SOLEDADES

SOLEDAD (DRAE)

  • Carencia voluntaria o involuntaria de compañía.
  • Lugar desierto, o tierra no habitada.
  • Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo

En 1989, los hidrófonos de la Marina de Estados Unidos detectaron en las aguas del Pacífico Norte un extraño sonido, similar al patrón de canto de las ballenas azules, aunque esa misteriosa señal se elevaba hasta los 52 hercios; es decir, se hallaba fuera del umbral de frecuencia en que se comunican las ballenas azules, que oscila entre los 10 y los 32 hercios. Al principio, en plena Guerra Fría, los americanos temieron que se tratara de un nuevo modelo de submarino soviético. Al final se convencieron de que era el canto de un singular ejemplar de ballena, a la que bautizaron con el nombre de Whalien 52 o the lonely whale. No se ponen de acuerdo los expertos para explicar la singularidad de su canto. Unos creen que se trata de un desafortunado cruce entre especies: tal vez un híbrido de ballena azul y rorcual común. Otros piensan que puede ser sorda de nacimiento y que no aprendió a modular su canto correctamente. Puede que nunca lo sepamos. Sea como sea, el caso es que la ballena Whalien transita en absoluta soledad por las aguas del océano, sin poder comunicarse con las otras ballenas, sordas a su llamada.

Ha sido leyendo el magnífico libro “Mapa de soledades”, de Juan Gómez Bárcena, cuando me he enterado de la existencia de Whalien 52. El libro es un ensayo narrativo que, con muy buena prosa, alejada de los pesados textos de tono notarial, saturados de fríos datos, o de los consejos de los libros de autoayuda, reflexiona sobre este sentimiento, el de soledad, tanto en la sociedad actual como en diferentes tiempos y lugares. Tema muy vigente desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la soledad se está convirtiendo en un problema de salud pública mundial que afecta a todas las facetas de la salud, el bienestar y el desarrollo. Que el aislamiento social y la soledad también están relacionados con la ansiedad, la depresión y el suicidio. Que la soledad es una amenaza silenciosa que trasciende fronteras, edades, géneros y clases sociales.

Si he escogido la imagen de Whalien es porque me parece una potente imagen, una gran metáfora de la soledad no elegida y persistente, la que causa estragos en la salud. Dice Gómez Barcena: “Es difícil resistirse a la tentación de imaginar la vida de Whalien 52. Su existencia pesada, mortecina, gravitando en la semioscuridad del océano. Cada tanto —cada noventa minutos, según los expertos— debe ascender hasta la superficie, en busca de oxígeno. Un resuello sordo. El géiser de su respiración elevándose ante los ojos de nadie. Luego, el retorno a la profundidad, a las temperaturas cercanas a cero grados, a las dieciséis toneladas diarias de kril y plancton. Comer, seguir respirando y respirar para comer de nuevo. Una sucesión de días y de noches —aunque siempre es de noche en lo profundo del océano— que parecen flotar los unos sobre los otros, indistinguibles y vacíos: la condena de no experimentar jamás el pequeño placer que debe de sentir toda ballena al escuchar una respuesta a su llamada”.

En el capítulo del libro dedicado a la ciudad, Gómez Bárcena rescata la palabra SOLEDUMBRE, una palabra en desuso que aparece en el diccionario como sinónimo de SOLEDAD, y para la que Gómez Bárcena propone una nueva acepción, y ya no sería la soledad a secas, sino la soledad de esas personas que, en medio de la muchedumbre, rodeados de millones de semejantes, no consiguen establecer vínculos afectivos. Y ha sido la descripción de Whalien 52, incomunicado en la inmensidad del océano, la que me ha recordado esta otra soledad en las ciudades, tan característica de los tiempos en que vivimos.

Aunque no incurre Gómez Bárcena en el apunte simplista de aldea-buena, ciudad-mala, porque “Qué duda cabe de que en el mundo rural existen lazos sociales más profundos y duraderos que en el mundo urbano. Qué duda cabe, también, de que con frecuencia esos lazos nos asfixian y estrangulan. La soledumbre, esa particular sensación de estar flotando en un magma de seres humanos que no saben quiénes somos, puede ser un camino para la emancipación. Miles de personas buscan el anonimato urbano precisamente por eso: porque en él pueden estar al fin solos. Porque solo ahí pueden ser libres. La gran ciudad nos permite quebrar con las expectativas de nuestra familia o de nuestra comunidad. Sería esta una soledad elegida, pero que se desea provisional, para escapar de una asfixiante vida rural, sometida al escrutinio de los demás. La ciudad surge entonces como posibilidad de una mayor libertad para crear relaciones menos asfixiantes. Pero que no deja de ser eso, una posibilidad, que cuando no llega a realizarse nos hermana con Whalien 52, también nosotros solos en un mar de gente.

Sí, soledad elegida. Tan necesaria. Para apartarnos del bombardeo de estímulos, del ruido del mundo, y pensarnos, y reflexionar acerca de si estamos siendo la persona que realmente queremos ser, si realmente estamos siguiendo nuestro propio camino y no el que otros nos van trazando, para luego volver de nuevo al mundo, quizá no más sabios, pero sí más nosotros, más conscientes y no guiados por automatismos, por la rutina de la costumbre. Volver al mundo, pero desde esa soledad voluntaria que es espacio acogedor abierto a la creatividad, donde se pueden escribir poemas como este que he elegido de Mario Benedetti:

Rostro de vos

Tengo una soledad
tan concurrida
tan llena de nostalgias
y de rostros de vos
de adioses hace tiempo
y besos bienvenidos
de primeras de cambio
y de último vagón

tengo una soledad
tan concurrida
que puedo organizarla
como una procesión
por colores
tamaños
y promesas
por época
por tacto
y por sabor

sin temblor de más
me abrazo a tus ausencias
que asisten y me asisten
con mi rostro de vos

estoy lleno de sombras
de noches y deseos
de risas y de alguna
maldición

mis huéspedes concurren
concurren como sueños
con sus rencores nuevos
su falta de candor
yo les pongo una escoba
tras la puerta
porque quiero estar solo
con mi rostro de vos

pero el rostro de vos
mira a otra parte
con sus ojos de amor
que ya no aman
como víveres
que buscan su hambre
miran y miran
y apagan mi jornada

las paredes se van
queda la noche
las nostalgias se van
no queda nada

ya mi rostro de vos
cierra los ojos

y es una soledad
tan desolada

Días de confinamiento III: ventanas

 

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VENTANAS

Entra en el cuarto de baño y frente al espejo se pone la dentadura y se acicala primorosamente aunque sin excesos: un poco de rímel, algo de colorete, un ligero repaso en los labios, los juveniles pendientes que le regaló su nieta. Luego va hasta el armario de su dormitorio y coge una blusa verde musgo y una falda gris. Todo esto por si acaso, porque es así como quiere que la recuerden.

Y es que hoy Julia ha empezado a tener fiebre y a respirar con dificultad, mala señal en estos tiempos en que la Parca anda obsesionada con la gente de su edad. Pero no es ella una mujer pasiva, decide actuar antes de que venga a buscarla la ambulancia.

Después de mirarse en el espejo de cuerpo entero y darse el visto bueno, se dirige al salón y allí abre la ventana que da al norte, de par en par. Vive en un décimo y puede ver la sierra de Madrid con una nitidez antes imposible, cuando la ciudad se hallaba bajo el sucio y grasiento velo de la polución. Ahora, con la ciudad vacía y paralizada, es como si los restauradores de cuadros hubieran aplicado todas sus artes al lienzo de Madrid y esa neblina gris que uniformaba el paisaje se hubiera esfumado para descubrir los exactos perfiles de las cosas, los colores que la fea pátina ocultaba. Julia se pone de puntillas y con esfuerzo se incorpora sobre el alféizar para asomarse a la calle y aspirar hondo, muy hondo: el aire y toda la belleza que hay allí fuera. Luego cierra la ventana y da media vuelta: es el momento de grabar.

La tabla de la plancha le viene de perlas. La regula hasta alcanzar la altura que le permitirá enfocarse sentada en el sillón donde acostumbra a leer. Y sobre la tabla coloca el móvil, apoyado en una taza. Es algo rudimentario pero puede valer. Solo le queda llamar al periquito, que vuela libre por la casa. A una señal suya, el animalito vuela desde la lámpara donde se halla encaramado hasta su hombro. Y ya en el sillón Julia mira hacia la pantalla del móvil y pulsa en el icono de grabar: “Querida familia…”, así empieza el mensaje, y por el amoroso picoteo del periquito en el lóbulo de su oreja, se diría que es él quien se lo va dictando.

Heráclito

gato

Hoy me he encontrado a la señora Concha en el camino a casa. Es una anciana muy lúcida que nunca habla de las enfermedades que padece, que son muchas. Por eso me gusta hablar con ella. Por eso y porque sonríe hasta cuando está triste. Me ha tomado del brazo y me ha dicho que se le murió Heráclito. Heráclito es su gato, y digo “es” y no “era” porque sigue hablando de él como si aún estuviera vivo. Su amigo de tantos años.

“Lo encontré en el jardín de casa —me cuenta mientras caminamos juntos—. Al principio solo oí su maullido, que parecía el lamento de un niño. Como era una noche desapacible y el viento borraba por momentos sus gemidos, no me fue fácil orientar mis pasos. Pero al final pude alumbrarlo con la linterna. Era gris y temblaba debajo del sauce. De todos los árboles del jardín, el sauce es mi preferido. Lo rescaté de la hierba crecida y lo arrimé a mi pecho. Apenas rebasaba la palma de mi mano. Lo cubrí con una chaqueta para darle calor y me lo llevé a la casa. Pero solo dejó de maullar cuando empezó a beber la leche de un biberón que improvisé con una botella y el dedo de un guante de goma. Mientras chupaba, abría y cerraba los ojos, hasta que los chupetones fueron espaciándose y se quedó dormido. Pensé en Manuel, y en que si hubiera estado a mi lado, habría visto con qué mimo lo cuidaba. Lo instalé en un rincón del salón, en una gran cesta de mimbre. Me sentía dichosa cuidándolo. Lo veía engordar y crecer por días, con su brillante pelo gris. También él parecía feliz a mi lado, me buscaba, se acurrucaba a mis pies o se subía a mi regazo. Mientras lo acariciaba me gustaba mirar sus ojos, que aún de un color indefinido parecían virar al amarillo, y sus pupilas, que se adaptaban a las variaciones de luz, desde un hilillo vertical a plena luz hasta un círculo perfecto y luminoso en la oscuridad. Cuando se dormía en mis brazos, sentía su respiración lenta y apacible, y entonces me sentía orgullosa de cómo iban las cosas entre nosotros. Al principio no se atrevía a salir de los límites del salón, pero a medida que fue ganando fortaleza y confianza empezó a curiosear por todos los rincones. Me divertía ir en su busca. A veces tardaba en dar con él, y solo un maullido o el ruido de sus juguetonas pezuñas me permitían seguir su rastro. Cuando lo encontraba me inspiraba una gran ternura, tan pequeño, como un muñequito de peluche gris al que hubieran dado cuerda. Me acercaba, lo cogía con una mano y lo arrimaba a mi mejilla para sentir el delicado tacto de su pelo, los latidos de su corazón. Fue un regalo del destino para aliviar mi soledad. Una inestimable compañía en esos momentos difíciles. Y ya desde el principio busqué un nombre que ponerle, pero ninguno me convencía. Me dije que en cualquier momento, cuando menos lo esperara, el nombre me vendría a la boca y ese sería el nombre, no podría ser otro. Y eso ocurrió un día en que yo estaba leyendo un libro de filosofía y vino él a posar una pata en la página dedicada a Heráclito, quien decía que nadie se puede bañar dos veces en el mismo río porque todo fluye y nada permanece. Y supe que ese era su nombre: Heráclito”.

La señora Concha se paró en seco, se giró hacia mí y, sin dejar de sonreír, me dijo:

Hay quien, cuando le amputan un brazo o una pierna, sigue sintiendo el brazo, la pierna. Lo llaman miembro fantasma. A mí me han amputado a Heráclito, pero yo sigo sintiéndolo. Está aquí conmigo, doliéndome, se acurruca en mi pecho, noto su respiración, abre los ojos y me mira con esa mirada suya de ancestral sabiduría, y siento que todo fluye, que la vida sigue».

Bartleby el escribiente

Bartleby

Imagina que eres el jefe de una oficina cualquiera, y que uno de tus empleados, hasta entonces eficiente en su trabajo, responde un día a tus requerimientos con la frase preferiría no hacerlo; y que en lo sucesivo, a cada petición tuya, persevera en esa letanía de preferiría no hacerlo, imperturbable, como un autómata programado para dar esa respuesta.

Ahora deja de imaginar, ese es el argumento de Bartleby el escribiente, el relato escrito por Herman Melville en 1853. El jefe de la oficina es el narrador de la historia, y Bartleby es el empleado-escribiente que “prefiere no hacerlo”, uno de los protagonistas más pasivos de toda la historia de la literatura, quizá solo superado – entre los personajes que recuerdo- por Esteban, el protagonista del relato El ahogado más bello del mundo, de García Márquez, y al que es difícil superar en pasividad, pues Esteban es un cadáver, si bien un cadáver que terminará transformando a toda una comunidad. Y no es casual esta asociación entre los dos personajes, porque Bartleby es una especie de muerto en vida.

Aunque Bartleby da el título al relato, no es realmente el protagonista de la historia. El verdadero protagonista es el jefe. Es a él a quien vemos evolucionar a lo largo de las páginas, pasando por el vaivén de estados de ánimo que le provoca la incomprensible pasividad de Bartleby, que más que un personaje es un concepto: en términos freudianos, el del instinto de muerte que nos conduce a la NADA. Un abismo que nos atrae, pues en cada uno de nosotros hay un Bartleby agazapado.

Del escribiente que se niega a escribir sabemos que tenía una figura “pálidamente pulcra, lamentablemente decente e incurablemente desolada” y poco más, el resto es silencio. Utilizaré una metáfora para mostrarte la relación que se establece entre el jefe y Bartleby. Por ello te vuelvo a pedir un ejercicio de imaginación. Imagina una mancha de humedad en la pared decorada de la oficina. Esa mancha se va extendiendo, ocupando toda la superficie, y en su progreso va borrando la decoración, creando formas diversas que en realidad no son nada, pero en las que el jefe, como si estuviera ante uno de esos tests proyectivos que utilizan algunos psicólogos, va proyectando, a través del significado que les da a las mismas, imágenes de su personalidad. Bartleby, como ya habrás supuesto, es la mancha de humedad, un vacío que revela a quien lo contempla.

He dicho que el verdadero protagonista de la historia es el jefe, y he dado mis razones, pero cuando termines de leer el libro y pase el tiempo, quizá te suceda lo que a mí: solo te acordarás de Bartleby, paradójicamente un hueco en tu cerebro.

Seguro que mi exposición te ha resultado críptica, oscura. Esa es la intención, porque así es la vida y el comportamiento de Bartlebly, aunque en el epílogo del relato le llega al jefe un rumor que podría explicar la extraña conducta de Bartleby; explicación que, atendiendo al sentido y atmósfera de la historia, me parece un añadido innecesario. Y si no has leído Bartleby el escribiente, espero que la oscuridad de estas líneas despierte en ti la curiosidad de leerlo. Aunque tal vez prefieras no hacerlo.

SUGERENCIA

Chateando

CHAT

ZEUS es el alias que el señor K ha elegido para hablar en el chat. Y se describe como piloto de salvamento marítimo, alto, moreno y de ojos verdes, cuando en realidad es administrativo en una oficina de pompas fúnebres, bajito, calvo, miope y vive con un canario que no canta. ZEUS lleva meses chateando con AFRODITA, que se describe como directora general de una multinacional; de 90, 60, 90 y un metro setenta y cinco de estatura, además de apasionada y contorsionista, cuando en realidad es otro señor bajito, calvo y con gafas, que trabaja de administrativo en una oficina de pompas fúnebres en una ciudad tan parecida a la del señor K y con unas costumbres tan similares a las del señor K que se diría que ZEUS y AFRODITA son, sin ellos saberlo, dos almas gemelas que viven en la distancia una soledad compartida.

 

Con mi traje de astronauta

astronauta

Este es un relato que me publicaron en la revista digital ARIADNA. Me sirve para esos días torcidos en que reniego del planeta Tierra y sus habitantes. 

Náufrago

Debe de ser una imagen extraña la que compongo flotando en el espacio con este pesado traje de quince capas que se suponía me iba a proteger de todo pero que finalmente será mi tumba… Una momia del siglo XX para los futuros arqueólogos del espacio. Sigue leyendo