Este es un relato que me publicaron en la revista digital ARIADNA. Me sirve para esos días torcidos en que reniego del planeta Tierra y sus habitantes.
Náufrago
Debe de ser una imagen extraña la que compongo flotando en el espacio con este pesado traje de quince capas que se suponía me iba a proteger de todo pero que finalmente será mi tumba… Una momia del siglo XX para los futuros arqueólogos del espacio.
Una imagen tan extravagante que por un momento me he visto como aquel tipo alucinado del tango “Balada para un loco”. ¿Lo conocen?: “… medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies y una banderita de taxi libre levantada en cada mano (…) medio bailando y medio volando”.
Pues así me veo yo, un loco bailando y volando entre estrellas de distintos colores que, curiosamente, no parpadean; un loco dentro de este casco de astronauta con vistas panorámicas al infinito. Y la inevitable nostalgia del mundo que dejé, porque el espacio sideral por el que vago desde hace días no es en realidad espacio, es más idea, concepto, que me sobrecoge con su ausencia de esquinas, de placitas y autopistas, con el eco de su silencio, porque eso de la Música de las Estrellas, de la Sinfonía del Universo es pura patraña, un invento de aquellos que desde la Tierra miran al firmamento agarrados a una mano enamorada.
¡Qué aburrimiento la Eternidad! Perdido en esta inmensidad, uno comprende que si hay un Dios, si Dios es este universo que nos envuelve, tuvo que crear al hombre para despabilarse de su modorra divina, de su bostezo perpetuo. El hombre: el bufón necesario para que Dios se estremezca en su lecho infinito, un ente imprevisible, una desviación en la geometría del cosmos.
Sí, qué aburrimiento. Y qué nostalgia de mi pequeño universo hecho de cosas pequeñas: el café y el puro de la sobremesa; el sol que me calienta el brazo mientras conduzco y en la radio suena Elvis, pongamos; la lluvia y los charcos; las trifulcas con mis amigos por el penalti que sí fue no fue… Hasta de los atascos tengo nostalgia, y de la mierda de los perros en las aceras y del humo de los coches.
Estoy muy solo aquí arriba… aquí abajo… aquí en medio. Aunque hay otros paseantes del universo, personajes fantasmagóricos que como yo flotan en esta espectacular Nada. Ayer me encontré con uno de ellos. Algo realmente milagroso si pensamos que la probabilidad de que esto ocurriera era casi nula.
Lo vi venir desde lejos. Viajaba sobre un montón de chatarra ―toneladas de chatarra vagan por el espacio, no sé si lo sabían―, y parecía un náufrago a la deriva en una embarcación de pesadilla. Me adelantó, pasó muy cerca de mí saludándome con la mano en alto. Yo también le saludé. Y me hubiera gustado embarcarme en su destartalada nave, a su lado, para viajar juntos hasta el final y no morir en monstruosa soledad. Pero ni siquiera mi mano enguantada alcanzó a estrechar la suya. Sólo nuestras miradas se encontraron, y nos sonreímos con una sonrisa lenta y triste. Luego lo vi alejarse. Se perdió. Yo también me perdí para él. Fue el encuentro de dos espectros sin rumbo, aunque ingenuamente imaginé que nos reencontrábamos en algún bulevar de la Tierra, caminando entre árboles de hojas caducas, rodeados de niños realmente niños y de mujeres de cuerpo de primavera y ojos soñadores.
Porque ésta es la belleza que añoro. Aquí el sol aparece de súbito, y se oculta igual de rápido, apenas unos segundos. Pero en ese breve intervalo de tiempo se pueden ver al menos ocho franjas diferentes de color que van y vienen, desde el rojo brillante hasta el azul más oscuro. Dieciséis amaneceres y dieciséis ocasos cada día, y todos distintos. Ciertamente es un espectáculo majestuoso, y podría describir otros paisajes de ensueño, como las orillas verdiblancas de las auroras o los destellos de los relámpagos en la atmósfera transparente, pero es aquella otra belleza la que necesito: la belleza de las cosas cotidianas, invisible cuando se esta muy cerca, pero que desde la distancia a la que me encuentro se me revela como el mayor tesoro de este maldito e indescifrable universo; esa belleza agazapada en el minúsculo planeta que llamamos Tierra y que ahora, en la lejanía, veo como una perla azul de frágil apariencia, veteada de blanco, reluciente sobre el fondo de un mar negro. El planeta donde está todo lo que amo y todo lo que odio. Todo lo que es. El planeta al que nunca regresaré.
Y así estoy, con estos pensamientos que pronuncio en voz alta por si alguien en algún lugar pudiera oírme, con el permanente silbido del ventilador de la mochila reciclando el aire de este traje de fantoche, esperando a que se agote el oxígeno y llegue el Fin, medio bailando y medio volando entre estrellas fugaces y meteoritos bobos.