
¿Sabe usted que la paciencia es la mejor cualidad que ha de tener un peluquero? Paciencia para que las tijeras y la cuchilla no se le desmanden y hagan un estropicio. Pero todo tiene un límite, y hoy lo he rebasado. Aunque no sé por qué precisamente hoy, pues a ver quién es el listo capaz de analizar las circunstancias que han tenido que concurrir para que mi paciencia, después de tantos años, haya llegado por fin al límite de su resistencia. Así que no me pregunte por qué hoy. Aunque, claro, qué puñetas va a preguntar, si es precisamente este silencio suyo el motivo de que mi paciencia se haya agotado. Porque llega usted aquí, masculla unas palabras ininteligibles, que lo mismo pueden significar “buenos días” que “que te parta un rayo”, se sienta y, hala, córteme el pelo, sin ya volver a abrir la boca hasta que se despide, es un decir, con un farfullar gemelo del anterior. Y mire que yo intento ser amable y dar pie a la conversación. Pero usted erre que erre con ese obstinado silencio, como si yo no existiera, como si formara parte del mobiliario de la peluquería. Y así van quince años, que son los que lleva frecuentando este establecimiento. Lo sé porque fue usted precisamente quien estreno el sillón en el que ahora está sentado. Aunque no tiene por qué acordarse, pues el jodido sillón y la jodida peluquería son míos. Y disculpe que le hable en este tono, pero ya le digo: todo tiene un límite. Su silencio ha ido creciendo dentro de mí como un tumor caníbal que se alimenta de mis nervios hasta hacerlos estallar. Porque solo aquel primer día de hace quince años se molestó el señor en dirigirme más de dos palabras para indicarme así el cogote, así las patillas, así el flequillo. Luego le bastaba con un “como siempre”, y por último, ¡para qué gastar saliva!, lleva años en que no dice ni pío, que ya sé yo lo que usted quiere, ¿verdad? Y tiene guasa, porque vale que este cortecito de pelo le sentara bien hace quince años, pero ahora, con esta cara gorda que se le ha puesto, y estas bolsas bajo los ojos de mirada ausente, que al segundo de sentarse ya están cerrados, y este pelo escaso, frágil, sin brillo… Y suerte, o mala suerte, según se mire, que ha dado conmigo, que no soy de esos peluqueros que cortan el pelo como les sale de las narices, presumiendo de estilistas. Yo me atengo a lo que me piden mis clientes, aunque tengan, como usted, el gusto en el culo; aunque salgan de aquí hechos unos adefesios y me perjudiquen con la publicidad de sus horrendas cabezas. Porque solo cuando ni ellos mismos saben lo que quieren o me dan libertad para actuar, me permito interpretar lo que realmente desean. Pero esa es otra cuestión. Ahora me gustaría saber por qué no me habla ni me mira; por qué, aun con lo ojos cerrados, no asiente o disiente con un ligero movimiento de la cabeza, solo eso, qué trabajo le cuesta. ¿Me tiene miedo? ¿Cree acaso que soy uno de esos peluqueros que se inmiscuyen en las vidas de sus clientes y luego chismorrean a los unos lo que le han contado los otros? No tiene que temer, soy un hombre discreto. Tengo fama de ello. Pregunte, pregunte en el barrio. No creo que nadie tenga la más mínima queja, ni de mis servicios como peluquero ni de mi discreción. Soy, permítame el exceso de lirismo, el río por donde navegan las barcas de los pensamientos de aquellos clientes que confían en mí. Un río en calma, acogedor. Y no vaya a creer que es fácil. Porque hay cada uno… Si supiera lo que tienen que soportar estos oídos. En más de una ocasión me he mordido la lengua para no perder el control, para que no se me vea la ira reflejada en el espejo ante las tamañas estupideces que aquí se vierten, quizá porque no esperan mi réplica, como no la espera el cura de sus feligreses en su sermón desde el púlpito. Aun así, lo prefiero al mutismo suyo tan insultante. Y este control del que le hablo lo da la profesionalidad. Una profesionalidad elegida y trabajada, pues no llegué a este oficio porque me viera abocado a él para ganarme las lentejas, ni por esas casualidades que te ofrece la vida en las que, igual que te encuentras un billete en el suelo, te encuentras una peluquería en la esquina, ni porque heredara el negocio de mi padre. No, señor, soy peluquero por vocación. Dejé la carrera de Derecho para dedicarme a lo que realmente me gusta, y soy un hombre leído. Le parecerá extraño, pero igual que otros niños quieren ser policías, bomberos o futbolistas, cuando a mí me preguntaban qué quieres ser de mayor, siempre respondía lo mismo: “peluquero”. Mis padres se reían. Incluso el mismo peluquero se reía. “Chaval, espero que tengas mayores aspiraciones”, me decía desde el espejo, más o menos lo que me diría la zorra de mi ex mujer, “qué vocación ni que niño muerto, lo que a ti te falta es ambición por prosperar”, se quejaba. Cada mes, mi madre me llevaba a la peluquería. Se quedaba allí sentada, leyendo una revista mientras el peluquero trajinaba en mi cabeza. Pero si había muchos clientes delante de nosotros, me dejaba esperando mi turno y se iba a hacer algún recado. Siempre había tebeos para matar la espera, pero yo prefería mirar como revoloteaban las manos del peluquero, como pájaros inquietos en torno a las cabezas, y oír el chaschás de las tijeras, y el rasrás de la cuchilla al afeitar, y las palmaditas sobre la cara para aplicar la loción de después del afeitado. Me gustaba observar la cantidad de botes sobre las repisas: de colonias, de champús, de ungüentos; y el pulverizador del agua con que el peluquero remataba luego su faena, una vez que, con una especie de revoleo torero, le quitaba al cliente el paño que le protegía de los pelos que iban cayendo. Y, sobre todo, me gustaba ver cómo se iban despoblando las cabezas de los clientes que me precedían, cubriendo el suelo con la pelambrera acumulada. A veces el peluquero me dejaba barrerla y amontonarla en un rincón, y el pelo de todos los clientes allí mezclados ejercía sobre mí una atracción extraña, la sensación de que estaba ante algo profundo que no era capaz de explicar. Podríamos decir que me sobrecogía. Una sensación muy parecida a la que sentía cuando acudíamos al cementerio para visitar la tumba del abuelo y yo me quedaba atrapado en las fechas de las lápidas y calculaba los años que habían vivido aquellas personas que yacían bajo tierra, ese tiempo que es un paréntesis en la nada. Ahora puedo ponerle palabras a aquel recuerdo: el pelo en las baldosas es metáfora de la existencia del hombre, expresa su caducidad, lo efímero de su vida. ¿Quién era, Parménides o Heráclito, aquel que decía que todo fluye, que nada permanece? No sé, siempre los confundo, pero da lo mismo, porque lo importante son las ideas, no los hombres que las producen, y ser peluquero es para mí más que un oficio, es una filosofía de vida. Cortar lo que va sobrando de la existencia, aquello que ya no nos sirve, que nos estorba. Y más tarde o más temprano seguimos el destino del pelo, cuando todo nosotros le sobramos a la vida. Y, joder, es curioso que le hable a usted así. Ha tenido que ser precisamente a usted, para quien soy invisible. Me doy cuenta de que mi indignación me lleva a mostrarme. Es mi forma de decirle que existo, que soy una persona y no una máquina de cortar el pelo. Y quizá ahora usted se digne a hablarme. Porque lo mismo pensaba que soy un ignorante y que no merecía la pena hablar conmigo. Pero le podría decir cómo es cada uno de ustedes, mis clientes. En mi cabeza tengo un mapa de todas sus cabezas. ¿Me escucha?: un mapa de sus cabezas en la mía. Conozco la geomorfología de sus cráneos: los lunares, las cicatrices, las protuberancias… Hasta sus sueños conozco. Día a día he ido estableciendo paralelismos entre esa morfología craneal y sus comportamientos. Porque ha de saber que los clientes, a excepción de usted, que parece mudo, y de esos que únicamente intercambian información deportiva o meteorológica, no solo vienen aquí a liberarse de su pelo, sino que me hablan de sus experiencias, de sus deseos y temores. Y no hay conversación, por superficial que parezca, que no me revele algún rasgo de esa persona. Pequeños retratos que voy componiendo para lograr una foto panorámica. He llegado a tal dominio que con solo ver una cabeza puedo decir cómo es esa persona y cómo es su vida. Usted, por ejemplo, no hace falta que me hable. Si me quejo de su silencio es porque con él me niega como persona y no porque yo necesite tener información acerca de usted. Su cabeza me habla, aunque la boca permanezca cerrada. Desde hace quince años, cada mes, su cabeza me habla. Bueno, también están esos días especiales en que usted se adelanta y rompe con la rutina de los meses, quizá una boda, un bautizo… Digo yo, porque ni siquiera en esos momentos en que el ser humano tiende a explayarse, suelta usted prenda. A veces he llegado a pensar que no es usted humano. Que es un extraterrestre que baja de su planeta una vez al mes para cortarse el pelo en esta insignificante peluquería de nuestro insignificante plantea Tierra. Siempre con esa expresión de a mí que me dejen en paz. Y luego, una vez que sale de aquí, adquiere su verdadera fisonomía. Tal vez tiene tentáculos o una especie de trompa por nariz. Pero, bromas a parte, este corte de pelo ridículo que, ya le digo, estaba bien hace quince años, ahora… En fin, me temo que cuando usted se mira en el espejo, no ve al hombre real, sino al joven que tiene grabado en su memoria. Y esto me hace pensar que, como yo ahora, también usted vive usted solo, que no tiene una mujer que le diga que estas no son formas, que su peinado y su fisonomía deberían correr vidas separadas, que recuerda usted a esas fotos que uno se hace en la feria en un cuerpo de cartón y cuyo objetivo es provocar la risa, que este corte de jovenzuelo que usted lleva debería dejarlo para las fiestas de disfraces. O quizá sí hay alguien, pero le ha dado a usted por imposible, o hace tiempo que le mira y no le ve, o ella es como usted y vive también del recuerdo de lo que fueron. Aunque igual me estoy pasando de listo y esa mujer está realmente enamorada y tampoco ve su verdadero rostro. Pero no lo creo, me jugaría la peluquería a que no es así, pues de lo contrario no tendría usted esta cara de sopa congelada que tiene. Y su cráneo me dice que es usted un hombre triste, meticuloso en extremo, tan refinado que casi no existe. Esto último que le he dicho, lo del refinamiento, no es mío, no quiero llevarme méritos que no me corresponden. Lo leí en algún libro y me pareció magnífico, porque toda vida para ser realmente humana tiene que tener algo de animal, de primitivo. Y usted, permítame que le diga, parece que está muerto. Un auténtico ceporro sentado en este sillón. Un ceporro refinado que se me pone a cabecear, como ahora, que creo que apenas me escucha. Mi voz como el zumbido de un moscardón. Pero hoy, señor, ya le he dicho, he llegado al límite de mi paciencia. Me gustaría rebanarle el pescuezo. Sería fácil con esta cuchilla que ahora deslizo por su cogote. Porque usted no me habla, pero pone su vida en mis manos, me ofrece su cuello. Aunque tampoco es tan raro, lo hacemos todos los día, el confiar en los demás, digo, confiar incluso en personas que apenas conocemos: en el conductor del autobús, en el vecino que enciende el gas para cocinar, en el camarero que nos sirve la comida… Y ahora yo podría cortarle su confiada y silenciosa cabeza. Conducirlo a la muerte de verdad. Y sus ojos, al abrirse, ya no verían el reflejo de su cara en el espejo. Porque si es verdad que seccionada la cabeza restan unos segundos de vida, sus ojos tendrían una imagen movida de la peluquería, como si estuviera en medio de un terremoto, y luego, ya la cabeza en el suelo, tal vez tuvieran tiempo de ver, por última vez y sobre las baldosas, el pelo que le acabo de cortar. Cabeza, pelo y cuerpo separados al final de la vida. Sí, eso es lo que me gustaría hacer. Lo que en algún momento de este monólogo he pensado hacer, he estado a punto de hacer. Pero puede estar tranquilo. Ya le he dicho que soy un profesional. Su cabeza seguirá en su sitio. Le dejaré este flequillo ridículo que usted insiste en mantener, le daré dos palmaditas en el hombro para espabilarle, le pulverizaré el agua en su cogote y dejaré que se vaya con su silencio y con su muerte pequeña. Y, por favor, disculpe mi atrevimiento. No volverá a ocurrir. El cliente siempre tiene razón. Si usted quiere guardar silencio, está en su derecho. Al fin y al cabo solo soy su peluquero y usted solo viene aquí para cortarse el pelo.








