El día de Reyes me disfracé de rey Baltasar para darle una sorpresa a mi nieta Ana, de tres años. Me puse peluca y barba blancas para ocultarme mejor, y una corona de cartulina forrada con papel de oro. La cara me la embadurné de betún, y me vestí con una colcha roja a modo de túnica. Por último, me cubrí los hombros con una capa de fieltro blanco al que pegué unos pequeños pompones de lana negra para simular la piel del armiño. Estaba perfecto: ni yo mismo me reconocía en el espejo.
De esta guisa, con un saco lleno de regalos, me presenté en casa de mi hija. Ella y mi yerno me recibieron con aspavientos de alegría, una copita de anís y un plato con turrón, tal y como habíamos acordado. Pero Ana, en brazos de su madre, se hizo pis, no sé si de la emoción o de miedo, pues, aún recelosa, dudaba entre venir conmigo o quedarse con su madre, que la animaba a pasar de sus brazos a los míos.
Pasados unos minutos, ya más tranquila y liberada de humedades, Ana empezó a hablarme, sentada sobre mis rodillas, y me preguntó por mi país y por los otros Reyes, por los camellos y los pajes, por el niño Jesús y la Estrella de Belén. Y me hizo un dibujo de un rey Mago montado en un camello. Uno de esos dibujos infantiles donde una pierna del rey se veía a través del cuerpo exageradamente giboso de un camello de dos patas y larguísima lengua.
Cuando me fui, Ana se quedó jugando con sus nuevos regalos. “¿Sabes, Ana, quién era, cómo se llama el rey que te ha traído los regalos?”, me contó mi hija que le preguntó, y la niña, concentrada en el juego y sin mirar a su madre, dijo: “Sí, el abuelo rey”.