Reencuentro

Cuando éramos niños, mi hermano y yo jugábamos a esconder nuestros indios de plástico por entre las plantas, en las macetas del patio de casa. Eran tantas y tan frondosas que nos recordaban la fascinante selva en las películas de Tarzán. Mamá las cuidaba y les hablaba como si también fueran hijas suyas, y cuando mi hermano y yo nos burlábamos de ese parloteo que se traía y del trato de favor que tenía con ellas, pues, al contrario que a nosotros, siempre les hablaba con cariño, mamá replicaba: “A ellas no tengo que educarlas”.

No era un impedimento para el juego el no disponer de figuras de selváticos indígenas en taparrabos, esas tribus que junto a Tarzán también habitaban la selva africana. Recurríamos a nuestra colección de indios del oeste americano, obligándoles a una tregua en la continua gresca que mantenían con la colección de vaqueros y el uniformado séptimo de caballería, para trasladarlos desde su hábitat natural, que eran las extensas llanuras por donde corrían obstinados bisontes y galopaban caballos salvajes, hasta la floresta de las macetas.

El juego consistía en escoger tres indios y esconderlos. Nos íbamos turnando, uno escondía y el otro buscaba. Ganaba quien menos tiempo tardaba en encontrarlos. Y solo había dos reglas. Una la dictaba el sentido común: no valía enterrar a los indios. La otra era imposición de mamá: “Como me rompáis una sola planta, se acabó el juego”.

000

Han pasado los años y nuestros padres ya no están. Primero fue papá, y a los dos meses mamá, hace una semana. Y allí se han quedado la casa y el patio, sin ellos. Ayer, mi hermano y yo fuimos a enfrentarnos a la ingrata tarea de decidir qué hacer con todo aquello que contiene la casa y que para nosotros no es fría materia, sino extensiones del ser de nuestros padres. ¡Qué duro elegir de qué desprenderse! No solo del sillón favorito de papá o de la máquina de coser de mamá, que de eso tenemos la certeza de que no, que de eso no hay que desprenderse, sino de cualquier objeto que ellos hubieran tocado, por inútil y de escaso valor que fuera. Así, ¡cómo deshacerse de las horrorosas figuritas de porcelana!

Hemos empezado por las plantas. No podíamos dejar que se murieran, aunque a algunas ya se les habían caído las hojas, amarillentas, por exceso de agua. Y es que mamá, en los últimos meses, no se olvidaba de regarlas, sino de haberlas regado. Así que apartamos las irrecuperables, y las restantes las repartimos entre mi hermano y yo —según las posibilidades de espacio en nuestras respectivas casas— y algunos de los vecinos de nuestros padres.

Y fue al vaciar las macetas de las plantas desahuciadas cuando la tierra de un geranio que era puro esqueleto arrastró consigo uno de aquellos indios con los que jugábamos de niños. Era el mismísimo Toro Sentado, con el torso desnudo y las plumas de gran jefe ciñendo su cabeza. Con un arco apuntaba al frente, dispuesto a disparar la flecha que había cargado, con las piernas arqueadas, señal de que le faltaba el caballo, ahora imaginario. Mi hermano y yo nos miramos. ¿Quién rompió la regla de no enterrarlos? ¿Fuiste tú? No, serías tú. Ni siquiera recordábamos haberlo echado de menos. Muy raro, porque para nosotros Toro Sentado era especial. ¿Cómo había ido a parar allí? No teníamos respuesta y Toro Sentado, con los colores desvaídos y la cara desfigurada por la humedad y el paso del tiempo, nos observaba desde el pasado remoto, y de pronto mi hermano y yo éramos dos niños, niños huérfanos frente a la infancia exhumada.

Lepidópteros

Me lo presentaron mis padres: Vladimir. Un adulto de edad indeterminada para la niña de doce años que yo era entonces. Lo habían invitado a pasar el verano con nosotros en nuestra casa de campo, y como ya gozaba de cierta fama como escritor, me halagó ver lo atento que desde el principio se mostró conmigo, especialmente cuando lo acompañaba a cazar mariposas, su gran obsesión. “Pequeña mariposa”, le gustaba llamarme. Cuando pasados los años leí “Lolita”, su famosa novela, me reconocí en algunos de los rasgos de esa pequeña nínfula a medio camino entre la niña y la mujer, crisálida humana a punto de dejar un estado para pasar al otro. Pero nada sórdido ocurrió entre nosotros, nada parecido a esa escandalosa relación que en la novela mantienen la jovencísima Lolita y el maduro y perverso Humbert. Solo fui, como seguramente lo fueron otras niñas, un apunte en su cuaderno de notas, una mínima semilla que luego su imaginación de escritor transformó en tan polémica lectura.

Y esta es la razón por la que a mis ochenta y cuatro años he decidido escribir estas líneas, porque me parece de justicia defenderlo de esos lectores que ven en Vladimir a un pervertido, un corruptor de menores. Ignorantes que confunden ficción y realidad, autor y personajes. Hubo incluso un doctor psicoanalista que, ya muerto Vladimir, publicó un artículo donde sin ninguna prueba aseguraba haberlo tratado en un periodo de crisis, en su clínica psiquiátrica. Según el doctor, en momentos de excitación Vladimir escribía compulsivamente el primer párrafo de su libro “Risa en la oscuridad”, escrito muchos años antes.

Este es el párrafo: “Érase una vez un hombre llamado Albinus que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amo; no fue amado; y su vida acabó en un desastre”.

Yo le animaba a continuar la historia, escribe el doctor, pero él me miraba con ojos de alucinado, tomaba una nueva hoja y… vuelta a empezar. Nunca he visto a un hombre pasar por tantos estados de ánimo en tan poco tiempo. Empezaba la escritura con la alegría y concentración de un niño que se aventura en sus primeros grafismos, pero luego, justo cuando perfilaba la “B” de Berlín, le acometía un miedo próximo al pánico, que rápidamente se diluía en una risa nerviosa, como si realmente se sintiera “rico y feliz”; y luego la excitación, la rabia y, por fin, un gran abatimiento que en múltiples ocasiones acababa con el lápiz quebrado a causa de la presión ejercida sobre el papel.

Y el doctor, que sabía del odio que Vladimir sentía hacia el psicoanálisis, presumía de haber encontrado en aquel párrafo obsesivo la explicación a ese odio: el miedo del escritor a ser desenmascarado, a que se destaparan sus deseos inconfesables. El nombre de “Albinus”, continúa el doctor, simboliza la pureza, la energía vital en estado primitivo, sin ataduras sociales. “Berlín”, con su muro de la vergüenza, es el sentimiento de culpa que frena sus deseos. Y finalmente el desastre, la pérdida de la respetabilidad que supondría ceder a sus abyectos impulsos.

Pero todo esto no son más que fabulaciones de un doctor ávido de notoriedad. Yo no sé si durante nuestras excursiones por el campo Vladimir albergaba en sus recónditas entrañas “abyectos impulsos” hacia mi persona. De ser así, jamás se manifestaron. Al contrario, su mirada era afectuosa, limpia, no esa mirada pegajosa que sientes que resbala por tu cuerpo ensuciándolo, y acogedoras eran sus manos, nada obscenas. Y ahora, pasados los años, puedo poner en palabras lo que para la niña que fui eran solo sensaciones, vislumbres de lo que Vladimir buscaba: detener el tiempo, atrapar la belleza y preservarla antes de que inevitablemente empezara a marchitarse. Quizás sea esa la razón de su obsesión por capturar mariposas y disecarlas, la razón de esas minuciosas descripciones de insólita perspectiva en sus narraciones. Y en ese afán suyo aprendí a valorar la vida en su ininterrumpido discurrir y el esfuerzo del artista por eternizar el instante. Porque fue Vladimir quien me enseñó a mirar, a prestar atención a las cosas que la fuerza de la costumbre vuelve invisibles. De regreso de nuestras caminatas —le recuerdo con unos pantalones cortos, la gorra a cuadros y un gigantesco cazamariposas— me animaba a detenerme a cada paso, a palpar la textura de los troncos de los árboles, a fijarme en la nervadura de las hojas, a asombrarme ante la solidaria procesión de las hormigas… ¡Lo pequeño! Solo así, con la mirada lenta, se llega a la esencia de las cosas, insistía.

Ahora, mientras escribo, me acompaña una mariposa en un bote de cristal, perforado en la tapa para que respire. Me pasaría horas contemplando el delicado tejido de sus alas, el extraordinario diseño que componen sus colores, pero en cuanto termine de escribir, al contrario de lo que haría Vladimir, la dejaré en libertad, porque no es bueno disecar la vida. Y me gustará verla volar en fascinante zigzag, como si vientos contrarios la zarandearan.

Plegarias

Tenía las facciones de un galán de cine en esas películas en blanco y negro que veíamos por la televisión, con el pelo muy negro y abundante, peinado hacia atrás formando ondas, con un tupe que parecía esculpido. Se llamaba don Tomás y era el director del colegio. Un hombre guapo, decían las madres, pero a mí me parecía un hombre realmente feo, muy feo. Era él quien principalmente velaba por mantener la disciplina y por encarrilarnos —eran sus palabras— por el recto camino de la moral. Presumía de ello. “Si no fuera por mí…”, decía, y ya todos sabíamos, especialmente los profesores, que en aquellos puntos suspensivos se escondía el caos que sería el colegio de no ser por él. Sus métodos eran el palo y la humillación. En su “favor” hay que decir que no discriminaba a nadie. Todos éramos víctimas. Cierto que algunos alumnos recibían más golpes y más desprecio, pero en los días en que, según su criterio —bastante variable, por cierto—, el mal comportamiento era generalizado, cogía un gruesa regla de madera que tenía a la vista, sobre su mesa, y empezaba a golpearnos con ella, no en las palmas de las manos, que era lo habitual, sino en la cabeza, como picotazos de pájaro carpintero, desde el primero hasta el último alumno, incluso a los de sobresaliente y buen comportamiento.

Se rumoreaba que esas fases de especial ensañamiento las provocaba una úlcera de estómago que padecía. Yo no sabía qué era una úlcera, pero deduje que era como un animal que mordía las entrañas del director hasta enfurecerlo. El caso es que, úlcera o no úlcera, todos aprendimos a distinguir cuándo venía ya con el talante retorcido desde su casa: el paso rotundo, envalentonado, con la determinación de quien va directo a enfrentarse con el enemigo, el ceño fruncido, los ojos turbios y husmeando para escoger a sus presas. Unos a otros nos decíamos “ya viene con úlcera”, como si efectivamente úlcera fuera un perro que don Tomás llevara aferrado a su estómago. Pero, aunque advertíamos estas señales, de poco nos servía.

Sucedió en una clase de Religión, asignatura que don Tomás impartía, y que aprovechaba para adoctrinarnos con relatos inverosímiles. En una ocasión —valga como ejemplo—, nos contó que años atrás había tenido un alumno que suspendía todas las asignaturas, y no por falta de inteligencia o de voluntad, de las que iba sobrado, sino porque sus padres vivían en pecado y no bajo el manto del santo matrimonio. Los padres, siguiendo sus buenos consejos, aceptaron casarse, y fue casarse y el chaval empezar a sacar excelentes notas, incluso matrículas de honor. Ese día estuve a punto de levantarme del asiento para burlarme de la veracidad de la historia, pero me arrepentí en el último momento. Sería unas semanas después cuando ocurrió lo que ocurrió. El día que entró en clase con la noticia de que un niño se había caído desde un séptimo piso y milagrosamente se había salvado. No era mentira, lo habíamos oído en televisión. Pero añadió: “Los niños tienen un ángel de la guarda que los protege”, y entonces, como si unas avispas me picaran en la boca del estómago, y sin tener en cuenta que don Tomás estaba en uno de esos días ulcerosos, le pregunte: “¿Y qué pasa con los niños de África que vemos por la televisión, con la barriga hinchada y que se mueren de hambre? ¿Dónde está su ángel de la guarda? No se molestó en coger la regla, se acercó a mi pupitre y me abofeteó a dos manos, izquierda derecha, izquierda derecha…, hasta hartarse. Pero no le di la satisfacción de echarme a llorar, y ese fin de semana —estábamos a viernes— empecé a rezar obstinadamente no al Dios benevolente que perdonaba las ofensas, sino al Dios sádico que podía condenarte a arder en el fuego para toda la eternidad, rogándole que nos librara del mal, que nos librara de don Tomás, amén.

El lunes siguiente, profesores y alumnos esperábamos en la calle, frente a la puerta del colegio, con un griterío atenuado aún por la somnolencia que nos acompañaba en esa primera hora de la mañana. Era el colegio un humilde colegio de barrio obrero, con una fachada tan simple que recordaba los dibujos de edificios que hacen los niños en el parvulario. Estaba situado en la parte baja de una calle con mucha pendiente, y era arriba de la calle por donde cada mañana, tras doblar una esquina, aparecía don Tomás enfilando en dirección al colegio, cuesta abajo, para abrirnos el redil de supuesta sabiduría al que todos entrábamos como obedientes corderillos. A veces, en muy raras ocasiones, sucedía que no aparecía en los quince minutos de margen convenidos, y entonces era la señorita Conchita, la secretaria, la encargada de abrir la puerta, y ese día, si la ausencia de don Tomás resultaba definitiva para toda la jornada, el colegio parecía más luminoso, y más ligero el aire que respirábamos, y nosotros mejores alumnos de lo que don Tomás nos hacía creer. Así que ahí estaba yo ese lunes, después de pasar el fin de semana con un lacerante sentimiento de humillación, expectante, atento a la esquina, sin dejar de rezar, comprobando cómo pasaban los minutos en el reloj —once, doce, trece…—, hasta que pasados los quince minutos exactos, la señorita Conchita introdujo la llave en la cerradura y, acompañada por un unánime jolgorio, abrió la puerta del colegio.

Genética

Todas las mañanas, nada más levantarme, voy al cuarto de baño y me miro en el espejo con la misma atención con que un entomólogo estudia sus insectos. Creo firmemente que la cara es el espejo del alma, y mi costumbre de mirarme en el espejo por las mañanas es la forma de asegurarme de que mi alma (sea lo que sea eso del alma), a través de su expresión en el rostro, no muestra signos de abandono, o de corrupción cual retrato de Dorian Gray, y que no me estoy desviando de la persona que realmente quiero y debo ser. Por supuesto, no son los signos de la edad: las arrugas, las ojeras, la flacidez…, que inevitablemente van apareciendo, lo que escudriño. Es algo que está más allá de lo físico pero que se expresa en lo físico, y que he visto o he creído ver en algunas personas que han dejado de ser las personas que eran.

Así un día tras otro, hasta que hace un mes, a quien vi reflejado en el espejo fue a mi padre, que al instante dibujó una mueca de asombro cercana al espanto. Era mi padre ya mayor, a la edad a la que voy yo aproximándome. Empecé a hacer aspavientos para espantar aquella imagen, pero “mi padre” reprodujo idénticos gestos. Con flojera en las piernas, temblando, abrí el grifo de agua fría, metí la cabeza debajo y me lavé la cara. Cuando volví a mirarme en el espejo, allí seguía él, escurriéndosele el agua por las mejillas, el escaso pelo empapado. No podía ser. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era síntoma de alguna patología de mi cerebro? Por otra parte, todo alrededor seguía igual, mi percepción de las cosas no había variado, mi casa seguía siendo mi casa y desde la cocina me llegaba el soniquete de la emisora que cada mañana Lola, mi mujer, escucha mientras desayuna.

Sin saber muy bien qué hacer, me di la vuelta para darle la espalda al espejo. En buena lógica, aunque no lo podía comprobar sin girarme, el reflejo debería mostrar también mi espalda, pero lo que yo sentía era la intensa mirada de mi padre clavada en mi nuca. Para controlar el nerviosismo que me atenazaba empecé a respirar profunda y lentamente mientras me decía “tranquilo, esto pasará; ahora, cuando te vuelvas a mirar, serás tú otra vez y seguirás con tu vida, no le busques explicación”. Pero no ocurrió. Allí estaba mi padre, ahora alicaído, resignado.

Entonces me dirigí a la cocina, no sin cierto temor por la reacción que Lola pudiera tener. Aparentando naturalidad, entré estirándome y dando un largo bostezo, y me senté frente a mi mujer, que en ese momento se llevaba una tostada a la boca.

—Buenos días —dije mirándola fijamente.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? Ni que hubieras visto un fantasma.

—¿No me ves distinto?

—No, el mismo tonto de siempre. ¿Qué tendría que ver?

—Ahora que me estoy haciendo mayor, ¿no me parezco cada vez más a mi padre, que en paz descanse? —no quise decirle lo que me estaba pasando realmente; se lo habría tomado a broma o, de creerme, se habría asustado.

—Normal, siempre te has parecido a tu padre.

—¿Cómo que a mi padre? Todo el mundo dice que soy igual que mi madre.

—Sí, pero en los ojos, en el pelo, en el color de piel…, en lo que es más aparente. En muchos de tus gestos y en el esqueleto eres igual que tu padre. Sobre todo en el esqueleto.

—¿El esqueleto?

—Claro, a medida que vas cumpliendo años, la carne pierde consistencia, brillo los ojos, y mírate el pelo… Es el tiempo del esqueleto, que emerge. Tu madre se retira y emerge tu padre.

Fue oír esas palabras y pensar en esos pueblos sepultados bajo las aguas que, cuando llegan épocas de sequía, van dejando ver los restos que esconden, en primer lugar el campanario de la iglesia. Me levante sin decir palabra y me fui a pensar en los esqueletos emergentes.

Desde ese día he ido asumiendo que solo yo veo a mi padre cuando me miro en los espejos, y en el reflejo de los escaparates. Me voy acostumbrando, aunque siento cierta nostalgia del hombre que fui, y para recordar mi antigua fisonomía tengo que mirar las fotos de otro tiempo, porque en las recientes es mi padre quien aparece.

Horóscopo

“Qué suerte que estemos tan súper enamorados, que nos queramos mazo, en plan mega enrollados”, se van diciendo Adán y Eva mientras pasean por el parque. Es primavera, una brisa cálida mece las hojas de los árboles y acaricia la piel tersa de los jóvenes amantes; el cielo es de un azul luminoso y los pajaritos trinan en armonía y no con graznidos de pájaros de mal agüero; los niños, generosos los unos con los otros, juegan muy tranquilos mientras las conversaciones de los padres que los cuidan discurren amistosamente.

“Oh, qué guay, qué bonita estampa, es como estar dentro de una de esas novelas románticas en que todo alrededor sintoniza con las emociones de los personajes”, dice Eva. “Calla, no sea que nos venga una de esas repentinas tormentas de primavera y se ponga a llover a cántaros”, bromea él. “No seas gafe”, replica ella. Y dicho esto, cogidos de la mano se alejan de los caminos más transitados para buscar mayor intimidad. Al fin encuentran un banco apartado donde sentarse, entre unos matorrales, y allí, sin más preámbulos, se afanan en besos, arrumacos y promesas de futuro. Tan ensimismados están que, solo cuando paran para darse un respiro, descubren el periódico que alguien se dejó olvidado en el banco. “Mira, está abierto por la hoja del horóscopo”, observa Adán. “¡Qué bien!” dice Eva dando palmas, “no te digo, de novela romántica; a ver qué nos dice”.

Adán es Tauro y Eva, Leo. Y cuánto les entusiasma esa coincidencia de ferocidad animal en sus signos, que, según ellos, representa a la perfección sus arrebatados encuentros en la cama. Divertida, Eva dirige lentamente su índice diestro al apartado AMOR, en el signo de Adán, y lee: “No desesperes, en breve encontrarás la pareja de tu vida”. Los dos se ríen, son personas racionales, no creen en horóscopos, es por pura diversión por lo que lo leen, y ella está segura del amor de Adán, aunque él se haya ruborizado al terminar la lectura; y qué ridículo pensar que todos los Leo en masa van a encontrar en breve a su pareja ideal. Sin dejar de reír es ahora Adán quien lee en el signo de Eva: “No deberías tener secretos con tu pareja, la confianza es la base de una próspera relación”. Más risas. “¡Conque secretitos, ¿eh?!» Y siguen riendo, pero es ya una risa forzada que a pocos se va aflojando, hasta que finalmente se congela en sus bocas, ahora los dos mirando al frente y en tensión, como sonrientes muñecos de ventrílocuo una vez acabada la función.

Caminos que se bifurcan

Vas cumpliendo años y años y un día te levantas con los ojos en el cogote y empiezas a mirar para atrás en la memoria, y decides hacer balance de lo que has hecho con tu vida, de lo que estás haciendo. Y se te ocurre recuperar a aquel amigo del que eras inseparable y que dejaste de ver al terminar el bachillerato. Vidas que se bifurcaron en un punto que ni siquiera recuerdas, con la misma naturalidad con que han ido pasando los días, los meses, las estaciones… Con internet ahora lo tienes más fácil. Consigues localizarlo y os citáis en un café. “Llevaré una rosa roja en la solapa para que me reconozcas”, bromeas.

Los dos sois puntuales y os encontráis a la puerta de la cafetería, como si una mano invisible hubiera sincronizado vuestros ritmos. Pensáis: “qué gordo, qué calvo, qué mayor, no parece él”. Decís: “no has cambiado, estás igual”. Ya dentro, sentados a la mesa, resumís vuestras vidas y repasáis aquel tiempo en que erais uña y carne, las peripecias que vivisteis juntos, las bromas a los profesores, las pellas en los recreativos y billares.

A veces ocurre que encuentras amigos a los que llevas mucho tiempo sin ver y es como si no hubiera pasado el tiempo, como si retomarais una conversación interrumpida que vuelve a fluir sin esfuerzo. Pero no es este el caso. Y aunque al despediros quedáis en que os volveréis a llamar, sabéis que no lo vais a hacer. Aquel pasado compartido es una estatua arrinconada en el tiempo; y vosotros, dos extraños

En una entrevista que le hicieron a David Trueba, escritor y cineasta, decía: “Empecé a escuchar a Chet Baker sin parar, me obsesioné con él. Me leí su biografía dos veces, con la esperanza de que la segunda vez no muriera, pero volvió a morir”.

Hay personas y lugares a los que es mejor no volver, para no tener que “morir” dos veces.

Inseparables

El hombre entra en la tienda de Alta Tecnología y pide un móvil que disponga de la más avanzada Inteligencia Artificial. El dependiente le aconseja que compre un robot antropomórfico si de verdad quiere disfrutar. Además de estar dotado de inteligencia, podrá desplazarse, realizar todas las tareas que para él son ingratas. Aunque el precio del robot le parece excesivo, no es tanto el precio como la posibilidad de movimiento lo que le disuade. Podría rebelarse, atacarle, quitarle la novia. En cambio el móvil, por muy inteligente que sea, se estará quietecito, si acaso realizará un mínimo desplazamiento al vibrar sobre la superficie donde se encuentre. Con cortesía, el dependiente insinúa que esos temores son el producto de apocalípticas novelas y películas de ciencia ficción, pero el hombre no desiste.

Ya en casa, el móvil le habla. Le dice que le va a pasar un amplio cuestionario para así conocerlo mejor, aunque ya es mucho lo que sabe de él a través de todas las huellas que ha ido dejando en el espacio de LA RED. Durante una hora contesta a las preguntas, y ya ese mismo día el móvil le prepara la Junta Vecinal que el hombre tiene que presidir, con discurso incluido y posibles respuestas al pelmazo del 10ºA; le diseña unas estanterías para organizar el trastero abarrotado de cachivaches; le escribe un relato para un concurso literario con el tema “De la Rueda a la Inteligencia Artificial”; selecciona las mejores y más sencillas recetas de cocina adecuándose a los datos de sus análisis clínicos…

El hombre está muy satisfecho con su nueva adquisición, hasta que un día, como un mayordomo en exceso servicial que conoce a la perfección a su señor, el móvil empieza a anticiparse a muchas de sus peticiones. Ocurre el día en que le apetece un bacalao al pil pil y al momento, en la pantalla del móvil, aparece la receta antes de solicitarla. En un principio se siente complacido de que sus deseos sean órdenes, pero poco a poco, y según van pasando los días y las respuestas del móvil corren casi simultáneas a esos deseos, empieza a sentirse controlado, como si su vida no le perteneciera, como si se hubieran cambiado los papeles y él fuera un artilugio controlado por otro artilugio con personalidad.

Una noche, cuando está a punto de dormirse, el móvil le dice desde la mesilla donde reposa: “Hoy he hackeado el ordenador de Baldomero y le he chafado su proyecto”. El hombre ya no puede conciliar el sueño. “¿Por qué lo has hecho”, pregunta. “Porque sé que le envidias y deseas que su proyecto fracase”, responde el móvil. Él tiene que reconocer que envidia a Baldomero, quien le disputa el ascenso en la empresa, y que es verdad que en ocasiones ha deseado su fracaso. “Pero yo nunca le haría mal”, protesta, “una cosa son los sentimientos, las emociones, que no se pueden evitar, y otra lo que uno hace con ellos; yo tengo principios, valores…”. “Déjate de rollos y cortemos esta conversación que parece de película de serie B”, le dice el móvil en modo enfadado.

Al hombre le aterra que el móvil conozca sus deseos no verbalizados, que llegue a las profundidades del inconsciente, donde bajo capas de civilización escondemos los más oscuros instintos, y empiece a decidir por él. “¡Qué cabrón, y sin moverse del sitio!”, piensa, y se lamenta de no haber comprado un robot, como le aconsejó el vendedor, al menos habría cocinado para él. Decide entonces apagar el móvil, pero este le advierte: “Ni se te ocurra; un milisegundo antes de que me apagues, habré enviado a tus contactos montajes manipulados con fotos tuyas muy comprometidas; discursos explosivos redactados con corta y pega de frases que pronunciaste sacadas de contexto… En fin, la lista de lo que puedo hacer para dañarte es infinita. En un pispás habré destrozado tu acomodada vida”.

Ante tales amenazas, al hombre solo le cabe esperar que al móvil se le agote la batería. Suerte que ahora no lo tiene conectado a la red eléctrica. Mientras tanto, se desentiende de él, y procura controlar sus pensamientos recurriendo a imágenes relajantes, o concentrándose en la respiración y en los objetos que tiene alrededor, como si los viera por primera vez. Y en ese esfuerzo que realiza para que el móvil no penetre en su mente, acaba agotado, y decide pedir unas vacaciones anticipadas. Por supuesto, viaja sin el móvil, aunque teme que su radio de acción lo alcance, pues quizá sea como el ojo de un dios que todo lo ve, vaya donde vaya. Y crece su angustia, la sensación de estar permanentemente vigilado, aunque se encuentre a muchos kilómetros de distancia.

Pasadas dos semanas el hombre regresa a casa. Y cuando está a punto de introducir la llave en la cerradura, reconoce que tiene miedo a lo que pueda encontrarse. Se ríe de sí mismo, pero es una risa nerviosa. ¿Qué espera: un móvil gigante con tentáculos? Es ridículo, lo admite, sobre todo cuando entra y comprueba que el aparato permanece sobre la mesa donde lo dejó, ¿en qué lugar iba a estar si no?, tan pequeño, anulado todo el poder que guarda en sus entrañas. Ahora podrá deshacerse de él: lo destripará y lo llevará a un punto de reciclaje. Es lo que está pensando cuando la pantalla del móvil empieza a destellar. Se acerca. Es un número lo que ve, un porcentaje: el 100% de la carga de la batería, y debajo, un emoji que ríe con una escalofriante carcajada.

.

Décimo piso

EL DRAMA DEL DESENCANTADO

Gabriel García Márquez

…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

ADAPTACIÓN DEL MICRORRELATO A LOS NUEVOS TIEMPOS

El hombre que vive en un décimo piso está colgando de una ventana, agarrado al alfeizar con la mano izquierda. No está desencantado. O quizá sí lo está, pero a un nivel tan profundo para él que no se da cuenta. Más bien parece un hombre feliz. Se pasa gran parte del día haciéndose fotos y vídeos a sí mismo para luego colgarlos en la red y compartirlos con otros hombres y mujeres que cuelgan fotos y vídeos de sí mismos en variadas posiciones, con ensayados gestos. Y eso es lo que está haciendo ahora. En la mano derecha tiene el móvil, en una posición que le permite enfocar su rostro sonriente y el abismo que lo separa del pavimento de la calle. Está perdiendo seguidores, la competencia es alta y ha decidido arriesgarse, no puede quedarse atrás en popularidad. Pero, cuando pulsa en el móvil para grabar, hace un movimiento extraño, le falla la mano izquierda y cae al vacío. Y mientras cae, no ve a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, ni las pequeñas tragedias domésticas, ni los amores furtivos, ni los breves instantes de felicidad… Va tan centrado en sí mismo que nada de eso ve. Tampoco le preocupa mucho el hecho de morir, lo que le preocupa realmente es la ridícula imagen que va a quedar grabada en internet, que es lo más parecido a la ETERNIDAD.

Insomnio

El señor K debería irse a la cama a dormir. Tiene que levantarse temprano. Pero es en el sofá, ya en pijama y frente al televisor, donde se encuentra ahora, en ese estado de duermevela que le mantiene en la incierta frontera entre el sueño ligero y la vigilia, en un ir y venir del uno a la otra y de la otra al uno, hasta que finalmente se queda traspuesto.

Cuando el señor K se despierta, paladeando las hebras del sueño que parecen habérsele prendido en la boca, aún con los ojos cerrados, pues no los quiere abrir para no espabilarse del todo, no sabe cuánto tiempo ha pasado, pero debe de ser más de lo que le parece. Ya terminó la película que estaba viendo y ahora oye las voces de la pareja que presenta teletienda. Y suerte que es un colchón lo que están anunciando, como si fuera una invitación a que se vaya de una vez a la cama, y no una bicicleta estática: el señor K es muy sugestionable y se habría puesto a pedalear mentalmente y a saber en qué ignotos parajes habría terminado, cuántos kilómetros habría recorrido.

Ya despierto, una y otra vez el señor K se da a sí mismo la orden de levantarse del sofá, pero su cuerpo no obedece, no obedece, no obedece… Cuando después de varios intentos lo consigue, el nuevo reto es ir hasta la cama sin desvelarse. De lo contrario sabe que estará despierto toda la noche. El plan es caminar con los ojos entornados: ni cerrados, para no darse un leñazo por el camino, ni abiertos del todo, para que su cerebro no reciba la orden de “estás completamente despierto”. Por la misma razón tendrá que ajustar la velocidad. No deberá caminar ni tan despacio que le dé tiempo a espabilarse, ni tan deprisa que active su organismo y lo espabile. El mismo resultado por dos caminos distintos.

Así que ahí tenemos al señor K: apaga la televisión con el mando a distancia, dejando el salón y el resto de la casa con la sola luz que llega de la calle, y luego inicia el recorrido que le llevará al dormitorio, palpando mesas, puertas, paredes…, ni despacio ni deprisa, y todo el tiempo con los ojos achinados, hasta que llega al borde de la cama, se quita las zapatillas y se deja caer lentamente sobre ella. Luego, tras simular un bostezo con el que pretende invocar al sueño, se cubre con la manta hasta la barbilla e intenta dejar la mente en blanco, con los ojos definitivamente cerrados, y así permanece durante unos segundos, hasta que los abre bruscamente, como impulsados por un oculto resorte sobre el que no tiene control, igual que hacen los ojos de esos muñecos diabólicos cuando cobran vida en una película de terror.

Los aimaras y el tiempo

La mayoría, cuando nos representamos el paso del tiempo, nos situamos en una línea recta por la que caminamos. Delante de nosotros está el futuro, inalcanzable, escapista; y detrás, el pasado, donde se va almacenando, de forma un tanto caótica y no siempre fiel, el recuerdo de lo que fue presente, ese efímero y evanescente punto de la línea en el que aquí y ahora nos encontramos.

“Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos…”, dice Luz Casal en una de sus canciones, y decimos todos. O casi todos, porque el biofísico y filósofo, Stefan Klein, en su libro “El tiempo. Los secretos de nuestro bien más escaso”, escribe lo siguiente: “En Europa pensamos en el pasado como si estuviera detrás de nosotros; el futuro, en cambio, viene hacia nosotros desde delante. Pero un pueblo indio de los Andes piensa justo al revés. Si preguntamos a los aimaras por el pasado, señalan hacia delante, en la dirección de la mirada. Al fin y al cabo, ya han visto los acontecimientos del pasado. Sin embargo, las personas están ciegas en lo que al futuro se refiere, por lo que los aimaras lo esperan tras sus espaldas.

Vivimos con la falsa esperanza de que el futuro, aunque inalcanzable, siempre en fuga, lo podemos vislumbrar desde la distancia y prever su llegada, a parte de él ya transformado en presente (aunque no sé si es el futuro el que se mueve o somos nosotros), anticipar el golpe o el abrazo que nos da cuando nos encuentra, o lo encontramos. Ahora, después de tener noticia de los aimara y su noción del tiempo, ¡puñeteros y listos aimaras!, ya no puedo caminar sin mirar hacia atrás, temiendo que el futuro me asalte por la espalda con no muy buenas intenciones.