Seguramente hay en tu vida algún objeto que se resiste a desaparecer. En cada limpieza que haces para deshacerte de trastos, se aferra a algún punto de tu nostalgia, o de alguna futura necesidad, y finalmente lo dejas junto a ti, advirtiéndole de que es la última vez, que en la siguiente limpieza no te andarás con contemplaciones.
Algo de esto pasó con la esterilla que ves en la foto. Hubo un tiempo en que decíamos qué pesada la esterilla, qué insistente, siempre chupando cámara, porque cada verano cobraba protagonismo en todas las fotos de la playa. Era el Wally de las esterillas. Pero sucede que un día, a fuerza de tenacidad, a la esterilla le crece un alma (les pasa a muchos objetos, lo sabes), y entonces te mira con ojillos lánguidos y te sonríe y te dice pero cómo me vas a tirar, si soy una de los vuestros. Y sabes que tiene razón, y que nada puedes hacer sino dejarte embaucar por su mirada y por lo que te cuenta de ti y de los tuyos, de tantos días felices frente al mar, castillos de arena que ahora tu memoria va reconstruyendo.
Nosotros crecemos y decrecemos, aparecemos y desaparecemos, pero ella sigue ahí, igual que el primer día que la compramos por unas cuantas pesetas, hace más de treinta años, resistiendo al paso del tiempo, y si algún día no encuentras la esterilla, ¿dónde está la esterilla?, ¿quién se ha llevado la esterilla?, sentirás un pálpito de desazón, como cuando tu pie zozobra en el aire al subir un escalón que no existe y te parece que toda tu vida, aunque sea por un breve instante, se precipita en el vacío.
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