Leyre

Es un día luminoso de septiembre y Leyre y su abuela van caminando por el parque. No es el parque donde habitualmente Leyre juega. Se encuentran en otra ciudad, lejos de la ciudad donde la niña vive. Han tenido que viajar hasta allí porque sus padres deben resolver unos asuntos pendientes, y la abuela ha venido con ellos para cuidar de la niña.

A veces, quizá por un mal sueño, o porque no ha dormido lo suficiente, o quién sabe por qué, hay mañanas o tardes, después de la siesta, en las que nada más levantarse, Leyre se planta delante de sus padres y dice NO a la vez que mueve la cabeza levemente a derecha e izquierda. Los padres tienen que contener la risa para que Leyre no se enfade más de lo que ya está, pues tiene gracia ver a una mico de dos años y medio, con una melena rubia toda bucles y despeinada que abulta más que ella y con aspecto de dibujito sacado de un cuento de princesas, manifestarse con esa contundencia, porque ya los padres y la abuela saben que ese NO es un NO a la totalidad, porque a cualquier cosa, no ya que le pidan, sino que le digan, ella responderá con un NO sin concesiones. La estrategia que los padres siguen en esos casos es acogerla cariñosamente, pero sin acercamiento, pues lo rechazaría, y dejar que su negatividad se vaya disolviendo por sí sola. Pero hoy Leyre se levantó contenta, por eso, antes de que los padres salieran del apartamento donde se han hospedado los cuatro, ya estaban abuela y nieta en la calle: no querían los padres que la niña los viera marcharse. “¡Vamos al parque, a ver a los patos!” gritó la abuela intentando transmitir un entusiasmo que la niña recibió con moderada alegría

Ya en el parque, abuela y nieta se dirigen hacia el estanque donde nadan los patos, muy cerca de la entrada. Pero no caminan en línea recta, no pueden, es imposible para una niña tan pequeña. El mundo es muy grande y hay muchas cosas que ver y ante las que maravillarse. Leyre se detiene a cada paso y da vueltas en busca de a saber qué, con las coletas que le hizo la abuela, antes de salir, balanceándose alegremente, hasta que de pronto se vuelve a parar y señala con el dedo una colonia de pequeñas flores amarillas que crecen al borde del camino, entre la hierba, y coge una con la pequeña pinza que forman sus índice y pulgar de la mano derecha, y se la da a su abuela para que la guarde en la bolsa donde ya lleva una botella de agua y unos mendrugos de pan para alimentar a los patos.

Acciones parecidas repetirá Leyre hasta llegar a la meta de los patos. Sin saberlo, lleva a la práctica el consejo de Cavafis en su famoso poema: “Ten siempre a Ítaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin esperar a que Ítaca te enriquezca”. Así que después de media hora larga, abuela y nieta llegan a la Ítaca de los patos, enriquecido el viaje de la niña, además de con la flor amarilla, con un palo que ha empuñado como si fuera una varita mágica, una piedra redonda, blanca y muy pulida, y una lustrosa hoja dorada que parece hecha de cuero, todo ello ya en la bolsa.

La abuela desconoce que no es bueno darles pan a los patos. El pan carece de los nutrientes que los patos necesitan y además puede provocarles, entre otros síntomas, lo que se llama “ala de ángel”, deformando sus alas e impidiéndoles volar, y los restos de pan que no se comen se descomponen en el agua, favoreciendo el crecimiento de algas y bacterias que afectan a peces y otros animales acuáticos porque reducen el oxígeno. Y como la abuela no sabe nada de esto y no hay ningún cartel en el estanque que lo prohíba, comienza a trocear los mendrugos para que la niña vaya tirando los pedacitos a los patos. Y Leyre los va lanzando al agua, uno a uno, y allá donde cae el trozo de pan, como si cuerdas invisibles tiraran de ellos, los patos acuden en tropel agitando las alas, embalados para disputarse la comida. La niña asiste emocionada a este espectáculo que dirige la ley de la supervivencia, pues aún no tiene el raciocinio suficiente para comprender que algo parecido ocurre en los columpios, toboganes y demás aparatos que pueblan las zonas de juego, pues si los padres se descuidan, pueden los niños enfrentarse en combate, con mordiscos si fuera necesario, para ver quién es el que se sube primero a cualquiera de esos artilugios.

Y es a LOS COLUMPIOS donde, inevitablemente, se encaminan abuela y nieta una vez que los patos se han zampado los mendrugos de pan y se deslizan hacia orillas más promisorias. Otra media hora larga les lleva alcanzar el territorio de los columpios. A esas horas, en un día de diario, solo se encuentran con otro niño que debe de tener aproximadamente la edad de Leyre. Es también su abuela quien cuida de él. Como la oferta de columpios supera a la demanda, no debería haber disputas. Aun así, niño y niña se van acercando tímidamente al mismo tobogán. Pero ninguno de los dos hace intención de subirse, se quedan parados en el inicio de las escaleras, y se miran con la atención sostenida con que miran los niños, vergonzosos sus cuerpos pero sin vergüenza en la mirada, una mirada franca, limpia.

“¿Cómo te llamas?”, pregunta la abuela del niño a Leyre, y Leyre tensa los labios en un obstinado silencio. “Me llamo Leyre”, dice la abuela de Leyre, “¿Cómo te llamas tú?, pregunta a su vez al niño. Y el niño ofrece una réplica de Leyre, tampoco está dispuesto a revelar su identidad, ¡faltaría más! “Me llamo Jokin”, dice la abuela de Jokin. Y cuando ya las abuelas han cumplido con su tarea de incompetentes ventrílocuas, Jokin y Leyre salen disparados, el uno hacia un balancín con forma de caballo, la otra hacia la locomotora de un tren de madera. Y así pasan parte de la mañana, acercándose y alejándose entre sí, observándose, compartiendo algún juego pero sin mediar palabra. La abuela piensa que así debieron ser los primeros encuentros entre individuos de tribus primitivas con rudimentario lenguaje, y en un continuo olfatearse, algo que Jokin y Leyre por fortuna no hacen, o eso le parece a ella.

Cuando llega la hora de regresar al apartamento para preparar la comida, Leyre se niega en rotundo, pero no es ese NO absoluto, nihilista que frecuenta en ocasiones, es solo que no quiere irse del parque. Suerte que la otra abuela también decide marcharse. Resignados, consolados ambos por el mal ajeno, y marchando en direcciones opuestas, caminan los niños sin dejar de mirar para atrás, de mirarse, hasta que Jokin y su abuela tuercen por un sendero y Leyre y Jokin desaparecen el uno para el otro.

Nada más entrar en el apartamento, Leyre corre por el salón y las habitaciones. Habitualmente disfruta corriendo, el mismo circuito una y otra vez hasta cansarse, pero ahora solo ha dado una vuelta y se ha parado delante de la abuela: los hombros caídos, la cabeza baja, la mirada triste. Empieza a hacer pucheros que se van transformando en llanto. Y llorando va a la cesta donde están sus juguetes y coge su muñeco favorito, lo abraza y se va a una esquina, al lado de la puerta de la calle. Consolando al muñeco busca consolarse a sí misma, piensa la abuela, e intuye lo que a la niña le está pasando. Le pregunta qué te pasa, Leyre, cuéntaselo a la abuela, pero Leyre sigue llorando sin decir palabra. La abuela no sabe qué hacer, pero decide regresar a la calle para ver si así se tranquiliza, y parece surtir efecto, el llanto de la niña va amainando según van recorriendo el largo pasillo flanqueado por las puertas de los otros apartamentos. Entonces oyen el ladrido agudo de un perro que llega desde el interior de uno de los apartamentos. Leyre se frena en seco y levanta un dedo mirando a su abuela, como para que le confirme que ella también lo ha oído.” Sí, un perrito”, dice la abuela. “El perrito ha dicho pobrecita Lele”, explica Leyre. “¿Por qué pobrecita?, pregunta la abuela”. “Porque ha llorado”. “¿Y por qué ha llorado?” “Porque sus papás no estaban”.

2 de noviembre

Me ayudaron con el equipaje, por llamarlo de alguna manera. Era una maleta vacía. Insistieron en ello: vete con lo puesto, no te lleves nada, ya la irás llenando. En realidad me forzaron a irme, no me querían en la casa deambulando como alma en pena por las habitaciones vacías, atrapado en los recuerdos, en un tiempo que ya no existía, cuando la casa tenía el lustre de la felicidad y no la polvorienta tristeza que ahora lo impregnaba todo; no me querían arrodillado frente al altarcito que yo mismo preparé con sus fotos, las flores y la constelación de velas. Es lo que me decían. Que me fuera. Que saliera al mundo a buscar la belleza y prendiera fuego a la casa para evitar la tentación de regresar. Que por ellos no me preocupara, que ellos habitaban cualquier lugar y seguirían siempre conmigo, que solo por la inercia de lo que fueron seguían allí.

Lepidópteros

Me lo presentaron mis padres: Vladimir. Un adulto de edad indeterminada para la niña de doce años que yo era entonces. Lo habían invitado a pasar el verano con nosotros en nuestra casa de campo, y como ya gozaba de cierta fama como escritor, me halagó ver lo atento que desde el principio se mostró conmigo, especialmente cuando lo acompañaba a cazar mariposas, su gran obsesión. “Pequeña mariposa”, le gustaba llamarme. Cuando pasados los años leí “Lolita”, su famosa novela, me reconocí en algunos de los rasgos de esa pequeña nínfula a medio camino entre la niña y la mujer, crisálida humana a punto de dejar un estado para pasar al otro. Pero nada sórdido ocurrió entre nosotros, nada parecido a esa escandalosa relación que en la novela mantienen la jovencísima Lolita y el maduro y perverso Humbert. Solo fui, como seguramente lo fueron otras niñas, un apunte en su cuaderno de notas, una mínima semilla que luego su imaginación de escritor transformó en tan polémica lectura.

Y esta es la razón por la que a mis ochenta y cuatro años he decidido escribir estas líneas, porque me parece de justicia defenderlo de esos lectores que ven en Vladimir a un pervertido, un corruptor de menores. Ignorantes que confunden ficción y realidad, autor y personajes. Hubo incluso un doctor psicoanalista que, ya muerto Vladimir, publicó un artículo donde sin ninguna prueba aseguraba haberlo tratado en un periodo de crisis, en su clínica psiquiátrica. Según el doctor, en momentos de excitación Vladimir escribía compulsivamente el primer párrafo de su libro “Risa en la oscuridad”, escrito muchos años antes.

Este es el párrafo: “Érase una vez un hombre llamado Albinus que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amo; no fue amado; y su vida acabó en un desastre”.

Yo le animaba a continuar la historia, escribe el doctor, pero él me miraba con ojos de alucinado, tomaba una nueva hoja y… vuelta a empezar. Nunca he visto a un hombre pasar por tantos estados de ánimo en tan poco tiempo. Empezaba la escritura con la alegría y concentración de un niño que se aventura en sus primeros grafismos, pero luego, justo cuando perfilaba la “B” de Berlín, le acometía un miedo próximo al pánico, que rápidamente se diluía en una risa nerviosa, como si realmente se sintiera “rico y feliz”; y luego la excitación, la rabia y, por fin, un gran abatimiento que en múltiples ocasiones acababa con el lápiz quebrado a causa de la presión ejercida sobre el papel.

Y el doctor, que sabía del odio que Vladimir sentía hacia el psicoanálisis, presumía de haber encontrado en aquel párrafo obsesivo la explicación a ese odio: el miedo del escritor a ser desenmascarado, a que se destaparan sus deseos inconfesables. El nombre de “Albinus”, continúa el doctor, simboliza la pureza, la energía vital en estado primitivo, sin ataduras sociales. “Berlín”, con su muro de la vergüenza, es el sentimiento de culpa que frena sus deseos. Y finalmente el desastre, la pérdida de la respetabilidad que supondría ceder a sus abyectos impulsos.

Pero todo esto no son más que fabulaciones de un doctor ávido de notoriedad. Yo no sé si durante nuestras excursiones por el campo Vladimir albergaba en sus recónditas entrañas “abyectos impulsos” hacia mi persona. De ser así, jamás se manifestaron. Al contrario, su mirada era afectuosa, limpia, no esa mirada pegajosa que sientes que resbala por tu cuerpo ensuciándolo, y acogedoras eran sus manos, nada obscenas. Y ahora, pasados los años, puedo poner en palabras lo que para la niña que fui eran solo sensaciones, vislumbres de lo que Vladimir buscaba: detener el tiempo, atrapar la belleza y preservarla antes de que inevitablemente empezara a marchitarse. Quizás sea esa la razón de su obsesión por capturar mariposas y disecarlas, la razón de esas minuciosas descripciones de insólita perspectiva en sus narraciones. Y en ese afán suyo aprendí a valorar la vida en su ininterrumpido discurrir y el esfuerzo del artista por eternizar el instante. Porque fue Vladimir quien me enseñó a mirar, a prestar atención a las cosas que la fuerza de la costumbre vuelve invisibles. De regreso de nuestras caminatas —le recuerdo con unos pantalones cortos, la gorra a cuadros y un gigantesco cazamariposas— me animaba a detenerme a cada paso, a palpar la textura de los troncos de los árboles, a fijarme en la nervadura de las hojas, a asombrarme ante la solidaria procesión de las hormigas… ¡Lo pequeño! Solo así, con la mirada lenta, se llega a la esencia de las cosas, insistía.

Ahora, mientras escribo, me acompaña una mariposa en un bote de cristal, perforado en la tapa para que respire. Me pasaría horas contemplando el delicado tejido de sus alas, el extraordinario diseño que componen sus colores, pero en cuanto termine de escribir, al contrario de lo que haría Vladimir, la dejaré en libertad, porque no es bueno disecar la vida. Y me gustará verla volar en fascinante zigzag, como si vientos contrarios la zarandearan.

Esperpéntica tarde en el súper

No fue exactamente así, pero casi.

La mujer se para frente a la caja con el carro de la compra.

—Buenos días —saluda la joven cajera.

—Buenos días —dice la mujer, y luego se vuelve buscando con la mirada a su marido, que se halla a escasos metros, revolviendo en el  montón de CD´s en oferta que se apilan en un expositor—. Podrías ayudarme a vaciar el carro— le dice alzando la voz, pero el marido parece no oírla.

Con un gesto de mitad fastidio, mitad resignación, la mujer empieza a vaciar el carro sobre la cinta deslizante, aunque de vez en cuando vuelve a mirar en dirección al marido.

—¡Hombres! ¡Siempre a lo suyo! Me río yo de los derechos de la mujer. Esto no hay quien lo cambie —dice buscando la complicidad de la cajera, que asiente con la cabeza mientras pasa una lata de espárragos por el escáner.

Cuando la cajera ha terminado de pasar toda la compra, le dice a la mujer:

—Tengo que cobrarle el yogur que se ha tomado el señor en la sección de lácteos.

—¿Cómo? ¿Qué yogur? El señor es mi marido y no se ha tomado ningún yogur.

—Sí, pregúntele a él.

—Y usted, ¿cómo sabe que se ha comido un yogur?

—Me informó un vigilante. También lo han grabado las cámaras. ¿Quiere verlo?

La mujer se vuelve enérgicamente hacia su marido.

—¡Emilio, coño, ¿quieres venir?!

El marido se acerca y se para detrás de su mujer, que ya le da la espalda.

—¿Por qué tanta prisa?

—La señorita me dice que te has comido un yogur por el morro —dice la mujer sin mirarlo.

 El marido se rasca el cogote contemplando el suelo.

—¿Yooo? Yo no me he comido ningún un yogur.

—Mire, señor —dice la cajera esforzándose en ser paciente—, ni siquiera hace falta recurrir a las cámaras. Tiene usted restos de yogur en las comisuras de los labios y en la camisa. De fresa, para ser exactos.

—Estos restos, como usted dice, los traía ya de casa —dice Emilio limpiándose instintivamente la camisa y la boca con su manaza.

La mujer mira a la cajera enarcando las cejas y luego, girándose, a su marido.

—¡Emiliooo! ¡Qué vergüenza! ¿Qué pensará toda esta gente que no deja de mirarnos? Que somos unos gorrinos, que salimos de casa con churretones.

—Vale, me he comido un yogur. ¿Es acaso un delito? Que me detengan.

—Delito no es, pero podías habérmelo dicho, y yo no estaría pasando este bochorno. La próxima vez vienes tú solo a hacer la compra y te comes todos los yogures que te salgan de… —y volviéndose hacia la cajera—: señorita, ponga el yogur en la cuenta y acabemos con esto, por favor.

—¿Es que nos va a cobrar el yogur? —protesta Emilio.

—¿Estás tonto o qué? Pues claro que va a cobrar el yogur. ¿No acabas de confesar que te lo has tomado?

—No tengo más remedio, señor.

—No creo que por un yogur se vaya a arruinar la empresa. Y que sepa que acaba de perder unos clientes. Desde mañana lo compraremos todo en el chino de nuestro barrio. Nos pilla más cerca y nos dan las gracias por todo.

—¿Ha pensado qué ocurriría si a todo el mundo le diera por comerse los yogures sin pagar? No cleo que a los chinos les hiciela mucha glacia.

—No se burle de mí, señorita. Y ese argumento suyo no me vale. Es como lo de tráfico.

—¿Qué leches es eso del tráfico? —dice la mujer, que ha empezado a morderse la solapa del abrigo—. Por favor, Emilio, no me vengas ahora con una de tus teorías, que te conozco. Paga de una puñetera vez y vámonos.

—Habrá oído, señorita, los consejos de la DGT cuando llegan las vacaciones, o un puente. ¿Recuerda lo que dicen? —y como la señorita niega con la cabeza, Emilio continúa—: nos aconsejan que no viajemos a horas de máxima afluencia de coches, que lo hagamos antes o después. Es decir, señorita, que primero hay unas estadísticas que permiten decir cuáles son las horas de más afluencia de tráfico, y después nos dan el consejo de que evitemos esas horas. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Me he perdido, señor. No sé a dónde quiere llegar.

—Pues está claro. Quiero decir que la misma DGT sabe que no todo el mundo seguirá obedientemente sus instrucciones, pues si lo hiciera, el atasco sería monumental. Eso sí, a horas distintas de las que marcan las estadísticas precedentes. ¿Comprende? Así que es altamente improbable que a todo el personal le dé por venir a comer yogures gratis.

—Señor, no me líe, yo cumplo con mi obligación. No pertenezco al departamento de estadísticas. Pero, si quiere, llamo a mi jefe y lo habla con él.

—Ni hablar de llamar al jefe —protesta la mujer—. Pagamos y nos vamos.

—Eso… eso, llame al jefe. Hablaremos de la mierda de yogur que me he tomado. Al final voy a ser yo el que llame, pero a Sanidad, para que les hagan una inspección.

—No sería tan mierda cuando se lo ha tomado —dice la joven removiéndose en su asiento—. De todas formas, tendrá usted que pagar la mierda.

—Eso es, Emilio, paga la mierda y vámonos, que ya has montado suficiente numerito.

—Me niego. Y no es por el dinero. Es cuestión de principios. Y no me parece nada bien que te pongas de su parte.

—¡Pero qué principios, Emilio, si te lo has tomado, joderrrrrr!

—El Gran Hermano nos vigila, nos graba, nos pone en evidencia para humillarnos por un puto yogur. ¡Viva la Revolución!

En ese momento anuncian por los altavoces: “El dueño del coche con matrícula “6666 OJO”, pase por favor a retirarlo, está obstruyendo el acceso a una boca de incendios”.

—¡Si es nuestro coche; Emilio! ¡Que acabe el día, por favor, que acabe!

—No pienso retirarlo si me cobran el yogur. Además, ¿hay algún fuego ahora, eh?, ¿hay algún fuego?

—¡Seguridaaaaad! —grita la cajera.

El roscón

Era Navidad y yo debía de tener unos doce años. No recuerdo qué estaba haciendo en ese momento, seguramente que zascandileando por la casa, en vacaciones, junto a mi madre y con la música de fondo de los villancicos que tanto le gustaban, cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y allí estaba Mariluz, mi vecina de al lado, más o menos de mi edad pero mucho más desarrollada—mi madre no dejaba de repetírmelo, como si me estuviera advirtiendo de algo—, pelo negro muy brillante, ojos verdes, piel blanquísima. Muy tiesa y muy seria sujetaba una gran caja sobre sus manos extendidas. A través de la ventana abierta en la tapa pude ver que dentro había un roscón. “Me lo ha dado mi madre para vosotros”, dijo Mariluz, con una mueca que más bien parecía el resultado de ofrecernos una mierda en lugar de un roscón. Se dio media vuelta y se fue. Era evidente que Mariluz había venido a casa obligada por su madre, que la tarea que le había encomendado le desagradaba hasta tal punto que era incapaz de fingir.

A Mariluz yo la amaba y la odiaba a partes iguales. Quizá la odiaba porque la amaba, porque me quedaba sin palabras cada vez que ocasionalmente se dirigía a mí, porque me cosquilleaba el estómago con solo verla, y la sensación de sacarme de mis casillas me ponía muy nervioso, y eso estaba bien y estaba mal, un lío para mi cabeza de doce años.

A mi madre le extrañó tanto como a mí que la vecina nos regalara un roscón, pues la relación entre ellas dos no era nada buena, sobre todo después del incidente con la pelota. La madre de Mariluz se pasaba el día discutiendo con su hija, insultándola “inútil, egoísta, desobediente…”, los gritos nos llegaban a través de las paredes, era muy molesto, y para una vez que a mí, en un descuido de mi madre, se me ocurre jugar en casa con una pelota que me habían regalado, chutando contra una portería imaginaria en la pared que separaba nuestro salón del de Mariluz, solo unos minutos chutando, la madre de Mariluz se presentó en nuestra casa —“como una energúmena”, diría mi madre— para quejarse y gritarnos que no teníamos educación, que a ver si pensábamos en los demás vecinos, que al fútbol se jugaba en la calle, no en las casas. Desde aquel día, mi madre y la de Mariluz apenas se hablaban: hola y adiós, sin mirarse, altivas las barbillas de las dos cuando se encontraban en la calle o en las escaleras.

“Es Navidad, será que quiere hacer las paces”, dijo mi madre, y quiso la casualidad que en ese momento sonara  “Noche de paz, noche de amor, ha nacido el niño Dios” para refrendar sus palabras. Aun así, se quedó contemplando el roscón con un gesto que se parecía mucho al de Mariluz al ofrecérmelo. Supongo que no le apetecía firmar la paz con la vecina, que prefería seguir con esos saludos de rutina que no la comprometían, sin llegar a ninguna clase de intimidad con aquella mujer tan gritona y desesperante, si bien dijo que se pasaría a darle las gracias y que la invitaría a tomar café con roscón en nuestra casa, porque teníamos que saber perdonar. Pero, cuando terminó de hablar, yo ya había cortado un trozo del roscón, me lo había llevado a la boca y mis dientes se topaban con algo duro, que resultó ser un haba, ¡EL HABA!, envuelta en celofán. “¡Qué prisas! ¿No te podías esperar? Ahora te tocará pagar el roscón”, me informó mi madre, dándome una cariñosa colleja. “¿Sabes que de ahí viene lo de “tontolaba”? Al que le toca el haba es el tontolaba. Hoy eres tú el tontolaba. Tendrás que abrir tu queridísima hucha”. Y justo en ese momento, volvieron a llamar a la puerta. “Anda, ve a abrir, que será Mariluz otra vez; se ha enterado de que te ha tocado el haba y viene a que pagues”, a mi madre le divertía mucho reírse de mí, yo creía que era lo que más le divertía del mundo.

Y mientras ahora sonaba “Hacia Belén va una burra, rin, rin…”, yo iba a abrir la puerta diciéndome que ojalá fuera Mariluz quien llamaba, aunque esta vez no me quedaría callado, ya se me ocurriría algo que decirle, algo que la dejara impresionada; porque a menudo yo soñaba despierto, y en ese sueño entraba en la casa de Mariluz y me enfrentaba a su madre para rescatarla de sus garras, disfrazado de héroe con cualquiera de los múltiples trajes que mi imaginación coleccionaba. Y la broma de mi madre se hizo realidad y era otra vez Mariluz, pero una Mariluz muy distinta de la otra, de la Mariluz hierática que había venido a regalarnos el roscón. Esta Mariluz se movía inquieta, como si tuviera picores por todo el cuerpo, la mano derecha estrujando la izquierda, el rubor coloreando la blanca piel de sus mejillas. Y digo yo que serían esas señales de debilidad en Mariluz las que me envalentonaron, y ya estaba dispuesto a hablar, a decirle que ella no era ninguna inútil, ni desobediente, ni egoísta, cuando Mariluz, dejando mi discurso atascado al borde de los labios, me devolvió a una realidad para la que no estaba preparado: “Que dice mi madre que el roscón no era para vosotros, que es para los vecinos del B; me he equivocado”. Y entonces, aún con un trozo de fruta escarchada entre los dientes, imaginé que al haba, aprisionada en mi mano, le crecían dos ojitos y unos enormes labios y me decía, allí mismo, delante de la frágil y tierna Mariluz, “tontolaba, tontolaba, que eres un tontolaba…”, ahora Mariluz y yo, rojos los dos, unidos por la vergüenza.

La cueva y su punto de vista

La cueva habla y se queja. No de la oscuridad en la que vive, ni de que los modernos cromañones la penetren para pintar sus paredes con dibujos obscenos y mensajes de autoafirmación del tipo “aquí cagué yo”, o para follar a resguardo de la intemperie y practicar la brujería en aquelarres de risa, o para colocarse en esas entrañas suyas que, junto al fuego, predisponen a la alucinación. No se queja de las botellas, latas, preservativos y demás desperdicios que van dejando. Todo eso forma parte de lo que su naturaleza de acogedor seno materno inspira. De lo que se queja es del proyecto del ayuntamiento para transformarla en moderna vivienda. Ya se ve enladrillada, alicatada, recorrida por tuberías y cables, habitada por inodoros de Porcelanosa y muebles de Ikea, aniquilado su verdadero espíritu salvaje, y ahora su boca se retuerce en un estremecedor lamento de animal herido.

1,2,3… ¡FICCIÓN!

Había una vez un pajarito que estaba harto del trato que recibía su especie por parte de los humanos: se los comían, los mataban por el placer de quitarles la vida, los enjaulaban con la coartada del cariño… Así que decidió fundar un sindicato de pájaros. Y muy pronto los cielos se cubrieron de bandadas que exigían sus derechos. Los humanos veían como la ira de los pájaros iba creciendo: atacaban sus casas, sus cosechas, invadían los parques infantiles… Entonces, a un tal Hitchcock se le ocurrió que si no puedes vencer al enemigo lo mejor es unirte a él; o mejor, que él se una a ti. Hitchcock propuso a los pájaros formar parte de una película donde ellos serían los protagonistas, y los pájaros sucumbieron a lo que Hitchcock les ofrecía: fama y alpiste; y no les importó que ahora su rebeldía fuera pura ficción.

Amores que matan

Había una vez un pajarito que no decía “pío pío”, sino “miau miau”, no porque se creyera un gato, sino porque estaba enamorado del felino de la casa donde ambos vivían. Sabía el pajarito que lo suyo, ese amor por el gato, era una anomalía, y que su amor nunca sería correspondido; que el gato, guiado por su instinto, solo lo quería para comérselo. Aun así, cada vez que el gato se acercaba a los barrotes de su jaula con los bigotes enhiestos y la lengua anhelante, el pajarito empezaba a aletear loco de contento y a trinar con frenesí, y se imaginaba en las fauces del amado, engullido, atravesando su angosta garganta hasta llegar al centro mismo del corazón. ¡Qué feliz se sentía entonces! Y así era hasta que un día, por fin, desbordado de amor, el pajarito abrió la jaula.

Una llamada en la noche

Diseño de Manuel Estrada (portada de un libro de la editorial Alianza)

Lo inesperado nos acecha siempre, es una animal invisible, agazapado, que de pronto puede adoptar una de sus múltiples formas, desde la más siniestra hasta la más festiva. Necesitas la existencia de ese animal para que la vida no sea un tedioso transitar, y desearías que siempre obrara a tu favor, que fuera como un dócil perro que se subiera a tu regazo. Pero no puedes elegir el rostro con el que se te va a aparecer, ni sus intenciones, porque en su naturaleza está el romper con tus cálculos. Ahora acaba de sonar tu móvil en la madrugada: ha salido el animal de su guarida, y aunque aún no puedes ver su verdadera faz porque camina entre sombras, intuyes que lo más probable a esa hora es que se muestre para desgarrarte el alma. Quisieras silenciar el móvil y volverte a dormir, pero sabes que no puedes: él te está esperando.

Alambradas

Están frente a frente, separados por una mesa. El comandante es un héroe de guerra condecorado por su valor. El prisionero es solo un número, el 301. El comandante juega con las fotos que le requisaron al prisionero cuando llegó al campo de concentración, y al prisionero se le humedecen los ojos al ver a su mujer y a sus dos hijos manoseados por manos infames.

Antes de hablar, el comandante sonríe. Es una sonrisa cruel en la que reluce un diente de oro. Le dice al prisionero: “Perdí un ojo en combate. En su lugar hay un perfecto ojo de cristal. Si adivinas cuál es, las fotos serán tuyas”. El prisionero reprime su rabia, traga saliva y mira fijamente los ojos del comandante. “El izquierdo es el de cristal”, dice, sin titubear. El comandante hace una mueca de fastidio, le hubiera gustado verlo removerse, sudar, suplicar… “¿Por qué estás tan seguro?”, pregunta. Tampoco ahora duda el prisionero, sabe que su respuesta avivará el sádico orgullo del comandante. “Porque en el izquierdo veo un destello de humanidad que el otro no tiene”, dice, y comprueba que no se ha equivocado: el héroe suelta una estruendosa y larga carcajada.