosotros mejores alumnos de lo que don Tomás nos hacía creer. Así que ahí estaba yo ese lunes, después de pasar el fin de semana con un lacerante sentimiento de humillación, expectante, atento a la esquina, sin dejar de rezar, comprobando cómo pasaban los minutos en el reloj —once, doce, trece…—, hasta que pasados los quince minutos exactos, la señorita Conchita introdujo la llave en la cerradura y, acompañada por un unánime jolgorio, abrió la puerta del colegio.

De cómo pude convertirme en psicópata

De niño no era malo, solo muy travieso. Así es como deseaba que mi padre me quisiera. Pero él me idealizaba, y eso que se lo ponía difícil: perdí su colección de sellos, destrocé el espejo del recibidor, regué las plantas con lejía… Aunque admitía mi culpa, él siempre encontraba otra explicación: el fontanero robó los sellos, una corriente de aire derribó el espejo, la contaminación secó las plantas. Yo sentía como que no existía porque mi padre amaba una versión falsa de mí. Desesperado, pensé en matar al canario un día que tuviéramos visita. Presentarme con Piolín ya sin vida y mentir, decir que lo había hecho por el placer de verlo retorcerse al clavarle el tenedor. No lo hice, porque soy incapaz de matar a una mosca y habría sentido remordimiento y una inmensa pena. Además, imaginé la respuesta de mi padre: “A mi hijo le entusiasma la ciencia, será un gran cirujano”.

Don Siro y el número PI

Se llamaba don Siro e iba a sustituir a don Vicente, de baja por enfermedad durante todo el curso. Es lo que nos dijo el director al presentarlo aquel primer día de clase. Era un hombrecillo en apariencia taciturno dentro de un traje gris que le quedaba grande. Su pelo era escaso y débil, y usaba unas gafas de pasta negra enormes para su pequeño rostro. Nos saludó con un hilo de voz y un apenas perceptible vaivén de su mano derecha, que, pegada a la pierna, se elevó unos centímetros como si un hilo tirara de ella para rápidamente dejarla caer. En resumen, a don Siro, nos lo podíamos merendar. Era la víctima propicia para unos adolescentes (todos chicos) que, si nos aburríamos, dejábamos salir nuestros instintos depredadores.

Ya sin el director, don Siro empezó a hablarnos del programa de la asignatura y de la metodología que íbamos a seguir en sus clases. Nosotros, liderados por Francisco Palomares, el repetidor, el eterno castigado, arrinconado por la resignación de los profesores que le daban por imposible, nos estábamos comportando francamente mal porque queríamos medir la fuerza de nuestro adversario. Pero don Siro en ningún momento nos llamó la atención, ni nos amenazó con castigarnos, o con ponernos un cero directamente. Aguantando el chaparrón de la indisciplina, siguió con su discurso sin alzar la voz y con una sonrisa bobalicona que se le había instalado en la cara. Ahora sé que nos estaba observando, que nos dejaba hacer libremente para tener una ficha mental de cada uno de nosotros, y que aquella sonrisa que a nosotros nos parecía boba se debía a la seguridad, al convencimiento de que él iba a ganar, a ganarnos.

Si don Siro hubiera sido profesor de Filosofía, o de Literatura, o de Historia, asignaturas que se prestan al relato humano, a la confidencia e incluso al chisme, podríamos haberle tocado las narices con preguntas tontas del tipo: «¿Es verdad que Catalina la Grande tenía relaciones sexuales con sus caballos?” —la sexualidad era un alumno más entre nosotros, obsesivo habitante de todos los pupitres—. O hurgando en sus creencias e ideología: “¿Cree usted en Dios? ¿Qué opina de Franco?”. Pero don Siro era profesor de Matemáticas, esa asignatura para mí entonces tan fría, pura abstracción, cuyo objeto no existe fuera de la cabeza de quienes la piensan, ni siquiera visible al microscopio, y que como amenazante Ciencia Exacta ofrecía tan pocas posibilidades de sacar petróleo de esas extenuantes discusiones que los alumnos manteníamos con los profesores para llegar al aprobado o a una subida de la nota porque “Eso de que pobre barquilla mía entre peñascos rota es una metáfora del alma que utiliza el poeta, lo será para usted. A mí me parece un simple naufragio. Quíteme el negativo”.

Con esto quiero decir que nuestra técnica de ataque para abatir a nuestra presa en una asignatura como las matemáticas tendría que ser muy rudimentaria, nada sutil: seguir armando follón. Pero no tuvimos oportunidad porque, una vez terminada la pesada introducción, don Siro se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y, tiza en mano, se subió de una zancada a la tarima a la vez que con un movimiento circular, como quien inicia un ataque en una competición de esgrima, dibujó en la pizarra una circunferencia perfecta, tan perfecta que parecía que entre el eje de su cuerpo y la mano ocultaba un compás.

—¿Qué es esto?”—preguntó.

Nos quedamos bruscamente en silencio, sorprendidos por tan repentino cambio de actitud, y porque uno nunca se podía fiar de las preguntas de los profesores, los muy cabrones, que siempre escondían alguna trampa, por muy evidentes que parecieran las respuestas.

—Una circunferencia —dijimos algunos.

—Un círculo —dijeron otros.

—Una pizarra —gritó un graciosillo.

—¿Y no os parece una maravilla que podamos hallar su longitud y su área conociendo el radio? —continuó don Siro, en éxtasis— ¿No os emociona el hallazgo del número PI? ¿No os conmueve la estructura numérica del mundo?

Con esta pasión siguió hablando don Siro, que ya no era un hombrecillo sino un titán, y por un instante me quedé embobado mirando la pizarra, repitiéndome “dos pi erre, dos pi erre…” como si fuera la primera vez en mi vida que veía una circunferencia.

Lo consiguió: con el discurrir de las clases nos fue ganando a todos. Solo Francisco Palomares se resistía al entusiasmo general, no tanto por convicción como por la inercia de atenerse al papel de rebelde y bufón que entre todos, incluido él mismo, le habíamos asignado. Hasta que un día, aprovechando que don Siro había salido de la clase por un momento, dibujó en la pizarra la figura de un enorme pene erecto a cuarenta y cinco grados de unos ejes de coordenadas, y justo en el momento en que remataba la erección, entró don Siro en la clase. Con paso tranquilo y sonriendo se acercó a Palomares, le cogió amistosamente por los hombros y mirándole a los ojos, de abajo arriba, pues Palomares le sacaba dos cabezas, le dijo:

—Paco, aunque un poco fanfarrón —don Siro señaló el dibujo en la pizarra—, no tengo duda de que eres un buen chaval, de gran corazón, y tampoco tengo duda de que todos podremos conocer tu verdadera inteligencia si te esfuerzas —y luego, enemigo de sermones y solemnidades, añadió—: Y si te decides a ser matemático, hasta podrás calcular la integral de tu pene.

Todos nos reímos, pero no era una risa estrepitosa, de burla, sino sosegada, de complicidad. Y a partir de ese instante empezó la transformación de Palomares, que luego pasaría raspando de curso pero con un sobresaliente en matemáticas. Y aún hoy, cuando han pasado ya muchos años, recuerdo con gran cariño a don Siro y sus clases, y me sigue admirando el fabuloso número PI, porque en los momentos en que las circunferencias de nuestras pupilas se dilatan por la emoción, él sigue ahí, constante, irracional, infinito.

Los tres cerditos

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Son tres hermanos cerditos que están muy hartos del lobo cuya única misión es zampárselos. Y no menos harto está el lobo de perseguir sin éxito a los tres cerdos. Pero no hay odio ni reproches mutuos, pues saben que son los protagonistas de un cuento que los humanos utilizan para educar a sus niños. Es cierto que los padres podrían decirles a sus hijos: “Niño, hijo mío, el esfuerzo en la vida es lo más importante, no seas chapuza, persevera en la obra bien hecha, busca la excelencia, sólo así hallarás la recompensa al final y la tranquilidad de conciencia”, pero tanto los tres cerditos como el lobo saben, pues es mucho tiempo el que llevan conviviendo con los hombres, que si los padres hablaran así a sus hijos, al rato los niños comenzarían a tirarse del pelo y a bostezar. Por eso necesitan de ellos, de tres cerditos y un lobo que vivan una historia que mantenga a los niños con los ojos muy abiertos y la respiración contenida por el miedo.

De los cuatro personajes, es el lobo quien se siente peor tratado, porque su nombre casi nunca aparece en el título. Le parece injusto. Su actuación es tan importante y necesaria como la de los tres hermanos cerdos. “Los tres cerditos y el lobo”, este debería ser el título. O mejor aún: “El lobo y los tres cerditos” ¿Acaso su papel no requiere un mayor trabajo y el sacrificio de un final humillante? ¿No se pasa el cuento soplando casitas: de paja, de madera y de ladrillo para acabar achicharrado en una olla con agua hirviendo que el psicópata cerdo mayor ha colocado debajo de la chimenea de su casa de ladrillo?

Hasta hoy, los cerditos y el lobo han soportado con resignación estos papeles idiotas de construir casas y soplar. Pero todo tiene un límite y ya están muy hartos —lo hemos dicho al principio—.Y es el cerdito mediano, quizá porque ha desarrollado una mayor capacidad de raciocinio al no gozar de los privilegios con que los cuentos suelen premiar al benjamín y al primogénito, quien empieza a agitar las mentes conformistas de sus hermanos y el lobo.

Les recuerda que hay otros cerditos y otros lobos en esa dimensión que los hombres llaman “la realidad”, y que esos cerditos y esos lobos, al contrario que ellos, personajes de ficción, no pueden vivir simultáneamente más de una versión. Y que su única versión posible en “la realidad” es la de ser los cerditos cebados, asesinados y masticados por los humanos, en este orden; y los lobos, perseguidos y masacrados. Y no es consuelo que tampoco ellos, los humanos, puedan vivir más de una versión, que termina sin remedio con la muerte, y que por esta razón se pasen todo el tiempo inventándose historias del “más allá”, ficciones de inmortalidad. “Así que es el colmo de la hipocresía”, dice indignado el cerdito mediano, “que además de comérsenos quieran utilizarnos en cuentecitos para enseñarles moralidad a sus hijos. ¡Precisamente ellos, los grandes inmorales!”. Y al ver el cerdito la mezcla de admiración y espanto con que lo miran sus hermanos y el lobo, se anima a seguir: “Tú, lobo, al querer comernos, sigues tu instinto y no haces nada distinto de lo que hacen ellos. Te castigan a ti para no tener que castigarse a sí mismos. Conducta muy típica de los humanos”.

Al llegar a este punto el cerdito mediano, enardecido por sus propias palabras y liberado al fin del exclusivo papel de constructor de casitas de madera, se lanza a explicar una teoría que oyó una vez a un padre psicoanalista en “la realidad”. En dicha teoría —les cuenta a los otros—, tú, lobo, representas los bajos instintos de los humanos, las oscuras inclinaciones que habitan en su inconsciente y pugnan por salir. Nosotros, los cerditos y nuestras casas, representamos la parte consciente que intenta vivir civilizadamente. Sólo con esfuerzo, simbolizado en la casa de ladrillo, podemos, es decir, pueden someterte a ti, lobo, es decir, a sus instintos primarios. Así que reprimimos, proyectamos, sublimamos, es decir, reprimen, proyectan, subliman. ¿Qué os parece? Hay que joderse con los humanos, lo retorcidos que son y lo perversamente que nos usan.

Los hermanos del cerdito mediano y el lobo se miran entre sí. La perplejidad se refleja en cada uno de sus gestos. No saben qué decir ni qué hacer. Piensan que el cerdito mediano se ha vuelto loco. No obstante, cuando este les pide que se acerquen porque tiene un plan que proponerles, no dudan en obedecer.

Así, desde ese día, consensuada por los cerditos y el lobo, hay una versión más del cuento. La secuencia de la historia es la misma hasta que el lobo se cuela por la chimenea de la casa del cerdito mayor. Pero en esta nueva versión el lobo no cae en ninguna olla de agua hirviendo, sino que desciende lentamente como un bondadoso Papá Noel, y luego se va comiendo uno a uno a los tres cerditos, que sonríen sin oponer resistencia. Después, con visible sobrepeso, el lobo se marcha al bosque para hacer la digestión tumbado debajo de un árbol.

Punto final. Así termina ahora la historia. Que nadie espere la repentina aparición de un guardabosques o de un cazador que pasa por allí y le abre la tripa al lobo y los cerditos salen cantando y bailando. No les importa morir a los cerditos; al fin y al cabo, piensan, la muerte en la ficción es otra forma de vida. Será además su venganza: los niños aprenderán que da lo mismo cuánto se esfuercen, y que no importa el trabajo bien hecho, pues al final irán a parar a la tripa del lobo.

Días de rosa-rosae

 

clase latin (2)

El padre Matías coge la vara con su mano derecha y se golpea repetidas veces la palma de su mano izquierda. Es la advertencia de que empieza la función. Luego desliza un dedo severo por la lista de alumnos: “Que salga, que salga…”, y al instante todos nos quedamos paralizados “Que salga, que salga…”, se demora el padre Matías, la sonrisa burlona. Y nosotros aguantando la respiración, con voluntad de cosa inanimada, como animales que simulan estar muertos para engañar al depredador. Mi corazón se acelera en ese tiempo detenido. No me sé la lección, y si me la sé, da lo mismo, pues ya se las apañará él para hacerme dudar. “Que se salte mi nombre…, que se lo salte”, le ruego al Dios del crucifijo en la pared. “Planelles”, dice por fin el padre Matías, y al momento los pupitres crujen, y se eleva un suspiro colectivo, un rumor de cuerpos que se mueven. ¡Qué alivio! ¡Pero dura tan poco! “Planelles no ha venido hoy, está enfermo”, dice alguien desde el fondo del aula, y  otra vez los alumnos hacemos la estatua, y otra vez el padre Matías recorriendo la lista lentamente con su dedo siniestro, relamiéndose de satisfacción, y de nuevo mi corazón marcando frenético los segundos, hasta que no puedo más y grito: ¡Voluntario para salir!.

 

Menudo belén

Belén plastilina

Fue una madre quien me informó de que en el belén de primaria se encontraba la figura de plastilina de Herodes decapitando a un niño. La figura, salvando el siniestro contenido, es cómica: Herodes, una especie de Homer Simpson, con ojos saltones y tripa voluminosa, agarra con la mano izquierda, por los pelos, a un bebé desnudo, y con la derecha empuña un cuchillo a punto de rebanarle el cuello. La cabeza del niño está muy lograda, con ojos aterrorizados y la boca abierta, pero el cuerpo es más de pollo que de niño. Sigue leyendo

Félix y el vaso de agua (para Álvaro y Alba, algún día)

Vaso de agua

Queridísima Ana:

Eres mi profe favorita, no es peloteo. Ayer llegamos a la casa de la playa y hoy me he puesto a pensar en la redacción que nos pediste sobre la importancia del agua. He querido aprovechar que desde mi habitación se ve el mar, pero cuando lo miro no sé bien hacia dónde mirar. Es tan grande… Hacen falta mogollones de gotas para hacer un mar…

Para inspirarme he puesto un vaso de agua sobre la mesa de la cocina y lo he mirado con mucha atención, como si fuera la primera vez en mi vida que veía un vaso de agua. No creas que estoy mal de la cabeza, es que mi madre dice que es así como hay que mirar, porque si no las cosas empiezan a desgastarse como las suelas de los zapatos y terminan siendo muy aburridas y con agujeros. La primera vez que me lo dijo no entendí qué quería decir. Entonces cogió una pera del frigorífico y me la puso delante de los ojos. “Félix, olvídate de que sabes que es una pera. ¿Qué ves ahora?” Estuve mirando un rato y al final vi un hombre calvo, de cabeza grande, haciendo el pino, que es más divertido que ver una simple pera. Sigue leyendo

Física en el parque

Física en el parque

El pasado domingo en el parque, me encontré con un padre que, luciendo esa paciencia que nos caracteriza a los adultos, intentaba que su hija aprendiera a montar en bici. La niña, de unos seis años, con su casco rosa reglamentario y sobre una bicicleta también rosa con pegatinas de Peppa Pig, se esforzaba en mantener el equilibrio a la vez que pedaleaba. En el límite de la desesperación, bufando y dando saltitos como un gordo gorrión, el padre le gritó a la niña: “Si es que no tienes en cuenta el centro de gravedad, y así es imposible”.

Que levante la mano quien a veces no se haya sentido ridículo instruyendo o educando a sus hijos. Y que levante la mano quien sepa dónde coño está el famoso centro de gravedad que nos mantiene equilibrados y pedaleando.