Palabrería

Fui al psicólogo porque soy un maniático con el uso que le damos a las palabras, consciente de que el problema está en mí, no en los demás, que tienen todo el derecho a hablar con las palabras que les vengan en gana.

El psicólogo se me quedó mirando fijamente mientras balanceaba la cabeza arriba y abajo, en señal de asentimiento, de comprensión. “Ya, ya veo, ya veo…”, dijo, aunque por el movimiento ascendente de sus cejas deduje que lo que en realidad estaba pensando de mí era que “vaya zumbao, seguro que esto de las palabras es solo la punta del iceberg de un trastorno de la personalidad”. Luego, reponiéndose de su mal disimulado asombro, me pregunto:

—¿Y qué quiere decir con ser maniático respecto a las palabras? ¿Y en qué medida le afecta en su vida? ¿Tanto como para acudir al psicólogo?

—Pues sí, me afectan mucho en mi vida, porque ante ciertas palabras o expresiones me es muy difícil mantener el control; me enfurecen, me dan ganas de gritar, de empezar a romper cosas, de agredir a quien las pronuncia. Solo con una fuerte represión consigo mantener la apariencia de calma. Y luego mi cuerpo lo paga: me duelen la cabeza y el estómago, me sale un sarpullido en el pecho.

—¿Se refiere a palabras soeces, a insultos, a expresiones humillantes?

—No, todo eso que usted dice, incluso si va dirigido a mi persona, lo tolero bien, muy bien, como si no fuera conmigo. Me ocurre, sobre todo, con palabras que se ponen de moda y se repiten hasta la saciedad, muchas veces de forma inapropiada.

—Podría ponerme algunos ejemplos para que yo pueda entender qué quiere decir exactamente.

—Me fastidia, por ejemplo, el uso de “PLAN” a diestro y siniestro, sin venir a cuento. Porque vale si yo le digo que tengo un plan para mis próximas vacaciones, pero si le digo que estoy ahora aquí en plan neurótico, hablando con usted mientras me observa en plan de querer entenderme, ¿no le parece ridículo? Aunque este uso es de los que menos me enfurecen, pues suele ser más propio de los muy jóvenes, y yo con los jóvenes soy más tolerante, pues pienso que aún tienen remedio, antes de convertirse en los gilipollas que normalmente llegamos a ser, ya adultos.

El psicólogo seguía moviendo la cabeza arriba y abajo, como un metrónomo que marcara el ritmo de mi cháchara.

—¿Y qué me dice de la palabra “HERRAMIENTAS”? Antes, las herramientas las utilizábamos solo para arreglar el coche, o para desmontar y montar un enchufe, o para armar un mueble (incluso los de IKEA las necesitan)… Pero ahora buscamos herramientas para gestionar las emociones, los conflictos. ¡“GESTIONAR”!, otra palabreja que se ha vuelto omnipresente, como “INTERACTUAR”. Solo los idiotas y los pringaos no tenemos herramientas para gestionar e interactuar… Y una expresión que me lleva al límite de mi capacidad de control es esa de “TE LO COMPRO”, cuando en una discusión nuestro interlocutor acepta como buena alguna opinión que hemos dado. “Pues no te lo vendo”, me dan ganas de gritarle, “que te lo venda tu pu** madre”.

El psicólogo, además de continuar con su balanceo de cabeza, hizo un gesto de encogerse en su silla, a la vez que esta se deslizaba hacia atrás. Luego me dijo con voz meliflua:

—Bueno, bueno, creo que con esto me vale para empezar.

—Déjeme, y ya termino, que le hable de dos palabras que me abruman por el ritmo en que se expanden, y que no hay quien las pare. Una es RESILIENCIA. ¡Cómo se ha devaluado esta palabra de tanto usarla! Ahora todos somos resilientes. Que nuestro equipo de fútbol remonta un tres a cero y gana el partido…, que nosotros llevamos una piedrecita en el zapato durante todo el día, sin quejarnos, es porque tanto nuestro equipo como nosotros tenemos una gran capacidad de resiliencia. Así están la cosas, tremenda majadería. La otra palabra es EMPODERAR. Y no vaya usted a pensar que soy un enemigo del feminismo, nada de eso; de hecho, es IGUALDAD la palabra que más me gusta, para todos, pero es que la palabreja EMPODERAR se las trae. Estará usted conmigo en que hay palabras bellas y palabras horrendas, tanto por su significado como por su sonoridad. EMPODERAR tiene ese tufillo que emana de todo poder, que tiende a ser abusivo a poco que nos descuidemos. Pero es su fonética lo que me horripila. Es una palabra fea de cojones, y cuando uno la pronuncia parece que se le llena la boca de chulería y…

—Perfecto, perfecto… No siga. No son necesarios más ejemplos. Y me parece muy inteligente que reconozca que el problema está en usted, y que no puede ir por ahí exigiendo una determinada forma de hablar a los demás. Voy a poner en valor esta actitud suya.

— ¡¿PONER EN VALOR?! —grité—. ¡Hay que joderse! ¡Eso sí que no se lo consiento! —y trepando por la mesa que nos separaba, me lancé a por él con la intención de estrangularlo con mis propias manos. La secretaria, que oyó mis gritos y el barullo que armábamos, entró en el despacho e intentó detenerme, pero el homicidio ya se había consumado.

Es desde la cárcel desde donde escribo estas líneas. Aquí el ambiente es muy, muy chungo. He aceptado asistir a un cursillo donde me enseñan herramientas para gestionar mis emociones y así poder interactuar con los otros presos. Nadie me compra nada, soy yo el que tiene que comprar, especialmente a los presos más empoderados. ¡Y vaya si estoy aprendiendo! No dejo de recibir amenazas y hostias, pero aquí estoy, muy orgulloso de mí, en plan resiliente.

Silencio, por favor

Perro escribiendo

Hola. ¿Hay alguien ahí? Soy Sócrates, el perro-narrador de la anterior entrada de este blog: VICEVERSA. Y escribo ahora en señal de protesta porque el cretino del blog se empeñó en darme voz, cuando él sabe que odio los relatos —con excepción de los relatos infantiles— en que los animales hablan, y no digamos cuando son los objetos los que hablan. ¿Has visto esos coches que, estacionados en la calle, llevan un cartelito que dice “Me venden”? ¿No te parece el colmo de la estupidez? “Me venden, llevo 20.000 kilómetros de vida”. Hay que fastidiarse.

Pensarás que me estoy pasando, que me he levantado con mala pata y que por eso digo lo que digo, porque hay buenos relatos en los que el narrador es un animal, o una cafetera italiana, por ejemplo. Sí, no lo dudo. Yo mismo te podría citar algunos buenos relatos o novelas en que el narrador es un colega perro, o una cama que cuenta secretos de alcoba. Pero no pretendo escribir con el rigor del científico, sino con la máxima subjetividad posible: la subjetividad maniática del desahogo; si no, ¿para qué escribir? Y añadiré que, de esos relatos con narrador animal o narrador cosa, odio especialmente aquellos que a la peculiaridad del narrador le añaden un plus de gazmoñería. Así, por ejemplo, el collar de perlas que nos va contando las vicisitudes por las que pasan sus sucesivas dueñas—mortales ellas; eterno el collar— con frases del tipo: “A través de mis cuentas sentía en la yugular de Alfonsina el flujo de la pasión que la embargaba, quedando yo encendido por los celos de no ser el destinatario de tan acendrado amor, pues no era realmente a mí a quien ahora sus delicados y soñadores dedos acariciaban, sino a aquel que vivía en su pensamiento, ese ser de lejanías que era Rodolfo, marqués de Habastiernas”. Sin comentarios.

Un amigo me dijo que no me enfadara, que mejor ser narrador protagonista que víctima en la narración. Lo dijo pensando en esos relatos en los que a nuestros hermanos perros les aguarda un triste destino, como en “El gallinazo sin plumas, de Ribeyro, o en Tobías Mindernickel, de Thomas Mann. O el de la pobre mosca, masacrada, del relato La mosca, de Katherine Mansfield. O el de la vaca de “¡Adiós “Cordera!, de Clarín (no te lleves las manos a la cabeza, no hay error: la vaca se llama “Cordera”; cosas de nuestro Leopoldo, que se nos viene arriba en cuanto le dan alas). Y tiene razón mi amigo, porque si bien ambas posibilidades no son excluyentes —la de ser narrador protagonista y víctima—, yo tuve la suerte de salir bien parado en la entrada del imbécil del blog, pues soy allí un perro perspicaz que con ironía se compadece de su angustiado amo y le da una lección.

Todo esto es verdad, pero no me consuela, porque lo que yo quiero realmente es no hablar, aunque ahora, paradójicamente, necesite hablar para reafirmarme en que no quiero hablar. No deseo formar parte de esta sociedad verborreica que habéis creado, donde la palabra se devalúa y hasta el discurso más tonto tiene sus acólitos, cuanto más tonto o disparatado, mejor. Vuestras palabras os distancian de la realidad, entre lo que decís y hacéis hay un gran trecho. Con las palabras engañáis y os engañáis. Yo no quiero palabras. Que el tonto del blog se busque a otro. Resistiré sus coacciones.

Antes muerto que parlante.

GUAU

El blablablá del amor

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Un día, Lola y yo decidimos prescindir de las palabras de amor porque nos dimos cuenta de que nos estábamos volviendo perezosos. Es tan cómodo decir te quiero y luego no hacer nada; tener una caja preparada de tequieros y esparcirlos a diestro y siniestro. Fue el día en que haciendo limpieza, en las tripas del sofá, junto a lapiceros, monedas y demás piltrafas, encontramos un montón de desvalidos tequieros, retorcidos, cubiertos de pelusas.

Sin palabras

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Llamo por teléfono a la agencia de colocación y me sale un contestador automático con el mensaje de que al oír la señal deje un resumen de mi currículum y de mis pretensiones. Me coge desprevenido y al instante, después de oír la señal, que es como una mano que me precipita al vacío, me encuentro sin saber qué decir frente a ese agujero negro de silencio que engullirá mis palabras sin rectificación posible. Pienso entonces en colgar y llamar después, cuando ya tenga todo pensado, o mejor, escrito, pero seguro que mi número ya está grabado en el teléfono de la agencia y dudarían de mi capacidad de improvisación, de mi agilidad mental. No, mejor empezar con las típicas palabras de presentación, dando tiempo a que mi voz se acomode a ese discurso en solitario, sin que parezca que muerdo o escupo las palabras. Pero ya ha pasado un minuto y no he abierto la boca. Siento entonces que el silencio espeso del contestador sale por el auricular y se extiende por la habitación entera, envolviéndome en una densa niebla que me asfixia. Y entonces me da un golpe de tos que es en realidad un principio de llanto, que no puedo contener, y solo de pensar que va a quedar grabado se me acelera el corazón ¿Qué pensarán de mí en la agencia? No puedo aguantar más y cuelgo de golpe, y justo en ese momento entra mi mujer en el cuarto y me ve con los ojos llorosos y la respiración agitada, y también ella se pone a llorar, y me mira y se encoge de hombros para que le explique por qué estamos llorando.