Con nocturnidad y alevosía

Circula Inocencio por una carretera comarcal, no muy lejos de la pequeña ciudad donde vive. Los faros de su coche van descosiendo lentamente el camino en la noche de verano. Le gustan esos momentos de tranquilidad, con las ventanillas bajadas para oír los sonidos de la naturaleza, el brazo izquierdo por fuera para sentir el tacto de la brisa en la piel. Es entonces, al salir de una curva, cuando lo deslumbra una potente luz que viene del fondo de una hondonada que conoce bien. Quiere la casualidad —es lo que piensa, haciendo honor a su nombre— que a un lado de la carretera se encuentre un camino de tierra por el que podrá conducir hasta llegar al objetivo. Y es lo que hace: dirigirse hacia la luz. De joven, mucho antes de ser el dueño de una prospera empresa de piensos, trabajó de pastor trashumante, y dormía al raso o en refugios improvisados: no le tiene miedo ni a la soledad ni al campo en la noche

Ya hace años que no recorre este camino de tierra, por eso no le extraña que ahora esté libre de baches y socavones, flanqueado por mojones pintados de blanco, lo cual le facilita la conducción. Cuando se halla a unos cincuenta metros de la luz, la luz se apaga, quedando otras luces encendidas, luces de posición que dibujan la silueta no de un edificio ni de cualquier otra construcción que a Inocencio le resulte familiar, sino la de uno de esos platillos volantes que forman parte del imaginario colectivo. Del vientre del platillo sale una escalera que se va deslizando hasta llegar al suelo.

Inocencio lo interpreta como una invitación, y lejos de atemorizarse y dar marcha atrás, siente una profunda emoción. No es un hombre religioso, pero da gracias a ese dios indefinido e inaprensible que, ahora que lo piensa, lo habrá elegido a él para tan importante misión. Y es que Inocencio mantiene obsesivamente la idea de que solo la llegada de los extraterrestres a la Tierra podrá librarnos de la destrucción de nuestro planeta. Aunque, por otra parte, circulan muchas historias de personas que aseguran haber sido abducidas, y luego son tratadas como enfermas mentales, o sus historias solo sirven de relleno en las revistas y programas de lo extravagante. ¿No serán las apariciones de extraterrestres la versión modernizada de las apariciones marianas? En todo caso, ¿han servido para algo esos contactos? La única certeza es que se halla delante de lo que parece ser un platillo volante, y no es una alucinación, ni él va bebido o drogado. Aunque no sabe cómo terminará esta experiencia, no se va a arredrar, tiene que aprovechar la oportunidad que se le está dando. De no hacerlo, lo lamentaría el resto de su vida. Baja del coche y camina hasta el inicio de la escalera. Allí se detiene por un instante, para tomar cabal conciencia del paso que va a dar. Luego empieza a subir, sin prisa, con la solemnidad que requiere el momento. A punto de salvar el último peldaño y entrar en la nave, una espesa niebla sale a recibirlo.

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Cuando Inocencio abre los ojos se encuentra en el centro de una gran esfera de cristal, como si él fuera el núcleo de una célula gigante. De sus muñecas y tobillos parten unas gruesas y tensadas cuerdas que se aferran a la superficie interior de la esfera para mantenerlo en el aire, inmóvil y equidistante del perímetro.

—Veo que has despertado, Inocencio— la voz proviene de un ser que se encuentra a la derecha de la esfera de cristal. A excepción del casco, viste un traje similar al de los astronautas y su cuerpo tiene las características de un ser humano: un torso, dos brazos y dos piernas, pero su rostro recuerda la fisonomía de un pulpo—. Eres un hombre valiente que no ha temido contactar con nosotros. ¿Quieres decirnos algo? Estamos muy interesados en lo que puedas contarnos. Conocemos tu idioma.

Desorientado, desprendiéndose aún de los efectos de la niebla que lo dejó inconsciente, Inocencio tarda unos segundos en situarse, en comprender en qué lugar está y para qué, en retomar el hilo de su vida. Entonces, como un escolar que repite la lección, y a pesar de la incómoda postura en que se encuentra, suelta el discurso que se ha repetido a sí mismo tantas veces.

—Aquí en la Tierra no dejamos de encadenar guerras, una tras otra, cada vez con mayor poder destructivo; el conocimiento de la Historia, al contrario de lo que se dice, no nos impide repetirla. Los psicópatas se van adueñando del mundo, secundados por los propietarios de las tecnologías de la comunicación, que entran en nuestros más recónditos pensamientos y deseos con nuestra colaboración, haciéndonos creer que nuestras elecciones son libres. Vertemos opiniones basura en las redes sociales, y se expanden, y se replican, y se aplauden, porque es lo que vende. Somos incapaces de cuidar de nuestro hábitat, y cada vez es más difícil distinguir la verdad de la mentira, y las desigualdades entre ricos y pobres crecen. Confío, señor extraterrestre, en que ustedes hayan alcanzado la verdadera sabiduría y no vengan a someternos, a explotarnos, y sí a ayudarnos a corregir nuestros errores y a recordarnos todo lo maravilloso que también, sin duda, habita en nosotros.

Terminado su discurso, Inocencio se queda esperanzado, y jadeando como si acabará de correr los cien metros lisos. Realmente confía en la ayuda de los alienígenas.

—Inocencio—dice el señor extraterrestre—, no solo eres un hombre valiente, también eres un buen hombre, de nobles sentimientos. Ojalá todos fuéramos como tú, un modelo a seguir. ¡Bravo, Inocencio! ¡Magnífico! ¡Encended ya las luces!

Y las luces iluminan el espacio que hasta entonces se había mantenido en la penumbra, a la espalda de Inocencio, detrás de la esfera que ahora hacen girar para que él pueda ver, aturdido y humillado, unas gradas repletas de público gritando su nombre y aplaudiendo, y la pared al fondo con el logotipo del programa Máximo Entretenimiento, del canal KK TELEVISIÓN, y la imagen proyectada de su famoso presentador, ya sin el disfraz.

Artificios

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El inspector Gadget se escondió bajo la mesa del restaurante. Se sentía avergonzado. Nunca antes había padecido tan contundente rechazo por parte de una mujer. De nada le habían servido sus artilugios para las noches de conquista: el gadgetoestimulador de deseo a distancia; la gadgetomano aterciopelada con que acarició su esbelto cuello; el gadgetopinganillo acoplado a su propio oído que le dictaba la pasional verborrea que luego él repetía con perfecta y emotiva dicción; el ardiente reflejo instalado en sus negros gadgetojos… No, nada de eso alcanzaba a esta mujer, impasible como un pájaro disecado. Entonces el inspector simuló buscar unas monedas bajo la mesa, para ocultar el rubor que le encendía las mejillas. Y así estuvo unos segundos que le parecieron eternos, hasta que comprendió que era su corazón lo que debía ofrecer a la mujer. No el gadgetocorazón, sino aquel que palpita y sufre, el corazón que muere.

Mi bicicleta estática

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Cuando la familia me regaló una bicicleta estática por mi cumpleaños, yo ya tenía noticia de que el destino último de estos artilugios es el de servir de rop­ero. Por eso, lo primero que pensé al verla en un rincón de la habitación, en perfecta simetría con el ficus benjamina del rincón opuesto, fue que el tipo que inventó la bicicleta estática debía de estar dotado de un gran poder de persuasión, pues no es moco de pavo convencer a alguien de que compre una bicicleta sin ruedas.

Me imagino al tipo delante de su bicicleta inútil (ahora no viene al caso saber por qué a su bicicleta le faltaban las ruedas), preguntándose qué hacer con ella, y como es un hombre práctico, lo primero que se le ocurre es vendérsela al vecino. Es entonces cuando astutamente decide quitarle importancia a las ruedas para dársela a los pedales, y señalar los beneficios de viajar con la imaginación, sin moverse de casa: “No tienes riesgo de accidentes, y al mover los pedales mueves las piernas, que a su vez mueven el corazón. ¡¿Quién quiere ruedas?!”, algo así le diría al vecino, palabras que con ligeras variantes utilizaría posteriormente la publicidad. Y después de venderle la bicicleta, ya puesto, le vendería un cuchillo sin filo, argumentando que era lo mejor para hacer ejercicios de brazos y muñecas.

He de reconocer que la bicicleta estática, con ese movimiento circular que describen las piernas y que no te lleva a ninguna parte, ayuda a pensar. Pero, a veces, ese mismo movimiento se proyecta en el cerebro con pensamientos redundantes, obsesivos, que son bienvenidos cuando tus ideas son alegres o quieres profundizar en un tema, pero que en los días sombríos te llevan a pensar que allí subido, dando pedales sin ton ni son, eres como un hámster corriendo en su rueda giratoria, la metáfora de una vida estancada.

Para evitar estos lúgubres pensamientos, empecé a ponerme retos de tiempo, distancia y velocidad, cuyas mediciones aparecían en la pantallita de la bicicleta. Así, por ejemplo, me decía: “¿A ver cuánto tardo en hacer los 38 Kilómetros que me separan de Chinchón?”, y hasta Chinchón que me iba dando pedaladas reales con desplazamientos imaginarios. O bien: “¿A ver cuánta distancia recorro si pedaleo como un poseso durante cinco minutos?”. Pero pronto tuve que dejar estas prácticas, pues me estaba convirtiendo en una especie de científico loco con las estadísticas y sus gráficos, cuyo objeto de estudio era yo mismo, ahora definitivamente convertido en una cobaya de laboratorio.

Entonces, como último intento, trasladé la bicicleta al otro lado de la habitación, cerca del ficus benjamina y de la ventana, que dejaba abierta de par en par para respirar el aire de la calle y recibir las clemencias o inclemencias del tiempo. Previamente había anclado una televisión de pantalla panorámica de 70 pulgadas en la pared, justo enfrente de la bicicleta. Mientras pedaleaba veía documentales que me conducían por los bellos parajes del planeta, con la ilusión de que me hallaba en medio de la naturaleza. Y tal fue el gusto que le tomé a esa experiencia que, llegado el verano, me propuse correr el Tour de Francia.

Me compré un maillot amarillo, un culotte negro y un casco fucsia para dar mayor veracidad a mi aventura, y de esa guisa vestido, a la hora en que TVE conectaba con el Tour, yo estaba allí, al lado de la ventana, frente al televisor y pedaleando, intentando seguir el ritmo de los escapados, o del pelotón, si la carrera discurría sin sobresaltos. El ficus benjamina movía sus hojas para darme ánimos. Me gustaban especialmente los días de montaña. En las subidas, aumentaba el nivel de resistencia de los pedales, y me ponía de pie sobre la bicicleta en mi ascensión a la cima; y en las bajadas, reduciendo al mínimo esa resistencia, pedaleaba frenéticamente con el cuerpo vencido sobre el manillar, como había visto que hacían los ciclistas: “A tumba abierta”, lo llaman.

Realmente disfrutaba de mi personal Tour, pero un día, azares de la vida, empezó a llover sobre los cuerpos encorvados de los ciclistas, y también frente a la ventana de mi casa, por donde entraba el agua azotada por el viento. Fue grandioso seguir las ruedas de Contador y Schleck en su disputada ascensión al Tourmalet, golpeándome el agua en la cara, empapados el maillot, el culotte y el casco, hasta que pasados unos minutos dejó de llover y se dibujaron dos arcoíris: uno, en el cielo de la carrera; el otro, en el cielo que se veía desde mi ventana. Mágico momento, pero que apenas duró, pues de repente, creo que por el cruel contraste entre ese mundo virtual de la pantalla y el real en el interior de mi habitación, tomé plena conciencia del esperpéntico ciclista en que me había transformado. Así que dejé de pedalear y me bajé de la bicicleta con intención de no volver a subirme nunca más. Después consolé al ficus, que lloraba no sé si lágrimas amargas o dulces por mi deserción, y chorreando me fui a la cocina a prepararme una tila alpina, pues, según una muy optimista amiga, alivia todas las dolencias del espíritu.

Mañana me compraré una bicicleta de verdad, de las que te recuerdan que puedes caer si no mantienes el equilibrio. La estática se la he ofrecido a un vecino por una módica cantidad. Le he repetido el argumento de que es muy buena para la salud, y de que quien mueve las piernas, mueve el corazón, sin el riesgo de que le atropellen. Del resto no le voy a decir nada, lo descubrirá por sí mismo. Y mientras decide si me la compra o no, mi ropa se va acumulando sobre el manillar y el sillín de la bicicleta estática, más estática que nunca, que ahora parece un espantapájaros doméstico y gordo que ha acabado de espantar mi escaso interés por pedalear a lo tonto.

Baltasar

 

Reyes Magos

El día de Reyes me disfracé de rey Baltasar para darle una sorpresa a mi nieta Ana, de tres años. Me puse peluca y barba blancas para ocultarme mejor, y una corona de cartulina forrada con papel de oro. La cara me la embadurné de betún, y me vestí con una colcha roja a modo de túnica. Por último, me cubrí los hombros con una capa de fieltro blanco al que pegué unos pequeños pompones de lana negra para simular la piel del armiño. Estaba perfecto: ni yo mismo me reconocía en el espejo.

De esta guisa, con un saco lleno de regalos, me presenté en casa de mi hija. Ella y mi yerno me recibieron con aspavientos de alegría, una copita de anís y un plato con turrón, tal y como habíamos acordado. Pero Ana, en brazos de su madre, se hizo pis, no sé si de la emoción o de miedo, pues, aún recelosa, dudaba entre venir conmigo o quedarse con su madre, que la animaba a pasar de sus brazos a los míos.

Pasados unos minutos, ya más tranquila y liberada de humedades, Ana empezó a hablarme, sentada sobre mis rodillas, y me preguntó por mi país y por los otros Reyes, por los camellos y los pajes, por el niño Jesús y la Estrella de Belén. Y me hizo un dibujo de un rey Mago montado en un camello. Uno de esos dibujos infantiles donde una pierna del rey se veía a través del cuerpo exageradamente giboso de un camello de dos patas y larguísima lengua.

Cuando me fui, Ana se quedó jugando con sus nuevos regalos. “¿Sabes, Ana, quién era, cómo se llama el rey que te ha traído los regalos?”, me contó mi hija que le preguntó, y la niña, concentrada en el juego y sin mirar a su madre, dijo: “Sí, el abuelo rey”.