
La cueva habla y se queja. No de la oscuridad en la que vive, ni de que los modernos cromañones la penetren para pintar sus paredes con dibujos obscenos y mensajes de autoafirmación del tipo “aquí cagué yo”, o para follar a resguardo de la intemperie y practicar la brujería en aquelarres de risa, o para colocarse en esas entrañas suyas que, junto al fuego, predisponen a la alucinación. No se queja de las botellas, latas, preservativos y demás desperdicios que van dejando. Todo eso forma parte de lo que su naturaleza de acogedor seno materno inspira. De lo que se queja es del proyecto del ayuntamiento para transformarla en moderna vivienda. Ya se ve enladrillada, alicatada, recorrida por tuberías y cables, habitada por inodoros de Porcelanosa y muebles de Ikea, aniquilado su verdadero espíritu salvaje, y ahora su boca se retuerce en un estremecedor lamento de animal herido.