Cuando la familia me regaló una bicicleta estática por mi cumpleaños, yo ya tenía noticia de que el destino último de estos artilugios es el de servir de ropero. Por eso, lo primero que pensé al verla en un rincón de la habitación, en perfecta simetría con el ficus benjamina del rincón opuesto, fue que el tipo que inventó la bicicleta estática debía de estar dotado de un gran poder de persuasión, pues no es moco de pavo convencer a alguien de que compre una bicicleta sin ruedas.
Me imagino al tipo delante de su bicicleta inútil (ahora no viene al caso saber por qué a su bicicleta le faltaban las ruedas), preguntándose qué hacer con ella, y como es un hombre práctico, lo primero que se le ocurre es vendérsela al vecino. Es entonces cuando astutamente decide quitarle importancia a las ruedas para dársela a los pedales, y señalar los beneficios de viajar con la imaginación, sin moverse de casa: “No tienes riesgo de accidentes, y al mover los pedales mueves las piernas, que a su vez mueven el corazón. ¡¿Quién quiere ruedas?!”, algo así le diría al vecino, palabras que con ligeras variantes utilizaría posteriormente la publicidad. Y después de venderle la bicicleta, ya puesto, le vendería un cuchillo sin filo, argumentando que era lo mejor para hacer ejercicios de brazos y muñecas.
He de reconocer que la bicicleta estática, con ese movimiento circular que describen las piernas y que no te lleva a ninguna parte, ayuda a pensar. Pero, a veces, ese mismo movimiento se proyecta en el cerebro con pensamientos redundantes, obsesivos, que son bienvenidos cuando tus ideas son alegres o quieres profundizar en un tema, pero que en los días sombríos te llevan a pensar que allí subido, dando pedales sin ton ni son, eres como un hámster corriendo en su rueda giratoria, la metáfora de una vida estancada.
Para evitar estos lúgubres pensamientos, empecé a ponerme retos de tiempo, distancia y velocidad, cuyas mediciones aparecían en la pantallita de la bicicleta. Así, por ejemplo, me decía: “¿A ver cuánto tardo en hacer los 38 Kilómetros que me separan de Chinchón?”, y hasta Chinchón que me iba dando pedaladas reales con desplazamientos imaginarios. O bien: “¿A ver cuánta distancia recorro si pedaleo como un poseso durante cinco minutos?”. Pero pronto tuve que dejar estas prácticas, pues me estaba convirtiendo en una especie de científico loco con las estadísticas y sus gráficos, cuyo objeto de estudio era yo mismo, ahora definitivamente convertido en una cobaya de laboratorio.
Entonces, como último intento, trasladé la bicicleta al otro lado de la habitación, cerca del ficus benjamina y de la ventana, que dejaba abierta de par en par para respirar el aire de la calle y recibir las clemencias o inclemencias del tiempo. Previamente había anclado una televisión de pantalla panorámica de 70 pulgadas en la pared, justo enfrente de la bicicleta. Mientras pedaleaba veía documentales que me conducían por los bellos parajes del planeta, con la ilusión de que me hallaba en medio de la naturaleza. Y tal fue el gusto que le tomé a esa experiencia que, llegado el verano, me propuse correr el Tour de Francia.
Me compré un maillot amarillo, un culotte negro y un casco fucsia para dar mayor veracidad a mi aventura, y de esa guisa vestido, a la hora en que TVE conectaba con el Tour, yo estaba allí, al lado de la ventana, frente al televisor y pedaleando, intentando seguir el ritmo de los escapados, o del pelotón, si la carrera discurría sin sobresaltos. El ficus benjamina movía sus hojas para darme ánimos. Me gustaban especialmente los días de montaña. En las subidas, aumentaba el nivel de resistencia de los pedales, y me ponía de pie sobre la bicicleta en mi ascensión a la cima; y en las bajadas, reduciendo al mínimo esa resistencia, pedaleaba frenéticamente con el cuerpo vencido sobre el manillar, como había visto que hacían los ciclistas: “A tumba abierta”, lo llaman.
Realmente disfrutaba de mi personal Tour, pero un día, azares de la vida, empezó a llover sobre los cuerpos encorvados de los ciclistas, y también frente a la ventana de mi casa, por donde entraba el agua azotada por el viento. Fue grandioso seguir las ruedas de Contador y Schleck en su disputada ascensión al Tourmalet, golpeándome el agua en la cara, empapados el maillot, el culotte y el casco, hasta que pasados unos minutos dejó de llover y se dibujaron dos arcoíris: uno, en el cielo de la carrera; el otro, en el cielo que se veía desde mi ventana. Mágico momento, pero que apenas duró, pues de repente, creo que por el cruel contraste entre ese mundo virtual de la pantalla y el real en el interior de mi habitación, tomé plena conciencia del esperpéntico ciclista en que me había transformado. Así que dejé de pedalear y me bajé de la bicicleta con intención de no volver a subirme nunca más. Después consolé al ficus, que lloraba no sé si lágrimas amargas o dulces por mi deserción, y chorreando me fui a la cocina a prepararme una tila alpina, pues, según una muy optimista amiga, alivia todas las dolencias del espíritu.
Mañana me compraré una bicicleta de verdad, de las que te recuerdan que puedes caer si no mantienes el equilibrio. La estática se la he ofrecido a un vecino por una módica cantidad. Le he repetido el argumento de que es muy buena para la salud, y de que quien mueve las piernas, mueve el corazón, sin el riesgo de que le atropellen. Del resto no le voy a decir nada, lo descubrirá por sí mismo. Y mientras decide si me la compra o no, mi ropa se va acumulando sobre el manillar y el sillín de la bicicleta estática, más estática que nunca, que ahora parece un espantapájaros doméstico y gordo que ha acabado de espantar mi escaso interés por pedalear a lo tonto.