Cuando mamá nos dejó, me busqué un amigo invisible. Mi padre dijo que eso no era sano y que tendría que llevarme al psicólogo. Yo protesté, pues no entendía por qué todos los amigos tenían que ser visibles, si los invisibles eran muy útiles y te los podías llevar a cualquier sitio. Y así estaban las cosas cuando un día mi padre se puso a colgar un cuadro, y al ir a golpear el clavo se atizó en un dedo. Lanzó un aullido de dolor y empezó a retorcerse. Luego gritó: “¡Serás gilipollas!”. Mientras se chupaba el dedo le pregunté con quién hablas, a quién llamas gilipollas. Me respondió que era una forma de hablar, que se lo decía a sí mismo. No consiguió engañarme, y desde ese día espié sus movimientos. Al final descubrí lo que ya sospechaba: que mi padre tenía un enemigo invisible.