Un bloqueo navideño

  El señor K mueve los dedos en el aire sobre el teclado de su ordenador, como si estuviera haciendo ejercicios de calentamiento. Espera que le llegue la inspiración, pero no le llega. La página sigue en blanco. Hace horas paseaba por entre los puestos navideños de la Plaza Mayor y por las calles de la ciudad adornadas con juegos de luces. Buscaba contagiarse de la atmósfera de la Navidad, de sus imágenes, de sus olores y sabores, de sus sonidos, para luego escribir un relato que quiere presentar a un concurso literario de tema navideño. Pero nada, ahí sigue, sentado a su escritorio, con cara de alelado, y eso que adaptando a su manera la experiencia de Proust con la famosa magdalena, se ha comido un polvorón acompañado de una copita de anís, para ver si así se le abrían las compuertas de la creatividad. Ni por esas, su estreñimiento mental es severo.

   Siguiendo los consejos del maestro Poe —Edgar para los amigos—, el señor K quiere escribir a partir de un final. Es decir, tener un final claro para luego escribir un texto que le conduzca a ese final. Y sabe que los relatos con finales emotivos, de esos que encogen o ensanchan el corazón, según se mire, tienen más probabilidades de éxito. Conseguir derramamiento de lágrimas es el no va más. Así que para dar forma a sus personajes ha pensado en niños de hospicio necesitados de cariño; en indigentes que viven a la intemperie en soledades compartidas; en viejitos con demencia senil que en un destello de lucidez recuerdan las Navidades de su infancia; en padres en paro que rompen con el sagrado principio de honradez para que sus hijos no se queden sin regalos; en un relato coral donde los personajes montan un Nacimiento entre los escombros de un conflicto bélico, a luz de una hoguera… También podría hacer crítica social a propósito del consumismo que impera en estas fechas y ensalzar valores como la familia, la amistad, la solidaridad.

   Pero el señor K no quiere caer en ese sentimentalismo facilón, de cliché, y para contrarrestar la tentación de lo edulcorado, empieza a inventarse títulos que, alejándole de lo que él considera sensiblero, le lleven por caminos menos amables. Títulos como “La psicopatía de los Reyes Magos”, “El virus turronero”, “La zambomba de la discordia”… La idea es llegar a un final que no deje lugar a la esperanza, que hunda al lector en el sofá del pesimismo más absoluto.

   No obstante, el señor K reflexiona, y tampoco le convence esta opción. Él mismo está incurriendo en algo que detesta, el tremendismo. ¿Y no sería acaso la otra cara de la moneda, el reverso de la sensiblería? Por otra parte, desprecia los relatos con trama, sobre todo aquellos que se mantienen rigurosamente fieles a la regla de principio, nudo y desenlace. Es verdad que la literatura intenta poner orden en el caos de la vida, pero es que la vida es caos; el argumento es una ficción que nos montamos para darle sentido, piensa el señor K. Así que seguramente se decidirá por un relato cuya sinopsis sea difícil de realizar para el lector. Recuerda lo que Woody Allen dijo con su característico humor: “He hecho un curso de lectura rápida, he leído GUERRA Y PAZ y sé que va de Rusia”. Eso es lo que hará, escribirá un relato que cuando pregunten a los lectores ¿de qué va?, solo puedan decir “de la Navidad”, pero no porque lo hayan leído precipitadamente, como Woddy, sino porque no habrá historia, solo impresiones, ráfagas de verborrea, juegos de lenguaje, extravagantes metáforas y cosas así. En definitiva, el señor K está hecho un lío, paralizado por la indecisión. Además, ¿no está ya todo dicho, escrito? ¿No es toda la literatura un refrito, macedonia de ideas pasadas, suflé de viejos argumentos? —parece que el señor K no ha quedado satisfecho con la ingesta del polvorón—. Lo que sí tiene claro, pero muy, muy claro, es que no habrá metaficción, esa obsesión de algunos escritores por enfrascarse en la narración del mismo proceso de escritura.

   Y en estas disquisiciones está cuando de súbito le viene la inspiración. ¡Ya lo tiene! En su rostro se dibuja ese gesto beatífico que a uno se le queda tras resolver un arduo conflicto. ¿No se dice que el texto literario es un diálogo entre el escritor y el lector, que el lector tiene que colaborar en la comprensión del texto? Pues eso, enviará al concurso un relato que llevará por título LA NAVIDAD, y el contenido del relato será el blanco de la página. Que el lector sea el que diga, el que rellene el vacío según su particular sentir acerca de la Navidad. Y aunque el señor K cree que el jurado —seguramente que formado por miembros de gustos convencionales— tachará su propuesta de mamarrachada, o llevará a cabo una lectura simplona interpretando el blanco de la página como una alusión a la nieve, a una BLANCA NAVIDAD, él se siente muy satisfecho con su idea, con su grandísima capacidad de síntesis para no diciendo nada, decir todo, pues ¿no es el objetivo de todo verdadero artista realizar su obra según su propio criterio y no guiado por intereses comerciales, por muy bien que le vengan, como sería en el caso del señor K, los eurillos del premio?

La nueva vida de Javier Marías

Foto de EUROPA PRESS

Estimado Javier:

Quiero imaginar e imagino que aún no ha llegado el triste final y te despiertas en la mañana, si es que se puede llamar despertar a ese vagar por la casa como prendido aún por los hilos del sueño, pero no por ese sueño fisiológico que se puede medir con aparatos, sino con el sueño que está hecho con los retales de lo imaginario, y aun así, medio en penumbra, vas directo, con el paso elegante de un lord inglés, pese al apremio que te acomete, a encenderte un cigarrillo que te da la vida y que, prolongado en el tiempo, terminará complicándotela, aunque tú no lo sabes, o no quieres saberlo, o te da lo mismo y no le pones remedio; sí, un cigarrillo aún sin ducharte, sin desayunar, imagino, y entre cuyas volutas de humo aparecen los rostros de los que aún son futuros personajes (siempre has dicho que eres escritor de brújula, no de mapa), que tú no convocas, sino que vienen ellos a ti a decirte dame una vida, indaga en ella, hurga con el bisturí que son tus frases largas, merodeadoras, obsesivas, disyuntivas, para hipnotizar al lector o hundirlo en un naufragio de palabras y elevarlo luego a la superficie, donde con bocanadas de aire sale iluminado, o confundido, que a veces viene a ser lo mismo, porque las certezas son cárceles que nos aquietan, nos inmovilizan, y tú quieres cogernos por las solapas y zarandearnos para someternos al vaivén de tus pensamientos, parsimoniosos y ágiles a la vez, obligándonos a la máxima concentración, porque no debes querer lectores cómodos, sino a aquellos que se atreven a transitar por los castillos mentales que construyes, llenos de laberintos y vericuetos, de múltiples habitaciones por abrir, con espejos que duplican esa imagen nuestra que no siempre queremos ver.

Leí a un crítico que, después de elogiar tu trilogía “Tu rostro mañana” como una de las mejores novelas de los siglos XX y XXI, decía que enfrentarse a ella era como subir al Everest. Sí Javier, puñetero, subir al Everest, porque en ocasiones, en tus novelas, me encuentro con frases de esta índole: “Caminaban con el respeto y el saludo amable de los transeúntes con que se cruzaban en el tiempo que se perdía nada más sucederse, o perdido ya cuando aún era presente, y se sucedía”, que son como pedruscos en el camino, y es entonces cuando me dan ganas de saltar al vacío y no seguir escalando por tu prosa digresiva, desesperante a veces (para mí, claro, porque seguramente me falta músculo), donde no hay atajos, sino senderos que se bifurcan, pero aun así sigo escalando, maldiciendo a ratos, dejándome deslumbrar, admirándote. En resumen: amor y “odio” a la vez. Parecido a lo que te pasa a ti con España, que te desespera y reniegas de ella, pero aquí sigues, escribiendo tus novelas en tu casa de Madrid, y tus artículos, que son como moscas cojoneras tomándose la molestia de enmendarnos la plana a los españoles, zumbando sobre las conciencias, a veces con vuelos hiperbólicos pero tan necesarios, pues aunque dudas de la utilidad de este trabajo tuyo de articulista —lo sé de buena tinta, de tu tinta— y tienes siempre la tentación de abandonar, finalmente no lo haces porque te preguntas qué pasaría si “uno abriera los periódicos y no se encontrara en ellos más que asentimiento e indiferencia y silencio”.

Ahora, Javier, no puedo demorarme más en esta ficción, en el simulacro de tu presencia en el mundo, porque tú ya no estás, no en esta vida, sino en otra muy distinta. Decías que todo escritor se asemeja a la figura del fantasma (una de tus figuras literarias predilectas), porque el fantasma “habla e influye, pero no siempre se deja ver”, porque “no está del todo presente, pero asiste a los acontecimientos, y sobre todo ronda”. Ahora, en esta vida que ahora vives, eres ya un fantasma a tiempo completo, sin pausas, un fantasma con contrato indefinido. Y no te voy a pedir disculpas por esta frivolidad que me he permitido, un tanto impropia en estos momentos, ni por el tuteo con el que me dirijo a ti desde el principio, porque sé que tras esa imagen de cascarrabias y gruñón que en ocasiones mostrabas, siempre te has reído de los solemnes, al igual que hacía tu admirado Laurence Sterne —nos lo contaste en un artículo—, igual que él, también tú divertido y festivo, capaz de hacer bromas sobre cualquier asunto, de espíritu cordial y amable. Es lo que dicen tus amigos de ti, que te reconocían como un hombre honesto, leal y generoso.

Y no vayas a afligirte ahora porque hayas pasado de ser el rey de Redonda a ser el rey de uno de los reinos Fantasmas, pues aunque ya no nos queda la esperanza de verte recoger el Nobel, y no te veamos más en la Feria del Libro, ni en tu sillón de la Real Academia, ni paseando medio inglés medio chulapo por la Plaza Mayor, con el cigarro en la mano (porque tendría guasa que justo ahora, ya fantasma del todo, inmune a la nicotina, dejaras de fumar), aunque no te veamos, digo, seguirás rondando por nuestros recuerdos y a través de tus libros, sin tener que atravesar paredes ni llevar cadenas para encontrarnos y llamar nuestra atención, porque, no lo dudes, mañana en la batalla —y la vida lo es, una batalla—, seguiremos pensando en ti, leyéndote.

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El sueño de Augusto

Nadie creía que fuera una lagartija la que se colara en el sueño del famoso escritor. Pero es lo que él mismo me contó. Una lagartija que atravesando los paisajes de su memoria llegaba hasta el niño que fue, y recorría sus piernas percudidas y llenas de cicatrices, y se demoraba en la palma de la mano, ya domesticada por la comprensión del niño, sin palabras, solo las miradas que se cruzan inocentes, aún sin los resabios del mundo. Y luego el escritor despierta y la lagartija de la nostalgia sigue allí, sobre la almohada, dictándole al oído un relato infantil, pero el escritor, adulto y grandilocuente, con ese afán de trascender lo cotidiano, somete a la lagartija a una metamorfosis insólita y escribe en la máquina que aguarda sobre el escritorio el microrrelato que le dará mayor fama: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

«Decir» y «Mostrar»

En los manuales y talleres de narrativa nos dicen que en nuestros relatos debemos “mostrar” la historia que queremos contar, y no “decirla”. Así, por ejemplo, si escribimos “Fulanito es generoso”, al ponerle al personaje ese adjetivo-etiqueta, estamos “diciendo” un rasgo del personaje, y le damos al lector el trabajo hecho. Es mejor que sea el lector quien decida si Fulanito es o no generoso. Y eso se consigue “mostrando” al personaje a través de sus acciones y reacciones (su mundo externo) y pensamientos y sentimientos (mundo interno). Si escribimos “la casa es impresionante”, es tanto como no decir nada, mejor que describamos la casa y, de nuevo, ya decidirá el lector si le parece impresionante y en qué sentido. Por supuesto, esto no se debe llevar a rajatabla. Quizá nos interese decir que el personaje es un “cabrón con pintas”, y queremos dejarlo claro y no andarnos con demostraciones, pues lo «decimos». Por otra parte, no podemos estar todo el rato mostrando, sobre todo en una novela, sería muy tedioso. Una de las tareas del escritor es elegir qué “mostrar” y qué “decir”, sin olvidar que lo esencial en la ficción es el MOSTRAR, sobre todo aquello que es importante en la historia, pues es así como se consigue que el lector se involucre en el relato, no solo intelectualmente, sino emocionalmente, con los cinco sentidos. E incluso a la hora de “mostrar” debemos elegir qué aspectos vamos a destacar. No es necesario que describamos la “casa impresionante” con todo lujo de detalles y que el resultado se parezca a una ficha de una inmobiliaria, sino que bastará con unas pinceladas bien elegidas, eficaces a la hora de construir la imagen que deseamos que se reproduzca en la mente del lector.

Lee este fragmento, por favor:

A la madre, nada de lo que hacía la hija le parecía bien. Se diría que la odiaba; que hasta deseaba su muerte.

Ahora lee este microrrelato de la escritora Lydia Davis, titulado: ”La madre”.

La chica escribió un cuento. ”Sería mucho mejor si escribieras una novela”, dijo su madre. La chica construyó una casa de muñecas. “Sería mucho mejor si fuera una casa de verdad”, dijo la madre. La chica hizo un cojín para su padre. “¿No hubiera sido más útil un edredón?”, dijo la madre. La chica excavó un pequeño hoyo en el jardín. “Sería mucho mejor si excavaras uno grande”, dijo la madre. La chica excavó un gran hoyo y, dentro, se echó a dormir. “Sería mucho mejor si te durmieras para siempre”, dijo la madre.

En el primer texto se DICE cómo son los sentimientos de una madre hacia su hija, pero la información nos llega de una forma fría, distante, porque por muy tremendos que sean los conceptos de ODIO y MUERTE que en el texto aparecen, no dejan de ser abstracciones. En el segundo texto, se MUESTRA esa relación a través de las respuestas concretas de la madre a cada acción concreta de la hija. Y ese martilleo de reproche continuo de la madre se remata con “Sería mucho mejor si te durmieras para siempre”. En ningún momento se nos habla explícitamente del odio o de la muerte, pero, al MOSTRARNOS la relación, se logra una mayor implicación emocional del lector. ¿No te parece?