
Vas cumpliendo años y años y un día te levantas con los ojos en el cogote y empiezas a mirar para atrás en la memoria, y decides hacer balance de lo que has hecho con tu vida, de lo que estás haciendo. Y se te ocurre recuperar a aquel amigo del que eras inseparable y que dejaste de ver al terminar el bachillerato. Vidas que se bifurcaron en un punto que ni siquiera recuerdas, con la misma naturalidad con que han ido pasando los días, los meses, las estaciones… Con internet ahora lo tienes más fácil. Consigues localizarlo y os citáis en un café. “Llevaré una rosa roja en la solapa para que me reconozcas”, bromeas.
Los dos sois puntuales y os encontráis a la puerta de la cafetería, como si una mano invisible hubiera sincronizado vuestros ritmos. Pensáis: “qué gordo, qué calvo, qué mayor, no parece él”. Decís: “no has cambiado, estás igual”. Ya dentro, sentados a la mesa, resumís vuestras vidas y repasáis aquel tiempo en que erais uña y carne, las peripecias que vivisteis juntos, las bromas a los profesores, las pellas en los recreativos y billares.
A veces ocurre que encuentras amigos a los que llevas mucho tiempo sin ver y es como si no hubiera pasado el tiempo, como si retomarais una conversación interrumpida que vuelve a fluir sin esfuerzo. Pero no es este el caso. Y aunque al despediros quedáis en que os volveréis a llamar, sabéis que no lo vais a hacer. Aquel pasado compartido es una estatua arrinconada en el tiempo; y vosotros, dos extraños
En una entrevista que le hicieron a David Trueba, escritor y cineasta, decía: “Empecé a escuchar a Chet Baker sin parar, me obsesioné con él. Me leí su biografía dos veces, con la esperanza de que la segunda vez no muriera, pero volvió a morir”.
Hay personas y lugares a los que es mejor no volver, para no tener que “morir” dos veces.

