La imaginación

Las normas del club eran muy claras. Solo las personas con una gran imaginación podían ser miembros. Pero ¿qué es realmente la imaginación y cómo la medirán?, se iba preguntando Rigoberto cuando entró en las oficinas del club. Se figuraba que le pondrían frente a esas clásicas láminas con manchas de tinta que uno tiene que interpretar. Pero, ¡ojo!, aunque estaba claro que no debía dar respuestas convencionales, tampoco podrían ser disparatadas y que lo tomaran por loco.

No fueron las manchas lo que le mostraron, sino la foto en papel de un huevo frito en perspectiva cenital. Delante de él, en fila, otros aspirantes iban dando sus respuestas: isla aurífera bañada por ribetes de blanca espuma, el capelo de un cardenal gay, un ojo de Homer Simpson con hepatitis… Y llegó el turno de Rigoberto. “Es evidente: un huevo frito”, dijo antes de hacer una bola con la foto y engullirla relamiéndose. Le nombraron socio honorario.

Invisibles

Cuando mamá nos dejó, me busqué un amigo invisible. Mi padre dijo que eso no era sano y que tendría que llevarme al psicólogo. Yo protesté, pues no entendía por qué todos los amigos tenían que ser visibles, si los invisibles eran muy útiles y te los podías llevar a cualquier sitio. Y así estaban las cosas cuando un día mi padre se puso a colgar un cuadro, y al ir a golpear el clavo se atizó en un dedo. Lanzó un aullido de dolor y empezó a retorcerse. Luego gritó: “¡Serás gilipollas!”. Mientras se chupaba el dedo le pregunté con quién hablas, a quién llamas gilipollas. Me respondió que era una forma de hablar, que se lo decía a sí mismo. No consiguió engañarme, y desde ese día espié sus movimientos. Al final descubrí lo que ya sospechaba: que mi padre tenía un enemigo invisible.