La hora de la siesta

la hora de la siesta

Ayer, a la hora de la siesta, vino a verme Lola. Les dije a mis padres que estaríamos en mi cuarto y que no nos molestaran. Ellos me miraron con esos ojos de espanto con que últimamente me miran, como a un loco que en cualquier momento les va quemar la casa. Ya en mi habitación le conté a Lola que, siendo yo un crío, mis padres se encerraban en su cuarto para echarse la siesta, y que algunas veces, cuando ponían la radio a todo volumen, se levantaban después con los ojos tan brillantes que parecía que habían estado llorando y riendo al mismo tiempo. Siempre era mi madre quien primero salía del cuarto, canturreando, y pasados unos minutos aparecía mi padre siguiendo su rastro. Luego se encontraban por los rincones de la casa como niños que jugaran al escondite. En esos momentos yo no existía para ellos. Mi padre le hablaba al oído a mi madre, y a veces yo podía escuchar las palabras cogidas al vuelo: “Ha estado bien, ¿eh, Rosa?”. Mi madre le decía “tonto”, pero sin enfadarse, retorciéndose de risa, como si unas manos invisibles le hicieran cosquillas. Yo no comprendía nada, pero entendí que había dos tipos de siesta, las siestas sin más y las siestas de “ha estado bien”.

Lola, con la cabeza apoyada en mi pecho, se rió al oírme contar esta historia, y luego nos echamos una siesta de esas, de las de “ha estado bien”. Imaginé a mis padres sentados en el sofá del salón, como dos animalitos acorralados que no se atreven a moverse, pero no encendí la radio. Nunca lo hago, me gusta que sean siempre ellos los que tengan que subir el volumen de la televisión.

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