Monólogo de un peluquero

¿Sabe usted que la paciencia es la mejor cualidad que ha de tener un peluquero? Paciencia para que las tijeras y la cuchilla no se le desmanden y hagan un estropicio. Pero todo tiene un límite, y hoy lo he rebasado. Aunque no sé por qué precisamente hoy, pues a ver quién es el listo capaz de analizar las circunstancias que han tenido que concurrir para que mi paciencia, después de tantos años, haya llegado por fin al límite de su resistencia. Así que no me pregunte por qué hoy. Aunque, claro, qué puñetas va a preguntar, si es precisamente este silencio suyo el motivo de que mi paciencia se haya agotado. Porque llega usted aquí, masculla unas palabras ininteligibles, que lo mismo pueden significar “buenos días” que “que te parta un rayo”, se sienta y, hala, córteme el pelo, sin ya volver a abrir la boca hasta que se despide, es un decir, con un farfullar gemelo del anterior. Y mire que yo intento ser amable y dar pie a la conversación. Pero usted erre que erre con ese obstinado silencio, como si yo no existiera, como si formara parte del mobiliario de la peluquería. Y así van quince años, que son los que lleva frecuentando este establecimiento. Lo sé porque fue usted precisamente quien estreno el sillón en el que ahora está sentado. Aunque no tiene por qué acordarse, pues el jodido sillón y la jodida peluquería son míos. Y disculpe que le hable en este tono, pero ya le digo: todo tiene un límite. Su silencio ha ido creciendo dentro de mí como un tumor caníbal que se alimenta de mis nervios hasta hacerlos estallar. Porque solo aquel primer día de hace quince años se molestó el señor en dirigirme más de dos palabras para indicarme así el cogote, así las patillas, así el flequillo. Luego le bastaba con un “como siempre”, y por último, ¡para qué gastar saliva!, lleva años en que no dice ni pío, que ya sé yo lo que usted quiere, ¿verdad? Y tiene guasa, porque vale que este cortecito de pelo le sentara bien hace quince años, pero ahora, con esta cara gorda que se le ha puesto, y estas bolsas bajo los ojos de mirada ausente, que al segundo de sentarse ya están cerrados, y este pelo escaso, frágil, sin brillo… Y suerte, o mala suerte, según se mire, que ha dado conmigo, que no soy de esos peluqueros que cortan el pelo como les sale de las narices, presumiendo de estilistas. Yo me atengo a lo que me piden mis clientes, aunque tengan, como usted, el gusto en el culo; aunque salgan de aquí hechos unos adefesios y me perjudiquen con la publicidad de sus horrendas cabezas. Porque solo cuando ni ellos mismos saben lo que quieren o me dan libertad para actuar, me permito interpretar lo que realmente desean. Pero esa es otra cuestión. Ahora me gustaría saber por qué no me habla ni me mira; por qué, aun con lo ojos cerrados, no asiente o disiente con un ligero movimiento de la cabeza, solo eso, qué trabajo le cuesta. ¿Me tiene miedo? ¿Cree acaso que soy uno de esos peluqueros que se inmiscuyen en las vidas de sus clientes y luego chismorrean a los unos lo que le han contado los otros? No tiene que temer, soy un hombre discreto. Tengo fama de ello. Pregunte, pregunte en el barrio. No creo que nadie tenga la más mínima queja, ni de mis servicios como peluquero ni de mi discreción. Soy, permítame el exceso de lirismo, el río por donde navegan las barcas de los pensamientos de aquellos clientes que confían en mí. Un río en calma, acogedor. Y no vaya a creer que es fácil. Porque hay cada uno… Si supiera lo que tienen que soportar estos oídos. En más de una ocasión me he mordido la lengua para no perder el control, para que no se me vea la ira reflejada en el espejo ante las tamañas estupideces que aquí se vierten, quizá porque no esperan mi réplica, como no la espera el cura de sus feligreses en su sermón desde el púlpito. Aun así, lo prefiero al mutismo suyo tan insultante. Y este control del que le hablo lo da la profesionalidad. Una profesionalidad elegida y trabajada, pues no llegué a este oficio porque me viera abocado a él para ganarme las lentejas, ni por esas casualidades que te ofrece la vida en las que, igual que te encuentras un billete en el suelo, te encuentras una peluquería en la esquina, ni porque heredara el negocio de mi padre. No, señor, soy peluquero por vocación. Dejé la carrera de Derecho para dedicarme a lo que realmente me gusta, y soy un hombre leído. Le parecerá extraño, pero igual que otros niños quieren ser policías, bomberos o futbolistas, cuando a mí me preguntaban qué quieres ser de mayor, siempre respondía lo mismo: “peluquero”. Mis padres se reían. Incluso el mismo peluquero se reía. “Chaval, espero que tengas mayores aspiraciones”, me decía desde el espejo, más o menos lo que me diría la zorra de mi ex mujer, “qué vocación ni que niño muerto, lo que a ti te falta es ambición por prosperar”, se quejaba. Cada mes, mi madre me llevaba a la peluquería. Se quedaba allí sentada, leyendo una revista mientras el peluquero trajinaba en mi cabeza. Pero si había muchos clientes delante de nosotros, me dejaba esperando mi turno y se iba a hacer algún recado. Siempre había tebeos para matar la espera, pero yo prefería mirar como revoloteaban las manos del peluquero, como pájaros inquietos en torno a las cabezas, y oír el chaschás de las tijeras, y el rasrás de la cuchilla al afeitar, y las palmaditas sobre la cara para aplicar la loción de después del afeitado. Me gustaba observar la cantidad de botes sobre las repisas: de colonias, de champús, de ungüentos; y el pulverizador del agua con que el peluquero remataba luego su faena, una vez que, con una especie de revoleo torero, le quitaba al cliente el paño que le protegía de los pelos que iban cayendo. Y, sobre todo, me gustaba ver cómo se iban despoblando las cabezas de los clientes que me precedían, cubriendo el suelo con la pelambrera acumulada. A veces el peluquero me dejaba barrerla y amontonarla en un rincón, y el pelo de todos los clientes allí mezclados ejercía sobre mí una atracción extraña, la sensación de que estaba ante algo profundo que no era capaz de explicar. Podríamos decir que me sobrecogía. Una sensación muy parecida a la que sentía cuando acudíamos al cementerio para visitar la tumba del abuelo y yo me quedaba atrapado en las fechas de las lápidas y calculaba los años que habían vivido aquellas personas que yacían bajo tierra, ese tiempo que es un paréntesis en la nada. Ahora puedo ponerle palabras a aquel recuerdo: el pelo en las baldosas es metáfora de la existencia del hombre, expresa su caducidad, lo efímero de su vida. ¿Quién era, Parménides o Heráclito, aquel que decía que todo fluye, que nada permanece? No sé, siempre los confundo, pero da lo mismo, porque lo importante son las ideas, no los hombres que las producen, y ser peluquero es para mí más que un oficio, es una filosofía de vida. Cortar lo que va sobrando de la existencia, aquello que ya no nos sirve, que nos estorba. Y más tarde o más temprano seguimos el destino del pelo, cuando todo nosotros le sobramos a la vida.  Y, joder, es curioso que le hable a usted así. Ha tenido que ser precisamente a usted, para quien soy invisible. Me doy cuenta de que mi indignación me lleva a mostrarme. Es mi forma de decirle que existo, que soy una persona y no una máquina de cortar el pelo. Y quizá ahora usted se digne a hablarme. Porque lo mismo pensaba que soy un ignorante y que no merecía la pena hablar conmigo. Pero le podría decir cómo es cada uno de ustedes, mis clientes. En mi cabeza tengo un mapa de todas sus cabezas. ¿Me escucha?: un mapa de sus cabezas en la mía. Conozco la geomorfología de sus cráneos: los lunares, las cicatrices, las protuberancias… Hasta sus sueños conozco. Día a día he ido estableciendo paralelismos entre esa morfología craneal y sus comportamientos. Porque ha de saber que los clientes, a excepción de usted, que parece mudo, y de esos que únicamente intercambian información deportiva o meteorológica, no solo vienen aquí a liberarse de su pelo, sino que me hablan de sus experiencias, de sus deseos y temores. Y no hay conversación, por superficial que parezca, que no me revele algún rasgo de esa persona. Pequeños retratos que voy componiendo para lograr una foto panorámica. He llegado a tal dominio que con solo ver una cabeza puedo decir cómo es esa persona y cómo es su vida. Usted, por ejemplo, no hace falta que me hable. Si me quejo de su silencio es porque con él me niega como persona y no porque yo necesite tener información acerca de usted. Su cabeza me habla, aunque la boca permanezca cerrada. Desde hace quince años, cada mes, su cabeza me habla. Bueno, también están esos días especiales en que usted se adelanta y rompe con la rutina de los meses, quizá una boda, un bautizo… Digo yo, porque ni siquiera en esos momentos en que el ser humano tiende a explayarse, suelta usted prenda. A veces he llegado a pensar que no es usted humano. Que es un extraterrestre que baja de su planeta una vez al mes para cortarse el pelo en esta insignificante peluquería de nuestro insignificante plantea Tierra. Siempre con esa expresión de a mí que me dejen en paz. Y luego, una vez que sale de aquí, adquiere su verdadera fisonomía. Tal vez tiene tentáculos o una especie de trompa por nariz. Pero, bromas a parte, este corte de pelo ridículo que, ya le digo, estaba bien hace quince años, ahora… En fin, me temo que cuando usted se mira en el espejo, no ve al hombre real, sino al joven que tiene grabado en su memoria. Y esto me hace pensar que, como yo ahora, también usted vive usted solo, que no tiene una mujer que le diga que estas no son formas, que su peinado y su fisonomía deberían correr vidas separadas, que recuerda usted a esas fotos que uno se hace en la feria en un cuerpo de cartón y cuyo objetivo es provocar la risa, que este corte de jovenzuelo que usted lleva debería dejarlo para las fiestas de disfraces. O quizá sí hay alguien, pero le ha dado a usted por imposible, o hace tiempo que le mira y no le ve, o ella es como usted y vive también del recuerdo de lo que fueron. Aunque igual me estoy pasando de listo y esa mujer está realmente enamorada y tampoco ve su verdadero rostro. Pero no lo creo, me jugaría la peluquería a que no es así, pues de lo contrario no tendría usted esta cara de sopa congelada que tiene. Y su cráneo me dice que es usted un hombre triste, meticuloso en extremo, tan refinado que casi no existe. Esto último que le he dicho, lo del refinamiento, no es mío, no quiero llevarme méritos que no me corresponden. Lo leí en algún libro y me pareció magnífico, porque toda vida para ser realmente humana tiene que tener algo de animal, de primitivo. Y usted, permítame que le diga, parece que está muerto. Un auténtico ceporro sentado en este sillón. Un ceporro refinado que se me pone a cabecear, como ahora, que creo que apenas me escucha. Mi voz como el zumbido de un moscardón. Pero hoy, señor, ya le he dicho, he llegado al límite de mi paciencia. Me gustaría rebanarle el pescuezo. Sería fácil con esta cuchilla que ahora deslizo por su cogote. Porque usted no me habla, pero pone su vida en mis manos, me ofrece su cuello. Aunque tampoco es tan raro, lo hacemos todos los día, el confiar en los demás, digo, confiar incluso en personas que apenas conocemos: en el conductor del autobús, en el vecino que enciende el gas para cocinar, en el camarero que nos sirve la comida… Y ahora yo podría cortarle su confiada y silenciosa cabeza. Conducirlo a la muerte de verdad. Y sus ojos, al abrirse, ya no verían el reflejo de su cara en el espejo. Porque si es verdad que seccionada la cabeza restan unos segundos de vida, sus ojos tendrían una imagen movida de la peluquería, como si estuviera en medio de un terremoto, y luego, ya la cabeza en el suelo, tal vez tuvieran tiempo de ver, por última vez y sobre las baldosas, el pelo que le acabo de cortar. Cabeza, pelo y cuerpo separados al final de la vida. Sí, eso es lo que me gustaría hacer. Lo que en algún momento de este monólogo he pensado hacer, he estado a punto de hacer. Pero puede estar tranquilo. Ya le he dicho que soy un profesional. Su cabeza seguirá en su sitio. Le dejaré este flequillo ridículo que usted insiste en mantener, le daré dos palmaditas en el hombro para espabilarle, le pulverizaré el agua en su cogote y dejaré que se vaya con su silencio y con su muerte pequeña. Y, por favor, disculpe mi atrevimiento. No volverá a ocurrir. El cliente siempre tiene razón. Si usted quiere guardar silencio, está en su derecho. Al fin y al cabo solo soy su peluquero y usted solo viene aquí para cortarse el pelo.

Leyre

Es un día luminoso de septiembre y Leyre y su abuela van caminando por el parque. No es el parque donde habitualmente Leyre juega. Se encuentran en otra ciudad, lejos de la ciudad donde la niña vive. Han tenido que viajar hasta allí porque sus padres deben resolver unos asuntos pendientes, y la abuela ha venido con ellos para cuidar de la niña.

A veces, quizá por un mal sueño, o porque no ha dormido lo suficiente, o quién sabe por qué, hay mañanas o tardes, después de la siesta, en las que nada más levantarse, Leyre se planta delante de sus padres y dice NO a la vez que mueve la cabeza levemente a derecha e izquierda. Los padres tienen que contener la risa para que Leyre no se enfade más de lo que ya está, pues tiene gracia ver a una mico de dos años y medio, con una melena rubia toda bucles y despeinada que abulta más que ella y con aspecto de dibujito sacado de un cuento de princesas, manifestarse con esa contundencia, porque ya los padres y la abuela saben que ese NO es un NO a la totalidad, porque a cualquier cosa, no ya que le pidan, sino que le digan, ella responderá con un NO sin concesiones. La estrategia que los padres siguen en esos casos es acogerla cariñosamente, pero sin acercamiento, pues lo rechazaría, y dejar que su negatividad se vaya disolviendo por sí sola. Pero hoy Leyre se levantó contenta, por eso, antes de que los padres salieran del apartamento donde se han hospedado los cuatro, ya estaban abuela y nieta en la calle: no querían los padres que la niña los viera marcharse. “¡Vamos al parque, a ver a los patos!” gritó la abuela intentando transmitir un entusiasmo que la niña recibió con moderada alegría

Ya en el parque, abuela y nieta se dirigen hacia el estanque donde nadan los patos, muy cerca de la entrada. Pero no caminan en línea recta, no pueden, es imposible para una niña tan pequeña. El mundo es muy grande y hay muchas cosas que ver y ante las que maravillarse. Leyre se detiene a cada paso y da vueltas en busca de a saber qué, con las coletas que le hizo la abuela, antes de salir, balanceándose alegremente, hasta que de pronto se vuelve a parar y señala con el dedo una colonia de pequeñas flores amarillas que crecen al borde del camino, entre la hierba, y coge una con la pequeña pinza que forman sus índice y pulgar de la mano derecha, y se la da a su abuela para que la guarde en la bolsa donde ya lleva una botella de agua y unos mendrugos de pan para alimentar a los patos.

Acciones parecidas repetirá Leyre hasta llegar a la meta de los patos. Sin saberlo, lleva a la práctica el consejo de Cavafis en su famoso poema: “Ten siempre a Ítaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin esperar a que Ítaca te enriquezca”. Así que después de media hora larga, abuela y nieta llegan a la Ítaca de los patos, enriquecido el viaje de la niña, además de con la flor amarilla, con un palo que ha empuñado como si fuera una varita mágica, una piedra redonda, blanca y muy pulida, y una lustrosa hoja dorada que parece hecha de cuero, todo ello ya en la bolsa.

La abuela desconoce que no es bueno darles pan a los patos. El pan carece de los nutrientes que los patos necesitan y además puede provocarles, entre otros síntomas, lo que se llama “ala de ángel”, deformando sus alas e impidiéndoles volar, y los restos de pan que no se comen se descomponen en el agua, favoreciendo el crecimiento de algas y bacterias que afectan a peces y otros animales acuáticos porque reducen el oxígeno. Y como la abuela no sabe nada de esto y no hay ningún cartel en el estanque que lo prohíba, comienza a trocear los mendrugos para que la niña vaya tirando los pedacitos a los patos. Y Leyre los va lanzando al agua, uno a uno, y allá donde cae el trozo de pan, como si cuerdas invisibles tiraran de ellos, los patos acuden en tropel agitando las alas, embalados para disputarse la comida. La niña asiste emocionada a este espectáculo que dirige la ley de la supervivencia, pues aún no tiene el raciocinio suficiente para comprender que algo parecido ocurre en los columpios, toboganes y demás aparatos que pueblan las zonas de juego, pues si los padres se descuidan, pueden los niños enfrentarse en combate, con mordiscos si fuera necesario, para ver quién es el que se sube primero a cualquiera de esos artilugios.

Y es a LOS COLUMPIOS donde, inevitablemente, se encaminan abuela y nieta una vez que los patos se han zampado los mendrugos de pan y se deslizan hacia orillas más promisorias. Otra media hora larga les lleva alcanzar el territorio de los columpios. A esas horas, en un día de diario, solo se encuentran con otro niño que debe de tener aproximadamente la edad de Leyre. Es también su abuela quien cuida de él. Como la oferta de columpios supera a la demanda, no debería haber disputas. Aun así, niño y niña se van acercando tímidamente al mismo tobogán. Pero ninguno de los dos hace intención de subirse, se quedan parados en el inicio de las escaleras, y se miran con la atención sostenida con que miran los niños, vergonzosos sus cuerpos pero sin vergüenza en la mirada, una mirada franca, limpia.

“¿Cómo te llamas?”, pregunta la abuela del niño a Leyre, y Leyre tensa los labios en un obstinado silencio. “Me llamo Leyre”, dice la abuela de Leyre, “¿Cómo te llamas tú?, pregunta a su vez al niño. Y el niño ofrece una réplica de Leyre, tampoco está dispuesto a revelar su identidad, ¡faltaría más! “Me llamo Jokin”, dice la abuela de Jokin. Y cuando ya las abuelas han cumplido con su tarea de incompetentes ventrílocuas, Jokin y Leyre salen disparados, el uno hacia un balancín con forma de caballo, la otra hacia la locomotora de un tren de madera. Y así pasan parte de la mañana, acercándose y alejándose entre sí, observándose, compartiendo algún juego pero sin mediar palabra. La abuela piensa que así debieron ser los primeros encuentros entre individuos de tribus primitivas con rudimentario lenguaje, y en un continuo olfatearse, algo que Jokin y Leyre por fortuna no hacen, o eso le parece a ella.

Cuando llega la hora de regresar al apartamento para preparar la comida, Leyre se niega en rotundo, pero no es ese NO absoluto, nihilista que frecuenta en ocasiones, es solo que no quiere irse del parque. Suerte que la otra abuela también decide marcharse. Resignados, consolados ambos por el mal ajeno, y marchando en direcciones opuestas, caminan los niños sin dejar de mirar para atrás, de mirarse, hasta que Jokin y su abuela tuercen por un sendero y Leyre y Jokin desaparecen el uno para el otro.

Nada más entrar en el apartamento, Leyre corre por el salón y las habitaciones. Habitualmente disfruta corriendo, el mismo circuito una y otra vez hasta cansarse, pero ahora solo ha dado una vuelta y se ha parado delante de la abuela: los hombros caídos, la cabeza baja, la mirada triste. Empieza a hacer pucheros que se van transformando en llanto. Y llorando va a la cesta donde están sus juguetes y coge su muñeco favorito, lo abraza y se va a una esquina, al lado de la puerta de la calle. Consolando al muñeco busca consolarse a sí misma, piensa la abuela, e intuye lo que a la niña le está pasando. Le pregunta qué te pasa, Leyre, cuéntaselo a la abuela, pero Leyre sigue llorando sin decir palabra. La abuela no sabe qué hacer, pero decide regresar a la calle para ver si así se tranquiliza, y parece surtir efecto, el llanto de la niña va amainando según van recorriendo el largo pasillo flanqueado por las puertas de los otros apartamentos. Entonces oyen el ladrido agudo de un perro que llega desde el interior de uno de los apartamentos. Leyre se frena en seco y levanta un dedo mirando a su abuela, como para que le confirme que ella también lo ha oído.” Sí, un perrito”, dice la abuela. “El perrito ha dicho pobrecita Lele”, explica Leyre. “¿Por qué pobrecita?, pregunta la abuela”. “Porque ha llorado”. “¿Y por qué ha llorado?” “Porque sus papás no estaban”.

Arborescencia

Cuando empezó a ser recurrente el adormecimiento y la sensación de hormigueo en los pies, el señor K decidió acudir al médico. Realizadas las pruebas pertinentes, el doctor le informó de que en su organismo no había nada anormal que explicara sus síntomas, pero que debería hacerse una nueva analítica, pues aparecían restos de hormonas vegetales: auxinas y citoquininas

El señor K no quiso hacerse nuevos análisis. Se convenció a sí mismo de que el cuerpo es un sistema veleidoso en el que los síntomas aparecen y desaparecen, y que en el caso de que no desaparecieran se acostumbraría a vivir con ello, ¿no se había acostumbrado a la alopecia? El señor K no era tonto, pero a menudo lo parecía.

Ya hacía siete años que se había jubilado, y cuatro desde que enviudó. Vivía solo en la ciudad, en una casa con jardín. Tenía una hija casada, madre de una adolescente que aspiraba a ser influencer. Vivían en la misma ciudad que el señor K, pero bastante alejados de su casa, razón por la cual — se justificaba la hija— solo podían visitarlo algún fin de semana y no con la frecuencia que les hubiera gustado. Además, con los años, el señor K se había vuelto un cascarrabias difícil de tratar. Amparado en su edad se enfrentaba a todo aquel que consideraba enemigo de la civilización. Increpaba a los jóvenes que, concentrados en las pantallas de sus móviles, no le cedían el asiento en los transportes públicos; a los dueños de los perros que dejaban las cacas en las aceras; a los conductores que hacían sonar el claxon al milisegundo de ponerse en verde el semáforo… En fin, los paseos del señor K eran un sinvivir, y finalmente optó por no salir a la calle. Su nieta le enseñó a hacer la compra por internet. Pero, recluido en casa, cayó en la cuenta de que era la rabia lo que le daba energía, lo que le hacía sentirse vivo, y no se sintió muy orgulloso de este descubrimiento. Fue entonces cuando empezó la sensación de hormigueo en los pies, y cuando decidió ir al ambulatorio.

A los pocos días de recibir el informe médico en el que se le pedía repetir los análisis, al ir a ducharse, descubrió lo que parecía una pequeña hoja sobre la uña del meñique de su pie izquierdo. Cuando cerró el grifo, la hoja seguía allí. Después de secarse, apoyó el pie en una banqueta y le hizo una foto con el móvil. Al ampliarla vio que no había uña, que la hoja la había sustituido, y que por un lateral sobresalía algo que parecía una raíz. Era muy extraño, y al señor K le alarmó no alarmarse. ¿Significaba que ya todo le daba igual, que solo cabía la resignación? El caso es que aceptó de buen talante esa hoja en el meñique, y después, en los días siguientes, las hojas que fueron cubriendo cada uno de los dedos de los pies, y luego los de las manos. Y lo más revelador: su estado de ánimo había cambiado; podía salir a la calle sin necesidad de entrar en combate con el prójimo; con guantes, para no descubrir la apariencia de sus manos, era ahora un paseante benévolo que aceptaba la fealdad en el mundo, contrapartida de la belleza.

Cuando su hija fue a visitarlo, acompañada por el marido y la aspirante a influencer, se encontró con el panorama de un padre medio vegetal, y después de asegurarse de que no se trataba de una broma, le rogó que fueran inmediatamente al hospital, mientras la nieta intentaba  convencerlo de que grabaran un video para colgarlo en Tik Tok. El señor K rechazó ambas propuestas. No quería convertirse en una atracción de feria, tampoco volvería al médico, pues asumía de buen grado la transformación de su cuerpo, alegando que nunca antes se había sentido tan en paz consigo mismo.

Se marcharon los tres muy preocupados, y cada noche, mientras barajaban la posibilidad de pedir la incapacitación del señor K, lo llamaban para ver cómo se encontraba, y siempre obtenían la misma respuesta: “Mejor que nunca”. Pero en la siguiente visita, la hija tuvo que abrir con su llave porque su padre no respondía al timbre. Hallaron la casa en orden y al señor K en el jardín, de pie, hundido en la tierra que le cubría hasta la rodilla, y al lado una pala y un montón de tierra sobrante. “Solo necesito agua y luz”, dijo el señor K. “He enviado la foto de una hoja a la Inteligencia Artificial y me ha dicho que soy un magnolio”, añadió abriendo los brazos, que ya parecían más ramas que brazos.

La hija decidió instalarse con su familia en la casa del padre. Era la mejor solución. Tenían la casa para ellos solos y el señor K no necesitaba muchos cuidados: agua y luz, como él mismo había dicho. Al principio, por compasión, cuando regresaban de sus quehaceres, iban a hablar con él durante un buen rato. Pero luego la compasión se tornó necesidad. De alguna forma que no sabían explicar, al lado del señor K encontraban esa paz que también ellos echaban en falta, y obtenían sabias respuestas, adaptadas a lo que cada uno de ellos necesitaba. Pero pasaban los días y el señor K era cada vez menos hombre y más árbol. Una tarde se encontraron con que de él solo quedaban los ojos y la boca en el tronco del magnolio, como en las graciosas ilustraciones de los cuentos infantiles, y supieron que el final estaba próximo, que pronto dejarían de comunicarse. Y, efectivamente, llegó el día en que solo hallaron un frondoso magnolio, ni rastro del señor K. Durante un tiempo estuvieron muy tristes, hasta que advirtieron que las ramas y las hojas del magnolio se movían en ausencia de viento, y que lo hacían de variadas formas: un lenguaje que tendrían que aprender a descifrar. Además, en primavera, echaría unas bonitas flores blancas.

Con nocturnidad y alevosía

Circula Inocencio por una carretera comarcal, no muy lejos de la pequeña ciudad donde vive. Los faros de su coche van descosiendo lentamente el camino en la noche de verano. Le gustan esos momentos de tranquilidad, con las ventanillas bajadas para oír los sonidos de la naturaleza, el brazo izquierdo por fuera para sentir el tacto de la brisa en la piel. Es entonces, al salir de una curva, cuando lo deslumbra una potente luz que viene del fondo de una hondonada que conoce bien. Quiere la casualidad —es lo que piensa, haciendo honor a su nombre— que a un lado de la carretera se encuentre un camino de tierra por el que podrá conducir hasta llegar al objetivo. Y es lo que hace: dirigirse hacia la luz. De joven, mucho antes de ser el dueño de una prospera empresa de piensos, trabajó de pastor trashumante, y dormía al raso o en refugios improvisados: no le tiene miedo ni a la soledad ni al campo en la noche

Ya hace años que no recorre este camino de tierra, por eso no le extraña que ahora esté libre de baches y socavones, flanqueado por mojones pintados de blanco, lo cual le facilita la conducción. Cuando se halla a unos cincuenta metros de la luz, la luz se apaga, quedando otras luces encendidas, luces de posición que dibujan la silueta no de un edificio ni de cualquier otra construcción que a Inocencio le resulte familiar, sino la de uno de esos platillos volantes que forman parte del imaginario colectivo. Del vientre del platillo sale una escalera que se va deslizando hasta llegar al suelo.

Inocencio lo interpreta como una invitación, y lejos de atemorizarse y dar marcha atrás, siente una profunda emoción. No es un hombre religioso, pero da gracias a ese dios indefinido e inaprensible que, ahora que lo piensa, lo habrá elegido a él para tan importante misión. Y es que Inocencio mantiene obsesivamente la idea de que solo la llegada de los extraterrestres a la Tierra podrá librarnos de la destrucción de nuestro planeta. Aunque, por otra parte, circulan muchas historias de personas que aseguran haber sido abducidas, y luego son tratadas como enfermas mentales, o sus historias solo sirven de relleno en las revistas y programas de lo extravagante. ¿No serán las apariciones de extraterrestres la versión modernizada de las apariciones marianas? En todo caso, ¿han servido para algo esos contactos? La única certeza es que se halla delante de lo que parece ser un platillo volante, y no es una alucinación, ni él va bebido o drogado. Aunque no sabe cómo terminará esta experiencia, no se va a arredrar, tiene que aprovechar la oportunidad que se le está dando. De no hacerlo, lo lamentaría el resto de su vida. Baja del coche y camina hasta el inicio de la escalera. Allí se detiene por un instante, para tomar cabal conciencia del paso que va a dar. Luego empieza a subir, sin prisa, con la solemnidad que requiere el momento. A punto de salvar el último peldaño y entrar en la nave, una espesa niebla sale a recibirlo.

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Cuando Inocencio abre los ojos se encuentra en el centro de una gran esfera de cristal, como si él fuera el núcleo de una célula gigante. De sus muñecas y tobillos parten unas gruesas y tensadas cuerdas que se aferran a la superficie interior de la esfera para mantenerlo en el aire, inmóvil y equidistante del perímetro.

—Veo que has despertado, Inocencio— la voz proviene de un ser que se encuentra a la derecha de la esfera de cristal. A excepción del casco, viste un traje similar al de los astronautas y su cuerpo tiene las características de un ser humano: un torso, dos brazos y dos piernas, pero su rostro recuerda la fisonomía de un pulpo—. Eres un hombre valiente que no ha temido contactar con nosotros. ¿Quieres decirnos algo? Estamos muy interesados en lo que puedas contarnos. Conocemos tu idioma.

Desorientado, desprendiéndose aún de los efectos de la niebla que lo dejó inconsciente, Inocencio tarda unos segundos en situarse, en comprender en qué lugar está y para qué, en retomar el hilo de su vida. Entonces, como un escolar que repite la lección, y a pesar de la incómoda postura en que se encuentra, suelta el discurso que se ha repetido a sí mismo tantas veces.

—Aquí en la Tierra no dejamos de encadenar guerras, una tras otra, cada vez con mayor poder destructivo; el conocimiento de la Historia, al contrario de lo que se dice, no nos impide repetirla. Los psicópatas se van adueñando del mundo, secundados por los propietarios de las tecnologías de la comunicación, que entran en nuestros más recónditos pensamientos y deseos con nuestra colaboración, haciéndonos creer que nuestras elecciones son libres. Vertemos opiniones basura en las redes sociales, y se expanden, y se replican, y se aplauden, porque es lo que vende. Somos incapaces de cuidar de nuestro hábitat, y cada vez es más difícil distinguir la verdad de la mentira, y las desigualdades entre ricos y pobres crecen. Confío, señor extraterrestre, en que ustedes hayan alcanzado la verdadera sabiduría y no vengan a someternos, a explotarnos, y sí a ayudarnos a corregir nuestros errores y a recordarnos todo lo maravilloso que también, sin duda, habita en nosotros.

Terminado su discurso, Inocencio se queda esperanzado, y jadeando como si acabará de correr los cien metros lisos. Realmente confía en la ayuda de los alienígenas.

—Inocencio—dice el señor extraterrestre—, no solo eres un hombre valiente, también eres un buen hombre, de nobles sentimientos. Ojalá todos fuéramos como tú, un modelo a seguir. ¡Bravo, Inocencio! ¡Magnífico! ¡Encended ya las luces!

Y las luces iluminan el espacio que hasta entonces se había mantenido en la penumbra, a la espalda de Inocencio, detrás de la esfera que ahora hacen girar para que él pueda ver, aturdido y humillado, unas gradas repletas de público gritando su nombre y aplaudiendo, y la pared al fondo con el logotipo del programa Máximo Entretenimiento, del canal KK TELEVISIÓN, y la imagen proyectada de su famoso presentador, ya sin el disfraz.

SOLEDADES

SOLEDAD (DRAE)

  • Carencia voluntaria o involuntaria de compañía.
  • Lugar desierto, o tierra no habitada.
  • Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo

En 1989, los hidrófonos de la Marina de Estados Unidos detectaron en las aguas del Pacífico Norte un extraño sonido, similar al patrón de canto de las ballenas azules, aunque esa misteriosa señal se elevaba hasta los 52 hercios; es decir, se hallaba fuera del umbral de frecuencia en que se comunican las ballenas azules, que oscila entre los 10 y los 32 hercios. Al principio, en plena Guerra Fría, los americanos temieron que se tratara de un nuevo modelo de submarino soviético. Al final se convencieron de que era el canto de un singular ejemplar de ballena, a la que bautizaron con el nombre de Whalien 52 o the lonely whale. No se ponen de acuerdo los expertos para explicar la singularidad de su canto. Unos creen que se trata de un desafortunado cruce entre especies: tal vez un híbrido de ballena azul y rorcual común. Otros piensan que puede ser sorda de nacimiento y que no aprendió a modular su canto correctamente. Puede que nunca lo sepamos. Sea como sea, el caso es que la ballena Whalien transita en absoluta soledad por las aguas del océano, sin poder comunicarse con las otras ballenas, sordas a su llamada.

Ha sido leyendo el magnífico libro “Mapa de soledades”, de Juan Gómez Bárcena, cuando me he enterado de la existencia de Whalien 52. El libro es un ensayo narrativo que, con muy buena prosa, alejada de los pesados textos de tono notarial, saturados de fríos datos, o de los consejos de los libros de autoayuda, reflexiona sobre este sentimiento, el de soledad, tanto en la sociedad actual como en diferentes tiempos y lugares. Tema muy vigente desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la soledad se está convirtiendo en un problema de salud pública mundial que afecta a todas las facetas de la salud, el bienestar y el desarrollo. Que el aislamiento social y la soledad también están relacionados con la ansiedad, la depresión y el suicidio. Que la soledad es una amenaza silenciosa que trasciende fronteras, edades, géneros y clases sociales.

Si he escogido la imagen de Whalien es porque me parece una potente imagen, una gran metáfora de la soledad no elegida y persistente, la que causa estragos en la salud. Dice Gómez Barcena: “Es difícil resistirse a la tentación de imaginar la vida de Whalien 52. Su existencia pesada, mortecina, gravitando en la semioscuridad del océano. Cada tanto —cada noventa minutos, según los expertos— debe ascender hasta la superficie, en busca de oxígeno. Un resuello sordo. El géiser de su respiración elevándose ante los ojos de nadie. Luego, el retorno a la profundidad, a las temperaturas cercanas a cero grados, a las dieciséis toneladas diarias de kril y plancton. Comer, seguir respirando y respirar para comer de nuevo. Una sucesión de días y de noches —aunque siempre es de noche en lo profundo del océano— que parecen flotar los unos sobre los otros, indistinguibles y vacíos: la condena de no experimentar jamás el pequeño placer que debe de sentir toda ballena al escuchar una respuesta a su llamada”.

En el capítulo del libro dedicado a la ciudad, Gómez Bárcena rescata la palabra SOLEDUMBRE, una palabra en desuso que aparece en el diccionario como sinónimo de SOLEDAD, y para la que Gómez Bárcena propone una nueva acepción, y ya no sería la soledad a secas, sino la soledad de esas personas que, en medio de la muchedumbre, rodeados de millones de semejantes, no consiguen establecer vínculos afectivos. Y ha sido la descripción de Whalien 52, incomunicado en la inmensidad del océano, la que me ha recordado esta otra soledad en las ciudades, tan característica de los tiempos en que vivimos.

Aunque no incurre Gómez Bárcena en el apunte simplista de aldea-buena, ciudad-mala, porque “Qué duda cabe de que en el mundo rural existen lazos sociales más profundos y duraderos que en el mundo urbano. Qué duda cabe, también, de que con frecuencia esos lazos nos asfixian y estrangulan. La soledumbre, esa particular sensación de estar flotando en un magma de seres humanos que no saben quiénes somos, puede ser un camino para la emancipación. Miles de personas buscan el anonimato urbano precisamente por eso: porque en él pueden estar al fin solos. Porque solo ahí pueden ser libres. La gran ciudad nos permite quebrar con las expectativas de nuestra familia o de nuestra comunidad. Sería esta una soledad elegida, pero que se desea provisional, para escapar de una asfixiante vida rural, sometida al escrutinio de los demás. La ciudad surge entonces como posibilidad de una mayor libertad para crear relaciones menos asfixiantes. Pero que no deja de ser eso, una posibilidad, que cuando no llega a realizarse nos hermana con Whalien 52, también nosotros solos en un mar de gente.

Sí, soledad elegida. Tan necesaria. Para apartarnos del bombardeo de estímulos, del ruido del mundo, y pensarnos, y reflexionar acerca de si estamos siendo la persona que realmente queremos ser, si realmente estamos siguiendo nuestro propio camino y no el que otros nos van trazando, para luego volver de nuevo al mundo, quizá no más sabios, pero sí más nosotros, más conscientes y no guiados por automatismos, por la rutina de la costumbre. Volver al mundo, pero desde esa soledad voluntaria que es espacio acogedor abierto a la creatividad, donde se pueden escribir poemas como este que he elegido de Mario Benedetti:

Rostro de vos

Tengo una soledad
tan concurrida
tan llena de nostalgias
y de rostros de vos
de adioses hace tiempo
y besos bienvenidos
de primeras de cambio
y de último vagón

tengo una soledad
tan concurrida
que puedo organizarla
como una procesión
por colores
tamaños
y promesas
por época
por tacto
y por sabor

sin temblor de más
me abrazo a tus ausencias
que asisten y me asisten
con mi rostro de vos

estoy lleno de sombras
de noches y deseos
de risas y de alguna
maldición

mis huéspedes concurren
concurren como sueños
con sus rencores nuevos
su falta de candor
yo les pongo una escoba
tras la puerta
porque quiero estar solo
con mi rostro de vos

pero el rostro de vos
mira a otra parte
con sus ojos de amor
que ya no aman
como víveres
que buscan su hambre
miran y miran
y apagan mi jornada

las paredes se van
queda la noche
las nostalgias se van
no queda nada

ya mi rostro de vos
cierra los ojos

y es una soledad
tan desolada

LA LECTURA (apuntes)

FLAUBERT: “Qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros”.

Del libro “COMO LEER UN LIBRO”, de Mortimer J. Adler y Charles Van Doren.

Montaigne habla de “una ignorancia alfabética que precede al conocimiento y una ignorancia doctoral que viene a continuación”. La primera es la ignorancia de quienes, al no conocer el alfabeto, no saben leer, y la segunda, la de quienes han leído mal muchos libros. Según la acertada definición de Alexander Pope, son zopencos librescos, personas tan leídas como incultas. Siempre ha habido ignorantes cultivados que han leído demasiado y no demasiado bien. Los antiguos griegos tenían un nombre muy adecuado para tal mezcla de conocimientos y estupidez que podría aplicarse a las personas de todas las edades que han leído mucho y mal: LOS SOFÓMOROS”.

“Buenos lectores y buenos escritores”, del libro “CURSO DE LITERATURA EUROPEA”, de Vladimir Nabokov:

Al leer debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos (…). Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de empezar a comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, “Madame Bovary”, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber”.

“Los libros no se deben leer: se deben RELEER. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un “relector”.

“Hay al menos dos clases de imaginación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar, está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal. Sentimos con gran intensidad la situación expuesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conocemos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imaginación el que yo quisiera que utilizasen los lectores. Así que ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente –apasionadamente, con lágrimas y estremecimientos- de la textura interna de una determinada obra maestra”.

“Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas, pero es la del encantador la que predomina y la que le hace ser escritor. Al narrador acudimos en busca del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta; esta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no solo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo: las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas”.

«Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer sensual e intelectual, cómo el artista construye un castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un hermoso castillo de acero y cristal”.

Del libro “LEER LA MENTE. EL CEREBRO Y EL ARTE DE LA FICCIÓN”, de Jorge Volpi

Leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender al ser humano”.

Que el arte exista en todas partes –las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares- debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas TAN ÚTIL como el tallado de hachas de sílice”.

Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la EMPATÍA es un fenómeno omnipresente en los humanos –al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines-, originada en un tipo especial de neuronas, las ya célebres NEURONAS ESPEJO, localizadas en las áreas motoras del cerebro. Desde allí, estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales, que se atraviesan en nuestro camino COMO SI fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo, no sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de martillo olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas el martillo lo más lejos posible).

La ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia; no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente –a repetirlas y reconstruirlas- y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya “somos” los demás”.

No leemos una novela o asistimos a una sala de cine o a una función de teatro solo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni solo para divertirnos, aunque nos divirtamos, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, OTROS. “Madame Bovary, soy yo”, afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.

Vivir otras vidas no es sólo un juego –aunque sea primordialmente un juego- sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social (…). Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de belleza –un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época-, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada”.

Pacto ficcional entre el escritor y el lector. “Yo, lector, acepto tus mentiras siempre y cuando tú, contador de historias, me mantengas en vilo, me lleves a vivir nuevas experiencias, me conduzcas a sitios ignotos, me emociones, me sacudas o me exaltes. Este es el pacto y, si alguno de los dos lo quebranta, el juego pierde sentido y concluye con el mismo desasosiego que nos embarga al ser bruscamente arrancados de un sueño”.

Los niños perro

Eran dos hermanos mellizos. No recuerdo cuándo llegaron al barrio, tampoco sus nombres. En mi memoria aparecen ya asomados a la ventana del piso bajo donde vivían y que daba a la pequeña plaza donde los niños jugábamos, todos menos ellos. Desde allí veían pasar la vida del barrio. En invierno, pegados al cristal, tras el vaho que formaba su anhelante respiración, o en los meses de buen tiempo asomando sus cabezas en fraternal simetría, nos veían jugar a las chapas, a la peonza, al balón prisionero, al rescate… En fin, a todos aquellos juegos que de forma natural se iban transmitiendo de generación en generación, nosotros dueños absolutos de las reglas, de las sanciones, del punto final a las disputas. Eran tiempos en que la calle era nuestra, sin estrictas fronteras, sin la escolta permanente de los padres, sin coches que la ocuparan, sin urbanizaciones encerradas en sí mismas con códigos de entrada. Pero allí, confinados en el diminuto territorio de la ventana, estaban los hermanos, espectadores pasivos en su soledad compartida. Porque sus padres no les dejaban bajar a la calle salvo para echar unas carreras desaforadas con las que desfogarse, calle arriba y calle abajo, como si corrieran detrás de un palo imaginario. Por eso les llamábamos “los niños perro”. Y más que correr parecían pisotear el asfalto machaconamente, no fuera a escapárseles, riendo todo el rato con una risa boba con la que festejaban la efímera escapada del cautiverio al que estaban condenados. Luego, cuando el padre hacía sonar un silbato, regresaban corriendo a su casa, sin quejas ni lamentaciones, exhaustos y sudorosos, obedientes como perros bien entrenados.

Por extraño que parezca, dada la natural tendencia de los niños a la chanza y a ver como enemigos a quienes no pertenecen al propio clan, nunca nos burlamos de ellos. Lo de “niños perros” no les llegaba a sus oídos, quedaba en la intimidad de nuestras conversaciones. Que yo recuerde, solo una vez hubo risas, pero no contra ellos, sino por lo que ocurrió. Estábamos jugando un partido de fútbol en la plaza mientras los niños perro, en uno de esos momentos de esparcimiento que sus padres les concedían, sin mezclarse con nosotros, se obstinaban en corretear por una de las calles que daban a la plaza, sin ton ni son, como era su costumbre. Entonces, en uno de los lances del partido, la pelota salió disparada hasta donde ellos se encontraban. Les hicimos señas y les gritamos para que nos la devolvieran, pero haciendo honor al apelativo que les habíamos dado, se pusieron a disputársela como cachorros juguetones. Se daban patadas, empujones, sin dejar de reír, con una risa estruendosa. Hasta que uno de ellos se hizo con la pelota y empezó a correr en nuestra dirección. Más que conducir la pelota, la barría, con la pierna rígida como una escoba. Cuando llegó a la plaza dio un punterazo, con tan mala suerte que hizo añicos el cristal de una ventana. Precisamente la ventana desde la que se asomaban para vernos jugar. “¡Quien rompe, paga!”, gritamos al unísono, muertos de la risa.

No, no nos burlábamos de ellos. Supongo que los niños perro nos daban más pena que envidia. Envidia ninguna, de esa existencia triste que llevaban. Y aunque no conocíamos nada de sus vidas de ventana para adentro, esos niños, siempre perfumados, impecablemente vestidos, que iban a un colegio y a una iglesia fuera del barrio, nos recordaban a los niños educadísimos y limpísimos que aparecían en las ilustraciones de la enciclopedia escolar, en los capítulos dedicados a las normas de urbanidad, como modelos de niños ejemplares frente a esos otros niños que servían de contraejemplo y escenificaban el desaliño y la mala educación, y que seguramente, en opinión de los padres de los niños perro, eran tan parecidos a nosotros, los niños de ese barrio al que el infortunio les había llevado. Porque quiero pensar que esos padres —tampoco ellos se relacionaban con el vecindario— no tenían el corazón de piedra, sino que estaban convencidos de que esa era la mejor educación que podían darles a sus hijos, alejándolos de nosotros, los niños de barrio humilde, de precario porvenir en sus pronósticos de padres calculadores, no fueran a contagiarse y desviarse del camino que ellos les habían trazado ya desde el nacimiento, porque solo por injusticias de la vida, pensarían, habían caído en ese barrio que no correspondía a su categoría y que más pronto que tarde deberían abandonar.

Y es lo que por fin hicieron un día: abandonar el barrio. Al volver del colegio nos encontramos con la noticia: un camión de mudanzas se los había llevado, nadie sabía adónde. Así que nos quedamos sin la estampa de los niños perro asomados a la ventana, sin sus carreras frenéticas. A veces pienso en ellos, en cómo serán ahora sus vidas, y rechazo la imagen que me asalta, la de los niños perro ya adultos corriendo por la calle, sin rumbo, perdidos, y confío en que aquellos cristales rotos fueran premonitorios y lograran escapar de esa ventana única, prejuiciosa, que sus padres les imponían, abiertos al fin a otras perspectivas.

Blanca Navidad

Lo que ahora está contemplando el hombre es una pintoresca casa de campo en medio de un paraje nevado, rodeada de abetos también cubiertos de nieve. Es una casa con todas sus luces encendidas a la espera de un Papa Noel que se aproxima conduciendo un trineo tirado por dos renos. Aunque de niño le gustaba imaginar que sí, en la casa no vive nadie, porque la casa, los abetos y Papa Noel son miniaturas dentro de una pequeña esfera de cristal transparente que, tras agitarla, se cubre de una fina nieve que revolotea durante un tiempo para luego languidecer lentamente y volver a su estado inicial de reposo

Así es esta pequeña bola de cristal que le ha acompañado desde que tenía ocho años. Ha resistido el paso del tiempo, las mudanzas, el trasiego de toda una vida. En algún momento, ya adulto, decidió guardarla en una caja, dentro de uno de los cajones de su escritorio, porque no quería que se perdiera, ni que formara parte de la decoración habitual, de la rutina, de esos objetos que nos rodean y que, de tanto verlos, dejamos de verlos. Quería que fuera especial, un rito que se repitiera cada año, que formara parte de la liturgia de la Navidad. Es por eso que solo la saca de su escondite por estas fechas, pues fue en una Navidad cuando la bola de cristal y el hombre, entonces un niño, se encontraron por primera vez.

Aquel año les había pedido a los Reyes un traje de sheriff. Los Reyes le trajeron el traje, y también algo que no había pedido, una caja aparte donde se encontraban los habituales regalos prácticos: calcetines, guantes, una bufanda y, ¡no podía faltar!, el estuche de dos pisos con material escolar, donde se encontraban esos útiles de extraños nombres como escuadra, cartabón, transportador… Y es que los Reyes —sonríe al recordarlo—, sin necesidad de que se les dijera por carta, estaban al tanto de sus prosaicas necesidades. Por eso le extrañó que en la misma caja, como si se hubiera colado allí por error, ajeno a la utilidad de los otros regalos, estuviera la bola de cristal. Nunca hasta entonces había tenido una en sus manos, pero sí las había visto en los escaparates, donde se exhibían impasibles, sin descubrir sus verdaderas habilidades. Y mentiría si dijera que ver lo que sucedía cuando empezó a agitarla le produjo mayor entusiasmo que disfrazarse de sheriff, porque cómo competir con las dos pistolas metálicas, y no esas de frágil plasticucho que vendían en las ferias, las suyas enfundadas en las cartucheras de un cinturón con cananas, y que al sopesarlas le hacían sentir como un verdadero sheriff, armado de valor para enfrentarse a los delincuentes y ponerles las esposas, artilugio que junto al chaleco, la estrella y el sombrero formaba parte de la vestimenta.

Aun así, para aquel niño de ocho años fue mágico que sin tener que darle cuerda al invento ni recurrir a cualquier otro mecanismo, con el solo movimiento de su mano, se desprendieran del fondo de la bola, como por encantamiento, lo que parecían diminutos copos de nieve que luego se dispersaban flotando en el aire, envolviendo en una suerte de nebulosa todo lo que se hallaba dentro de aquella esfera de cristal, velando la visión de la casa, de los abetos, de Papa Noel y su trineo, que ahora, sin la nitidez de antes, parecían habitar un territorio de ensueño. Era algo tan sencillo, y a la vez tan espectacular, que ejerció sobre el niño un efecto hipnótico, extasiado en su contemplación. Y esperaba a que la nieve toda se hubiera depositado en el fondo, para que el paisaje recobrara su original luminosidad, y vuelta a empezar, una y otra vez. Y así, en los días siguientes, fue comprobando que la bola le ayudaba a relajarse y a pensar, a fijarse en cosas que antes le pasaban desapercibidas. Se imaginaba que dentro de la casa vivía una familia muy parecida a la suya, los padres y sus tres hijos, y les inventaba historias que iban ganando en aventuras. Y justificó la presencia de Papa Noel, ese forastero, con el secuestro de los Reyes Magos por una banda de forajidos. Un día, su profesor de Naturales les dijo que la Tierra, vista desde el espacio, parecía una canica azul, y él imaginó que la gigantesca mano de Dios sostenía el planeta Tierra, y que si a Dios se le ocurriera agitarlo, saldrían todos sus habitantes despedidos hacia el espacio para luego caer como copos de nieve. Al niño se le desbocaba la imaginación.

Hoy, ya en fechas navideñas, cuando después de un año el hombre ha vuelto a sacar la bola de su caja, descubre una fisura en el cristal, que lo recorre de arriba abajo, aunque no impide su normal funcionamiento. No cree que sea una señal de deterioro por el paso del tiempo, y encuentra una explicación, un sospechoso muy sospechoso: su nieto de siete años, que está pasando unos días en la casa, sin sus padres. Sabe de su afición a hurgar en cajones y armarios. No se lo reprocha, todo niño es un explorador en busca de tesoros. Lo llama y el niño acude, a pasos cortos, cabizbajo, parece ya un reo, el pobre. Le dice que no le mienta, que no se va a enfadar, pero que necesita saber la verdad. El niño confiesa que se le cayó, que una de las veces sacudió la bola con tanta fuerza que…ufff. El hombre acaricia la cabeza del niño y piensa que es un buen momento para traspasarle la bola con sus poderes, un traspaso generacional, que es así como funciona el mundo. Y al niño se le ilumina la cara cuando le dice que no se preocupe, que incluso se alegra de que la bola tenga ahora una bonita cicatriz, porque así nunca se olvidará de este día en que su abuelo le regaló la bola de cristal.

Palabrería

Fui al psicólogo porque soy un maniático con el uso que le damos a las palabras, consciente de que el problema está en mí, no en los demás, que tienen todo el derecho a hablar con las palabras que les vengan en gana.

El psicólogo se me quedó mirando fijamente mientras balanceaba la cabeza arriba y abajo, en señal de asentimiento, de comprensión. “Ya, ya veo, ya veo…”, dijo, aunque por el movimiento ascendente de sus cejas deduje que lo que en realidad estaba pensando de mí era que “vaya zumbao, seguro que esto de las palabras es solo la punta del iceberg de un trastorno de la personalidad”. Luego, reponiéndose de su mal disimulado asombro, me pregunto:

—¿Y qué quiere decir con ser maniático respecto a las palabras? ¿Y en qué medida le afecta en su vida? ¿Tanto como para acudir al psicólogo?

—Pues sí, me afectan mucho en mi vida, porque ante ciertas palabras o expresiones me es muy difícil mantener el control; me enfurecen, me dan ganas de gritar, de empezar a romper cosas, de agredir a quien las pronuncia. Solo con una fuerte represión consigo mantener la apariencia de calma. Y luego mi cuerpo lo paga: me duelen la cabeza y el estómago, me sale un sarpullido en el pecho.

—¿Se refiere a palabras soeces, a insultos, a expresiones humillantes?

—No, todo eso que usted dice, incluso si va dirigido a mi persona, lo tolero bien, muy bien, como si no fuera conmigo. Me ocurre, sobre todo, con palabras que se ponen de moda y se repiten hasta la saciedad, muchas veces de forma inapropiada.

—Podría ponerme algunos ejemplos para que yo pueda entender qué quiere decir exactamente.

—Me fastidia, por ejemplo, el uso de “PLAN” a diestro y siniestro, sin venir a cuento. Porque vale si yo le digo que tengo un plan para mis próximas vacaciones, pero si le digo que estoy ahora aquí en plan neurótico, hablando con usted mientras me observa en plan de querer entenderme, ¿no le parece ridículo? Aunque este uso es de los que menos me enfurecen, pues suele ser más propio de los muy jóvenes, y yo con los jóvenes soy más tolerante, pues pienso que aún tienen remedio, antes de convertirse en los gilipollas que normalmente llegamos a ser, ya adultos.

El psicólogo seguía moviendo la cabeza arriba y abajo, como un metrónomo que marcara el ritmo de mi cháchara.

—¿Y qué me dice de la palabra “HERRAMIENTAS”? Antes, las herramientas las utilizábamos solo para arreglar el coche, o para desmontar y montar un enchufe, o para armar un mueble (incluso los de IKEA las necesitan)… Pero ahora buscamos herramientas para gestionar las emociones, los conflictos. ¡“GESTIONAR”!, otra palabreja que se ha vuelto omnipresente, como “INTERACTUAR”. Solo los idiotas y los pringaos no tenemos herramientas para gestionar e interactuar… Y una expresión que me lleva al límite de mi capacidad de control es esa de “TE LO COMPRO”, cuando en una discusión nuestro interlocutor acepta como buena alguna opinión que hemos dado. “Pues no te lo vendo”, me dan ganas de gritarle, “que te lo venda tu pu** madre”.

El psicólogo, además de continuar con su balanceo de cabeza, hizo un gesto de encogerse en su silla, a la vez que esta se deslizaba hacia atrás. Luego me dijo con voz meliflua:

—Bueno, bueno, creo que con esto me vale para empezar.

—Déjeme, y ya termino, que le hable de dos palabras que me abruman por el ritmo en que se expanden, y que no hay quien las pare. Una es RESILIENCIA. ¡Cómo se ha devaluado esta palabra de tanto usarla! Ahora todos somos resilientes. Que nuestro equipo de fútbol remonta un tres a cero y gana el partido…, que nosotros llevamos una piedrecita en el zapato durante todo el día, sin quejarnos, es porque tanto nuestro equipo como nosotros tenemos una gran capacidad de resiliencia. Así están la cosas, tremenda majadería. La otra palabra es EMPODERAR. Y no vaya usted a pensar que soy un enemigo del feminismo, nada de eso; de hecho, es IGUALDAD la palabra que más me gusta, para todos, pero es que la palabreja EMPODERAR se las trae. Estará usted conmigo en que hay palabras bellas y palabras horrendas, tanto por su significado como por su sonoridad. EMPODERAR tiene ese tufillo que emana de todo poder, que tiende a ser abusivo a poco que nos descuidemos. Pero es su fonética lo que me horripila. Es una palabra fea de cojones, y cuando uno la pronuncia parece que se le llena la boca de chulería y…

—Perfecto, perfecto… No siga. No son necesarios más ejemplos. Y me parece muy inteligente que reconozca que el problema está en usted, y que no puede ir por ahí exigiendo una determinada forma de hablar a los demás. Voy a poner en valor esta actitud suya.

— ¡¿PONER EN VALOR?! —grité—. ¡Hay que joderse! ¡Eso sí que no se lo consiento! —y trepando por la mesa que nos separaba, me lancé a por él con la intención de estrangularlo con mis propias manos. La secretaria, que oyó mis gritos y el barullo que armábamos, entró en el despacho e intentó detenerme, pero el homicidio ya se había consumado.

Es desde la cárcel desde donde escribo estas líneas. Aquí el ambiente es muy, muy chungo. He aceptado asistir a un cursillo donde me enseñan herramientas para gestionar mis emociones y así poder interactuar con los otros presos. Nadie me compra nada, soy yo el que tiene que comprar, especialmente a los presos más empoderados. ¡Y vaya si estoy aprendiendo! No dejo de recibir amenazas y hostias, pero aquí estoy, muy orgulloso de mí, en plan resiliente.

2 de noviembre

Me ayudaron con el equipaje, por llamarlo de alguna manera. Era una maleta vacía. Insistieron en ello: vete con lo puesto, no te lleves nada, ya la irás llenando. En realidad me forzaron a irme, no me querían en la casa deambulando como alma en pena por las habitaciones vacías, atrapado en los recuerdos, en un tiempo que ya no existía, cuando la casa tenía el lustre de la felicidad y no la polvorienta tristeza que ahora lo impregnaba todo; no me querían arrodillado frente al altarcito que yo mismo preparé con sus fotos, las flores y la constelación de velas. Es lo que me decían. Que me fuera. Que saliera al mundo a buscar la belleza y prendiera fuego a la casa para evitar la tentación de regresar. Que por ellos no me preocupara, que ellos habitaban cualquier lugar y seguirían siempre conmigo, que solo por la inercia de lo que fueron seguían allí.