El viernes pasado, a la hora del té, llamó por teléfono un pervertido para dejar un discurso de obscenidades. La abuela, que es sorda como una tapia, cogió el teléfono supletorio de la cocina. La oímos contestar, llorar y reír, lejos de su habitual mutismo. Y esa noche nos habló de su infancia, de sus amores, del abuelo, con una locuacidad que creíamos perdida. Hoy, viernes, la abuela se ha perfumado y dado coloretes, y desde muy temprano está sentada al lado del teléfono, con una taza entre las manos, esperando con impaciencia a que llegue la hora del té.